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Los desafíos del trabajo del siglo XXI

Por: admingrs | Publicado: 01.05.2015
Alexander Páez, sociólogo Fundación SOL

Alexander Páez, sociólogo Fundación SOL

En un artículo recientemente aparecido en Le Monde Diplomatique, la ex Directora del Trabajo y experta en Derecho Laboral, María Ester Feres, critica fuertemente el proyecto de Reforma Laboral del gobierno “por construir un grave obstáculo en la conformación del sindicato como actor social, de representación de intereses colectivos; como un actor sociopolítico relevante en toda democracia participativa y como agente distributivo”.

Ya mucho se ha debatido sobre el envío de tal reforma, desde el “reconocer lo avanzado” de sectores autocomplacientes de la Nueva Mayoría, hasta las encrispadas reacciones de los empresarios. Esto último incluyó un video declarando que la reforma no era el camino correcto e insistiendo en que ésta debe tener componentes que incentiven la competitividad e innovación, y no el resguardar intereses de “grupos de poder”, como lo declarara meses atrás Cecilia Cifuentes acerca del anuncio de una reforma, a su juicio, enfocada sustancialmente hacia las dirigencias sindicales y la CUT.

El argumento tanto de la Nueva Mayoría, como de la Derecha, además se ven reforzados por la actitud empresarial de alarmar acerca de los impactos de la reforma, pareciendo efectivamente como si el gobierno “avanzara” a tal grado que involucra intereses empresariales en tal avance, y dando razón a la Derecha al decir que esto es solo “sindical” y no “laboral”. El empresariado logra ser el tercero clave para dejar en la circularidad discursiva el argumento crítico: toda crítica fuera de estos parámetros está condenada a no ser escuchada, ya que o “apoyas a la derecha y el empresariado” al criticar la reforma y no reconociendo “lo avanzado”, o bien, te “moderas” y escuchas al Gobierno, en su “táctica de avance”.

Al radicalizar el argumento, los empresarios logran cerrar la discusión y colocar en un polo la reforma del gobierno (inocua como la ha tildado María Ester Feres), y en otro polo su propio argumento. Todos aquellos que estén fuera, se han “radicalizado” o bien son “nostálgicos” de un mundo previo a la caída del muro, como diría Velasco.

El argumento de Feres, supera tanto la apología de la reforma en el “reconocer lo avanzado” así como la tesis de la derecha de que es una reforma que beneficia a “grupos de interés” (fundamentalmente la dirigencia sindical y la CUT), dejando como radical el argumento de los empresarios.

Al incorporar el argumento del objetivo sociopolítico que tiene una organización sindical y los aspectos distributivos a los cuales contribuye de forma fundamental, incorpora a la “clase trabajadora” como un agente político económico esencial. A su vez, esta clase trabajadora se le ubica en una relación histórica con el modelo de acumulación imperante en Chile, siendo uno de los principales pilares para esa casta del 1% de super ricos que acumula el 30,5% de la riqueza. Al establecer tal relación, lo laboral y lo sindical se funden, no porque todos estén sindicalizados, sino porque el trabajo se asemeja a un actor, a un ser vivo que transforma e interactúa con su entorno política y económicamente.

Es por ello que, cuando David Harvey plantea en Breve Historia del Neoliberalismo que Chile fue el primer experimento mundial de una estructuración de un Estado Neoliberal, pone en el foco de atención, en primerísimo lugar, la desactivación de la acción colectiva popular o como diría el sociólogo Enzo Faletto: “Fue un modelo de desarrollo fundamentalmente antipopular”. Antes que cualquier reforma relevante en el tiempo, se desactivó la acción política de grupos peligrosos (como el MIR por ejemplo, con 700 militantes exterminados entre 1973 y 1977), luego la acción política de organizaciones sociales como los sindicatos y las organizaciones de pobladores. De hecho, los sindicatos estuvieron proscritos entre 1974 y 1979.

La vuelta a la democracia no rindió mayores frutos en este sentido. Si bien el Plan Laboral fue la arquitectura del sistema de relaciones laborales, no es menos cierto que durante la democracia y los gobiernos de la Concertación, éstos fueron los técnicos que afinaron tal sistema. Básicamente porque no requerían quórum calificados para implementar reformas y es mandato exclusivo del Ejecutivo el cambiar el Código del Trabajo.

Como no todo es posible de controlar por medio de leyes, el entorno en el cual se desarrolla el trabajador también fue amoldado a tal grado que es posible que de parte de ellos mismos no fuera reconocida la necesidad de sindicalizarse. Es como se podría interpretar la década de los 90, en la que se amplió el acceso al consumo y a bienes que históricamente estaban vedados para una gran parte de la población. Este acceso al consumo, durante tal década fue acompañado de un alza significativa y real de los ingresos, tanto por medio de políticas de ajuste de los salarios mínimos que crecen 7,6% real anual promedio entre 1997 y 2000, así como una recuperación importante en relación a la década perdida de los 80.

De hecho, si observamos el crecimiento de la media de ingresos entre 1990 y 1999 vemos que fue de un crecimiento real de un 30,9% (a precios de Diciembre del 2013). Al mismo tiempo que esto ocurría, disminuía el porcentaje de asalariados sindicalizados, que pasan de un 18,2% en 1991 a un 13,2% en 2000, mientras que la cobertura de la negociación colectiva pasa de un 11,7% a un 6,5%. Esto implica una disminución de un 27,5% de la tasa de sindicalización y de un 44,4% en la cobertura de negociación colectiva.

El gasto social también aumentó, pero profundizando la mercantilización de tales servicios básicos. Con esto es posible de comprender lo sucedido con la expansión de la matricula de Educación Superior y el subsidio a la demanda que caracteriza a la transferencias de recursos desde el Estado al sector privado. Esto último fue clave también para implementar el relato “aspiracional meritócrata” de movilidad social “mis hijos no serán obreros y pobres como yo lo fui”, ya que serían profesionales. A pesar de este relato, tanto en 1992 como en 2014 el subempleo profesional bordea el 25%, lo que significa que 1 de cada 4 ocupados con educación superior no se desempeñan como profesionales, sino que en ocupaciones de menor calificación.

A su vez, este relato asociado al consumo y la movilidad social, vía educación superior, tenía que convivir con la contención salarial que se produciría durante la primera década del siglo XXI.Entre 2000 y 2010 el alza salarial media real fue de 2,2% según ESI del INE, y la tasa de crecimiento de endeudados fue de 12,8% entre 2000 y 2009. Para 2000 el 35% de los hogares tenía una deuda, para 2011 esto aumentó a un 64%.

Es decir, comenzamos la segunda década del siglo XXI, con una clase trabajadora que ya no está en el alza salarial, tampoco en el consumo sin deuda de los 90, así como tampoco en un sistema de educación superior que garantice la tan anhelada movilidad social. Por el contrario, existe una clase trabajadora que comienza a endeudarse para sobrevivir y cumplir las promesas de “ascenso social”. De hecho, con un nivel de sindicalización históricamente bajo, que alcanza el 14,1% en 2011 para aumentar a un 14,2% en 2013 (el más bajo de la OCDE).

A su vez, la relación deuda-ingreso para el 2014 fue de un 61,6% para los hogares, aumentando en un 8% en relación a 2013, mientras que los ingresos entre 2011 y 2013 aumentan en un 10%. Es decir, casi 8 de cada 10 pesos de aumento salarial corresponde al pago del aumento de la deuda en el período. En perfecta línea con los bajos salarios en donde el 53,5% de los trabajadores obtienen menos de $300 mil líquidos mensuales (a 2013), cuando el salario mínimo es de $225 mil.

Ante este panorama, la definición sociopolítica y distributiva del sindicato toma fuerza, no sólo por un alza salarial que, como se ha revisado someramente, no logra impactar en la estructura distributiva del ingreso, sino que también por la falta de poder de negociación colectiva de la clase trabajadora, el cual está circunscrito a la empresa y con una cobertura de un 8%, las más baja de la OCDE.

Este 1° de Mayo sirve para recordar que la clase trabajadora tiene un desafío de varios frentes, no solo en relación a su condición particular de gremio organizado en sindicatos, sino también en la forma que ejerce el poder en la sociedad como un todo. En un sistema económico que aumenta ganancias vía deuda y consumo, como prebendas de una desarticulación política del trabajo, así como formas de legitimidad al sistema imperante, el trabajo tiene algo que decir y transformar.

La condición sociopolítica del sindicato permite abrir las esperanzas que limita el debate actual de la reforma laboral, al circunscribirla al show mediático del empresariado, la derecha y el gobierno, mostrando diferencias que no son sustanciales y olvidando la larga historia de contención del poder transformador del trabajo. La mayoría trabajadora es tanto productora como consumidora de un sistema que no reconoce su relevancia.

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