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CRÓNICA | Una noche en el «Campamento Dignidad»

Por: Christian Castro Guerra | Publicado: 14.12.2019
CRÓNICA | Una noche en el «Campamento Dignidad» |
Entre marchas, cacerolazos, intervenciones artísticas y discursos del Presidente, ha pasado desapercibido el Campamento Dignidad: toma simbólica de la Plaza de los Tribunales de Justicia, frente al ex Congreso, en donde por primera vez personas decidieron acampar para exigir justicia social. El acto marca un nuevo precedente en la historia del Chile movilizado. ¿Cómo se armó? ¿Cuál es su objetivo? ¿Cómo es pernoctar una noche en el corazón del centro cívico de la capital, a modo de protesta?

Desperté en una de las 26 carpas levantadas en la Plaza del Palacio de los Tribunales de Justicia y lo primero que vi fue el ex Congreso, allí entre las calles Morandé, Bandera y Compañía de Jesús, en pleno centro de Santiago. Eran las 06:20 del 12 de diciembre. Moví y le hablé a mi compañero de refugio, pero fue inútil. La noche anterior habíamos hecho guardia hasta las cuatro de la mañana. Teníamos en el cuerpo poco más de dos horas de sueño. Esa primera noche nos dejó mucho más exhaustos que los más de 50 días que llevamos yendo a la rebautizada Plaza de la Dignidad.

“¿Te vas a trabajar? En la mesa hay pancitos listos y agua caliente para que desayunes”, dijo Hortensia, la encargada del último turno de vigía. Nunca un té había sido tan reponedor como lo fue ese. “Solo llevo un día —pensé— y estoy agotado”.

Hortensia, de unos 50 o 60 años, va por su cuarta noche de resistencia y está fresca como lechuga. La escuché hablar y sentí que me trataba como a uno más de la comunidad.

El espacio fue ocupado el lunes 10 de diciembre, cerca del mediodía. Fueron diferentes organizaciones las que llegaron con carpas, mesas, sillas y víveres. Los grupos mayoritarios provienen del Colegio de Profesores, la Asociación Nacional de Empleados Fiscales (ANEF), la Coordinadora No+AFP y el Movimiento de Pobladores Ukamau, quienes de momento lideran la organización y resistencia en la plaza.

Lo que ocurrió aquel día fue un hecho histórico. Nunca en Chile se había ocupado de esa manera aquel espacio público. Es un gesto político que, al compararlo con otros estallidos sociales en el mundo, evidencia los nuevos tipos de manifestaciones inspiradas en los movimientos de distintas latitudes: 2011 en la Puerta del Sol, en Madrid; 2013 frente al senado mexicano; o la avenida 9 de julio en Buenos Aires, Argentina, este año.

Durante el té, Valentina Burgos, miembro de las juventudes Ukamau, contó los detalles del día que llegaron: “Fue tenso, aparecieron dos patrullas y un guanaco se paseó”.

“Los dirigentes hicieron un semicírculo con el micrófono, el parlante y empezaron a disuadir a las Fuerzas Especiales, contando las razones por las que ocupamos el espacio”, agregó Mical Romero, otra integrante.

Luis Mesina se paseaba cerca de las carpas. “Las marchas los estaban agotando enormemente (a los movimientos sociales) y era necesario politizar las manifestaciones. Y qué más político que hacerlo acampando en una plaza pública ubicada entre el poder legislativo y el judicial”, explica el vocero de No+AFP. Para él, es un simbolismo político en cuanto a lugar y a acción misma.

Cuando llegamos la noche anterior, a eso de las 21:00 del miércoles 11 de diciembre, estaban en la hora del micrófono abierto. Ese espacio es ya una tradición en el itinerario del campamento. En un principio, se pensó como un escenario para simular un cabildo abierto y permanente. Con el transcurso de los días mutó y se transformó en un momento para que también músicos y poetas quiten las tensiones y hagan de la estadía algo más ameno.

La noche que arribamos, un hombre aprovechó el espacio entre artistas para celebrar a viva voz los 23 votos a favor y 18 en contra que sostuvieron la acusación constitucional contra el ex ministro del Interior, Andrés Chadwick, y que lo inhabilitó para ejercer cargos públicos por cinco años. El campamento explotó en cánticos y celebración. Fue una batalla ganada. Así lo sintieron; así lo sentimos.

Los gritos, saltos y abrazos comenzaron a detenerse a la velocidad de un rumor. Dijeron que Geraldine Alvarado, la chica de 16 años que había sido golpeada por una bomba lacrimógena en la cabeza, había fallecido. Dijeron que justo en ese preciso momento se estaba haciendo una velatón afuera de la ex Posta Central, a modo de apoyo. Minutos después se rectificó que estaba en riesgo vital. De alguna forma, su resistencia era también la de quienes estábamos allí.

La música y los discursos terminaron cerca de las 22:00. Minutos después, comenzó la asamblea de los, digamos, “residentes”: los que nos quedaríamos esa noche allí.

Nombre, el rut y la organización a la que pertenecían fueron los datos de entrada. Después, un repaso de las reglas: ley seca (no alcohol), ley a tierra (no drogas) y responsabilidad activa sobre toda la basura que cada uno genere. Por último, se repasaron los protocolos de seguridad en caso de que Carabineros llegara a desalojar, o que algún grupo de extremistas violentos buscara problemas. Todo, mientras tomábamos consomé de una olla común.

Llegó la media noche y aún faltaban dos horas para comenzar la vigía a la cual me había comprometido. El sueño me estaba ganando y me sentía preocupado por lo hablado en la asamblea. Las conversaciones se redujeron, en general, a los espacios de cada organización: cada uno compartía con los suyos. Así, hasta que dos jóvenes chutearon una pelota. Escuchamos el puntapié, el rebote, el correr rápido, y rápido también se armaron los equipos. Las organizaciones ahora eran rivales: 16 personas, ocho contra ocho, y un partidazo en el que jugamos y resistimos.

Los residentes compartieron otra vez. Rieron. Nos olvidamos, por un momento, todos los pensamientos que nos aquejaban. Cuando el resultado iba 2-2 y se acercaba la hora de la guardia, decidimos el final como en el barrio: último gol gana todo. Mi equipo perdió. A la pichanga la bautizamos como “el partido por la dignidad”. La razón es obvia: hoy, todas nuestras acciones simbolizan solo una cosa.

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