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Opinión

Acuerdo en París #Cop21: Una negociación sobre cambio climático para las naciones industrializadas

Por: Miguel Fredes | Publicado: 17.12.2015
Expongo de forma sintética la trayectoria de las negociaciones previas hasta antes de llegar al acuerdo condensado el día 12 de diciembre en la ciudad de París.

Expongo de forma sintética la trayectoria de las negociaciones previas hasta antes de llegar al acuerdo condensado el día 12 de diciembre en la ciudad de París.

Hay que recordar que miles de observadores en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, en Indonesia, en diciembre del 2007, formamos parte de un colectivo que logró permear la conciencia de los negociadores sobre la urgencia de enfrentar el calentamiento global, verdad que tomó mayor fuerza a través de su cardinal agorero Al Gore, quien junto al Grupo Intergubernamental de Expertos obtuvo ese año el premio Nobel de la Paz.

Repaso con nostalgia el ímpetu del Plan de Acción Climática surgido con fuerza en la sublime Isla balinesa en que distintos actores de forma transversal, sentados frente a un nasi goreng (plato típico en Indonesia), discutíamos sobre el alcance futuro de nuestras responsabilidades comunes pero diferenciadas entorno al calentamiento global.

Luego esa efervescencia tornó en indignación cuando Estados Unidos se constituyó en la única nación que rechazó ratificar el Protocolo de Kioto, instrumento operativo anexo a la Convención Marco, una constitución global -con garrote y zanahoria- que surgió en 1997 para regular de forma vinculante la reducción periódica de emisiones de las naciones industrializadas.

Pero Kioto tardó casi ocho años en entrar en vigencia (el 16 de febrero de 2005) después de la ratificación de Rusia. Su mayor crítica fue que algunas economías emergentes -ahora grandes emisores- no asumieron compromisos de reducción, lo que provocó su cuestionamiento por varios países entre ellos, Japón, Australia y Canadá.

Posteriormente, los egoísmos y presiones domésticas determinaron el fracaso de las negociaciones en Copenhague (2009) y Cancún (2010), lo cual recrudeció un conflicto entre las economías más grandes colocando en una vereda a las naciones desarrolladas bajo la hegemonía de Estados Unidos, Japón y Europa; y en otra, a naciones emergentes (China, India, Rusia, Brasil y Sudáfrica), que reivindicaban su derecho a la industrialización, que décadas anteriores hicieron ricas a las primeras, a partir de la segunda mitad del siglo XX.

Sin embargo, los problemas centrales seguían ahí desarrollándose con igual fuerza: la dependencia neurótica de los combustibles fósiles, desacuerdos sobre una línea de base sobre emisiones históricas de cada país, y el escaso altruismo de cada emisor para asumir su cuota de responsabilidad en la contribución global de emisiones.

Las ciudades de Copenhague y Cancún fueron testigos de las derrotas de la sociedad civil, lo cual forzó abrochar acuerdos menores sobre tecnicismos y procedimientos, entre ellos, cómo, cuándo y ante quién deberían verificarse las reducciones de emisiones, lo cual amortiguó la sensación de fracaso de los negociadores al acordarse compromisos de mayor transparencia sobre mitigación climática.

Una dinámica que ha acompañado a todas las Conferencias son los “corchetes” insertos en los sucesivos textos de negociación que dan cuenta de que ningún Estado desarrollado desea ceder un centímetro de soberanía para cumplir exigentes -pero urgentes- metas de reducción. La desaceleración económica global ofreció un obstáculo adicional a las negociaciones previas a París.

El Acuerdo del Cambio Climático adoptado en Francia (COP-21) ha sido considerado por los gobernantes de los países desarrollados esta semana como “un gran triunfo” lo cual es cierto en gran medida para las naciones más ricas y generadores del cambio climático, no así para los perdedores que son las naciones e islas más vulnerables.

Una derrota importante para la mayoría de las organizaciones no gubernamentales, quienes en masa inundaron la capital parisina con pancartas, eventos paralelos y un ejército de reclutas, dentro y fuera de la Conferencia, fue que la mención a los derechos humanos quedó finalmente en el preámbulo y no en su texto operativo.

En definitiva, el Acuerdo (40 hojas en su versión en Español) fue adoptado el 12 de diciembre a las 7:26 pm (hora de la capital parisina). Este define sus objetivos centrales, que esbozo a continuación:

1)      Mantener la acentuación de la temperatura media mundial por debajo de 2 ºC con respecto a los niveles preindustriales, y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1,5 ºC con respecto a los niveles preindustriales, reconociendo su texto que ello reduciría ostensiblemente los riesgos y los efectos del cambio climático; y

2)      Aumentar la capacidad de adaptación a los efectos adversos del cambio climático y promover la resiliencia al clima y un desarrollo con bajas emisiones de gases de efecto invernadero, de un modo que no comprometa la producción de alimentos;

Como punto de partida, todos los países sin excepción se comprometen a controlar mutuamente sus planes de reducción de emisiones (INDC), con revisiones quinquenales sólo a partir de 2023.

Un aspecto positivo, aunque no tangible, es que los países en desarrollo recibirán 100.000 millones de dólares «como mínimo» a partir del año 2020, una cifra que sería revisada «a más tardar» en 2025. Esta cifra sigue siendo menos del 8% del gasto militar anual del mundo, recordó Ilan Kelman, del University College de Londres.

Pocos han advertido que el texto final establece un rol central, para mantenernos debajo de 2 ºC, a los mecanismos de comercio de carbono, que han probado no ser los más transparentes, eficientes y justos de todas las opciones de reducción, por cuanto ofrece trampas. Un paradigma vivo fue la confesión de Volkswagen cuyo equipo maquinó un software (“Defeat Device”) que permitió a sus vehículos emitir hasta 40 veces más de las emisiones de NOx permitidas bajo la norma de aire limpio estadounidense.

Este mecanismo de comercio, de forma similar a la conspiración de la mayor automotriz alemana, de no mediar resguardos y multas ejemplificadoras, no podrá dominar el apetito voraz de los mercados financieros de las grandes capitales a cuyo amparo nacerán infinitas agencias de comercio de emisiones. Habrá muchos operadores quienes querrán jugar fuera de las reglas preestablecidas y los países pobres no podrán desarrollar su propia resiliencia ante la amenaza climática.

Lo concreto es que la Unión Europea, Brasil y hasta Nueva Zelandia abogaron fieramente por la inclusión de este mecanismo–con el apoyo del Banco Mundial, el FMI y lobistas vinculados a la especulación bursátil- que preparan la cancha para adoptarlo, como una solución de una faz, sin avanzar en mecanismos coercitivos o compensatorios por la responsabilidad asignada a los grandes emisores.

Aunque, el texto de París fue extremadamente cuidadoso en no suscribir referencias expresas a “mercados”, “precio de carbono”, “compensación” y otras alusivas, sus disposiciones concertadamente buscan apoyarlos bajo una enmarañada etiqueta jurídica denominada ahora enfoques cooperativos que entrañen el uso de resultados de mitigación de transferencia internacional. (Véase el Artículo 6 del Acuerdo de París, 2015).

Lo que subyace al hallazgo anterior es que en gran medida el discurso de París es válido para las grandes potencias: podrá ser un exitoso acuerdo para aquellas naciones que demuestren destrezas para compensar sus crecientes emisiones,  –sean históricamente desarrollados o economías emergentes-. Pero ello no significa per se que se reducirán las emisiones netas globales.

De esta forma,  en mi opinión, la contrariedad avistada no es en sí mismo el mecanismo de mercado, apuesta voluntaria, sino depositar toda la confianza del Acuerdo de París en su implementación, máxime si involucrará la gestión de un organismo de la burocracia internacional -Naciones Unidas- cuyo mandato excede los objetivos de implementar mercados en el planeta, lo que –adelanto- quedará en las manos del Banco Mundial.

La otra incógnita, por si las dudas son aún insuficientes, es si todos los países en desarrollo podrán jugar con las mismas condiciones en su nueva cancha.

Aunque pocos lo han señalado públicamente, la implementación de este nuevo mecanismo de mercado, reemplazará en el año 2020 a aquellos de “desarrollo limpio” o “MDL” del Protocolo de Kioto, instrumento en el cual se cifraron esperanzas que nunca llegaron.

Igual que ayer,  pero bajo un jergón artificioso, la idea de este mercado podría dar impulso a las compensaciones de emisiones pero podría desincentivar la financiación de la transferencia tecnológica de energías renovables a países pobres y dependientes del carbón, el derrotero más importante hacia una economía global que abandone los combustibles fósiles en las próximas dos décadas.

El Acuerdo de París, podría ser un nuevo fracaso si en el largo plazo es miope para exigir metas concretas de reducción netas y salvaguardas, mecanismos de control para cumplirlas, aunque es efectivo, como lo dijimos, que fija un mecanismo de financiamiento que puede hacer frente a la adaptación al cambio climático de los países más vulnerables.

Sin embargo, el tiempo escasea frente a este desafío y el énfasis sobre las compensaciones y acceso a mercado pueden funcionar como una maniobra de entretenimiento de nuestra misión central: limitar el calentamiento a 2 C, a escala global en las próximas décadas para salvaguardar a nuestras futuras generaciones.

Concluyo que este espejismo de compensación a través de un mercado global único puede traducirse en el síndrome de la rana hervida (“boiled frog syndrome”). En el documental “Una Verdad Incómoda” Al Gore hace referencia a ella, fábula cuyo autor es el escritor y filósofo francés,Olivier Clerc.

Según esta tesis aplicada a la crisis climática, nuestra capacidad de no reaccionar a tiempo frente a medidas urgentes nos coloca en el síndrome de cualquier la rana, la cual, si se coloca en una olla y lentamente se sube la temperatura se va acostumbrando y muere sin darse cuenta de lo que ocurrió. Por el contrario, si uno coloca la rana en agua hirviendo, ésta pegará un salto evitando el peligro y se salvará finalmente.

Frente al innegable hecho de la actividad antrópica como causante del cambio climático es urgente redoblar los esfuerzos de reducir emisiones para evitar que las próximas generaciones sean las víctimas del síndrome de la rana hervida.

 

 

 

 

Miguel Fredes