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Confesiones de un populista

Por: Fernando Balcells | Publicado: 06.03.2016
Dice Aleuy, ministro de policías, que «lo que está en juego en Chile es como cerrarle el camino al populismo». Su voz parece caer junto con los bosques araucanos que se desploman cortando los caminos de la convivencia. Permítanme una primera afirmación populista para decir que sobran las políticas que cierran caminos y faltan las políticas que los abran.

1. Dice Aleuy, ministro de policías, que «lo que está en juego en Chile es como cerrarle el camino al populismo». Su voz parece caer junto con los bosques araucanos que se desploman cortando los caminos de la convivencia.

Permítanme una primera afirmación populista para decir que sobran las políticas que cierran caminos y faltan las políticas que los abran.

Confieso que me resulta difícil tolerar el coro de voces uniformes y unánimes que desciende como pájaros de mal agüero sobre nosotros, condenando la herejía populista. Me siento empujado hacia adelante y obligado a confesar mi populismo y mi desvergüenza.

Me reconozco culpable de «un amor que no se atreve a decir su nombre»; un populismo que no pide dádivas sino que reclama un lugar relevante para la gente en la política. Me declaro populista porque creo que la política es ahora y que las promesas de la convivencia deben cumplirse haciéndose presente. Nada autoriza a recitarlas en modo de postergación como cápsulas de tiempo enviadas al porvenir. Así como se clasifican algunas enfermedades, me declaro Populista tipo B. Se trata de un populismo consciente de la urgencia ética que nos apremia pero intolerante a la repetición de las promesas de las élites.

2. Nosotros los populistas venimos al espacio público obedeciendo a vocaciones distintas y opuestas. En lo principal, se puede distinguir a los que hacen promesas paternales y reniegan de lo popular (tipo A) y a los que tratan de abrir caminos para la gente de a pie en la política (B).

En el populismo de élite, que niega su condición, hay promesas esporádicas, que se repiten en temporadas electorales. Hay promesas despreocupadas de su cumplimiento y hay promesas incumplibles. Hay promesas que son fijas, inmutables y que se dicen en la elegancia de estatua de los estadistas –que prometen seguridad con su sola presencia-. Hay promesas de probidad que se repiten en los ojos llorosos y las boquitas sonrientes y nerviosas de los honestos Rossi, Orpis, Piñera, Longueira, Pizarro, Matte, Délano y tantos más.

La demagogia no es específica del populismo. Cada corriente tiene su manera de hablar con el pueblo. Lamentablemente, los ejercicios retóricos se han ido uniformando en un arte de prometer al pasar y olvidar de inmediato las consecuencias de la promesa.

Hay finalmente, un abanico de promesas que hace el sistema mismo y que sus propias inconsistencias transforman en engaños.

 

3. Los fantasmas que recorren Chile, no son ya las apariciones escuálidas del socialismo real y del fascismo sino los sonoros rompimientos de las promesas incumplidas del capitalismo. El economismo, que es el verdadero nombre del capitalismo, esta sujeto a esa paradoja de no poder evitar, a la vez, las promesas y su incumplimiento.

La promesa cubre el espacio de lo que no se cumple, de lo que debiendo funcionar no funciona y se tapa con la venta de esperanzas. Se nos promete necesariamente, a veces sin palabras, que las próximas casas no se lloverán y que tendremos, en poco tiempo más, acceso oportuno a una salud de calidad. La promesa, que es una declaración de futuro esplendor, no es solicitada por los ciudadanos o por los consumidores sino por la propia lógica del paternalismo de las autoridades. Ella cubre sus fallas con ofertas que se cumplirán en un futuro que, como nunca llegará, nunca será exigible y podrá mantenerse vigente y despreocupada en la eterna lozanía de la promesa.

Las promesas de crecimiento de la economía familiar, las recompensas justas por el trabajo bien hecho, una educación que abra puertas, un servicio de salud oportuno, accesible y de calidad, un respeto al tiempo de las personas y a la inviolabilidad de sus bolsillos; estas certezas y sus derivados son las que permiten vivir en sociedad y cuyo rompimiento intermitente caracteriza la crisis que vivimos. La élite insiste en prometer lo que debería estar asegurado y en negar los medios del cumplimiento de las promesas.

El abismo entre el lenguaje de la promesa y la práctica de abusos y de ineficiencias, es lo que introduce una hipocresía estructural e impersonal, como forma de articulación y de constitución de la política. La misma gravedad de esta afirmación la vuelve divertida.

 

4. ¿Cuál es la medida de las cosas en política? Los primeros populistas decían ‘el hombre es la medida de todas las cosas’. De esta vertiente surgieron los humanistas y pasados algunos milenios, ya nadie se espantará si digo que la gente es la medida de la política; que su libertad y su bienestar es lo que importa. Nadie se espantará si digo que la medida del éxito de la política está en el porvenir de la más frágil de las familias chilenas. Nadie se espantará porque no creerán que esté hablando en serio. Todos sabemos que lo que importa es el PIB que indica crecimiento, y que el crecimiento es la esperanza única de derrame de la riqueza, por vía del Estado o del mercado, desde los grandes a los pequeños y de arriba abajo.

Mientras me mantenga en la poesía y en los buenos deseos, sin molestar a la gallina de los huevos de oro, a todos les parecerá edificante esta reivindicación del prójimo. Si en cambio, llego a afirmar que esta medida no solo es deseable sino que es posible y que es necesaria, entonces pasaremos sin transición a la categoría de los populistas condenables. Si pidiéramos metas cuantitativas exigibles del progreso social; si pidiéramos derechos sociales exigibles; si pidiéramos herramientas simples y eficaces para exigir lo exigible, pasaríamos de populistas a apestosos.

Populista es afirmar que la medida del éxito de un sistema de transportes no es ‘la velocidad media de circulación en la ciudad’ sino el tiempo perdido por la gente modesta en sus desplazamientos por la ciudad.

 

5. Quiero afirmar mi solidaridad con Gabriel Boric, criticado unánimemente por haber ‘generalizado’ sobre el elitismo del parlamento chileno.

El anti-populismo es el terreno del dulce encuentro y la reconciliación de los políticos ‘de élite’. El lugar donde los instituidos, sin entrar en detalles de mal gusto –como los recursos demagógicos de cada uno- pueden reconocer su filiación común y bloquear las acusaciones a su impericia y sus abusos. En el mismo portazo, se cierran las puertas de la política a la gente y a los jóvenes indisciplinados.

Soy populista porque lo que se tira a este basurero son todas las formas de reclamo de un lugar cotidiano para la gente común en la política.

 

6. Los unánimes y uniformes, abanderados en la descalificación al populismo, insinúan que está bien quejarse de la Papelera siempre que la queja se limite a pedir una indemnización razonable y no se caiga en la tentación de criticar a la empresa o al mercado en general. Se nos prohíbe así, por populista, sacar la conclusión de que, tal vez, el mercado no funciona bien y que en su lugar estamos sometidos a monopolios declarados y encubiertos. La gente seria no quiere creer que algo así sea posible a pesar de las repeticiones que abarcan a todos los rubros de la economía. Lo serio es creer que la libre competencia domina en la economía chilena. Igual que en la política. Lo serio es hacernos los desentendidos con las distorsiones en los mercados y las usurpaciones en la política.

Me declaro populista, en rechazo a la seriedad de los hipócritas impersonales y los que se dejan llevar como ganado equino por el freno en sus bocas.

 

7. El Populismo clase B cree en la palabra de la gente; cree en la importancia directa de lo que la gente dice y pide. Cree en lo que la gente habla, por si misma, de manera poco elegante y a veces contradictoria. Cree que hay derechos políticos de la ignorancia que no son menores que los del conocimiento. Este populista no acepta el empate entre el Transantiago y los que se suben por la puerta trasera. No hay simetría ni comparación posible entre las trampas de la gente y los abusos de las empresas y las autoridades.

Este populismo cree en la obligación de la autoridad de cumplir con la palabra empeñada, tácita, ética o legalmente. La gente no necesita interpretación sino que necesita respeto y capacidad para participar por sí misma en lo que afecta a su propia vida.

Los viejos populistas ingleses del año 1215 decían en la Carta Magna, ‘no más impuestos sin representación’. Para los nuevos populistas ‘no hay representación sin rendición’. Las autoridades deben presentarse desarmadas y en actitud de reverencia a rendir cuentas ante su soberano popular cada vez que se les solicite.

Podemos agregar al programa del populismo B, que allí donde la representación ha carecido de probidad, de transparencia o de fidelidad, el mandato pueda ser revocado por iniciativa popular. Luego, que allí donde los representantes no son capaces de llevar adelante los anhelos de la gente, se establezca el derecho a la iniciativa legal popular a través del mecanismo plebiscitario. Por último, que se dote a una institución autónoma de la sociedad civil con recursos públicos, para supervisar el funcionamiento de la política y los mercados.

Fernando Balcells