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Princesa margarita

Publicado: 13.08.2016

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Tengo bruxismo de tanto esperar. He vuelto al lugar donde vivo con otra enfermedad, con el cuerpo ardiéndome, adolorido. He llegado a donde vivo tantas veces borracha para luego mientras duermo destruirme a mí misma comenzando por mis dientes. Construyo una cartografía del dolor y la espera en ese frotamiento, un mapa, una geometría que se vuelve piel y negricia al sentirlo, al escribirlo biografía política, colectividad. Un archivo sicosomático transfeminista encarnado en las corporalidades otras de la disidencia sexual, del animalismo que está por venir. Los dientes y mi mandíbula diciéndome algo porque no paro de esperar. Porque yo te estoy esperando, a ti y a tu esplendor. Espero y espero, y así me voy matando. Enfermándome, comiéndome a mí misma, pudriéndome este cuerpo de hombre que no es mío, estos dientes que tampoco lo son. Vuelvo y me medico: ciclobenzaprina, omeprazol. El dolor y la espera desde siempre acompañándome en esta inseguridad que no es simplemente mía.

Regreso con el cuerpo lleno de ciclobenzaprina, mis vasos sanguíneos no paran de transportar, ahora mismo, todas las esquinas del centro de Santiago donde las farmacias ahumada, cruz verde, salcobrand… tratan de aligerar el daño del neoliberalismo heterosexual en este cuerpo desviado de su norma. He vuelto donde vivo, después de estar entre señoras mal alimentadas como yo y relojes chinos. Entre el ritmo hermoso de un Chinchinero. Perderme en mi extranjería es sinónimo de esperar que pasen las noches cuando todavía estoy despierto, a que me digan “no te entiendo”, y que después me digan «señor», «caballero» para de esta manera seguir imaginándome dentro de una constitución que administra materialmente desde su epistemología este pene como un órgano reproductor masculino cuando no es así. ¿Quién es el señor, el caballero? te aseguro que no soy yo.

Y a su vez el amor vegetal se desplaza como fuego inquieto dentro y fuera de mi piel, se ha vuelto una resistencia política el estarme dando cuenta que no hay célula en mi subjetividad que no sean un río que fluye y cambia, que el amor vegetal ya no es simplemente una experimentación mía, y que mis rodillas y mi ano lo saben: estoy cambiándome a mí misma, dejando en el planeta imágenes, registros de un proceso de transidentidad donde me siento –a veces- segura, donde no me da miedo equivocarme y errar. El amor vegetal devino una opción de vida, digamos que una posibilidad donde no hay sino que la opción de cambiar, de vivir una analética donde lo racional es complentamente anal, donde lo racional no es ni hombre, ni blanco, ni heterosexual, donde escribo: hombre nunca he sido. Es muy intenso cambiar, este cuerpo, este proceso no es simplemente mío, ahora es una posición decolonial que estoy inventando, donde  resuenan las palabras contradicción y paradoja.

El amor vegetal es ahora la única posibilidad de espacialización política de mi sexualidad. Es el espacio de la contradicción y la paradoja, donde acercándome a mí me alejo de otros, donde acercándome a otros me alejo de mí, pero en ambos experimentos no hay respuestas, ni comodidad; aquí sólo hay un fracasar mejor,  aquí sólo hay la materialización-peregrinación de un proceso subjetivo transidentitario que dejó las arenas blancas, las playas del turismo progresista hace un tiempo y sin nostalgia alguna deconstruye los kilómetros-espacios-geografías que le diagnosticaron/pronosticaron «ser hombre» antes de nacer.

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