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¿Por qué la diputada Vallejo tiene razón? Lo que nos demanda un Estado laico

Publicado: 19.10.2016

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Uno de los aspectos más llamativos del debate en torno a la propuesta, impulsada por la diputada Vallejo, de modificar la disposición reglamentaria que obliga a abrir las sesiones en sala o en comisión de la Cámara de Diputados con la expresión ritual “En nombre de Dios” es una extendida confusión sobre el sentido y alcance de un Estado Laico. En las líneas que siguen, pretendo contribuir a esclarecer ese punto y defender un modelo institucional de laicidad neutral como la forma más democrática en que el Estado debe situarse ante las creencias en materia religiosa, respetando de manera plena e igual la libertad de conciencia de todas y todos.

Lo primero que debe hacerse es presentar un mapa conceptual sobre los posibles modelos de relación entre el Estado y las iglesias a partir de la vieja diferencia entre países laicos y confesionales. Por el lado de los Estados confesionales, cabe distinguir tres variantes que pueden ordenarse de mayor a menor intensidad: (a) el Estado teocrático, que dirige esencialmente la institucionalidad hacia la observancia de una religión, como sucede en algunos países islámicos; (b) el Estado cesaropapista, caracterizado por disponer de una Iglesia de Estado, de forma que es el poder político el que dirige, controla y se sirve de una determinada religión para sus fines, como lo ejemplifica bien, al menos en el papel, la Iglesia anglicana en Inglaterra; y (c) el Estado confesional, que declara constitucionalmente su creencia y apoyo a una determinada religión y procura conformar sus leyes con ella, siendo un buen ejemplo la España franquista.

Por el lado de la laicidad cabe distinguir también tres formas distintas, las que también pueden ordenarse según su intensidad. En el extremo más cercano a la confesionalidad religiosa, podríamos situar el modelo que se ha denominado de laicidad positiva o abierta, conforme al cual la declaración de no confesionalidad se considera compatible con ciertas formas de compromiso entre Estado e iglesias. En este modelo se defiende una forma de “neutralidad” estatal en materia religiosa de carácter limitado que garantiza únicamente una mínima libertad religiosa, evitando la interferencia coactiva en y entre las distintas creencias religiosas, pero sin que el Estado se abstenga de favorecer a unas posiciones religiosas o, en todo caso, a éstas sobre las no religiosas.
En el extremo opuesto del anterior modelo, si bien incurriendo en lo que podría considerarse una forma de “confesionalidad” laicista por su beligerancia antirreligiosa, también se puede dar la situación contraria de un sistema que proclama una forma de laicidad militante o radical bajo un entendimiento de la neutralidad como prohibición de toda manifestación externa de los cultos religiosos, abarcando mucho más que la razonable exclusión de la religión del ámbito estrictamente político. El ejemplo más extremo lo ofrecen los regímenes comunistas con su favorecimiento político del ateísmo, aunque hay otras formas menos agresivas y variablemente beligerantes en distintos momentos históricos, como el laicismo republicano francés.

Entre ambas posiciones, existe precisamente una interpretación liberal y estricta de la neutralidad en materia religiosa que da lugar a un tercer modelo, en el cual el Estado se compromete a una más rigurosa imparcialidad en materia religiosa con el fin de garantizar una amplia libertad en condiciones de igualdad para todas las creencias relativas a la religión. Este es el modelo que propongo denominar de laicidad neutral y el que pretendo defender y fundamentar aquí como el modo correcto de interpretar la neutralidad religiosa liberal.

¿Cuál es el fundamento de un modelo de laicidad neutral? La mejor justificación de la laicidad neutral es una adecuada comprensión de uno de los principios básicos del liberalismo, esto es, la neutralidad estatal. Definir rigurosamente esta idea no es tarea sencilla. Para empezar, es vital comprender que el liberalismo no defiende un sistema político que sea neutral en todos los aspectos. Al contrario, éste no pretende ser neutral en asuntos de derechos puesto que la justificación y legitimidad de la organización política dependen precisamente de la protección y reconocimiento de los derechos individuales. Esto es lo que permite, por ejemplo, amparar la libertad religiosa y la libertad sexual, pero proscribir al fundamentalista violento y al violador.
Ahora bien, las razones importan y mucho: el Estado debe intentar evitar que alguien perpetre una violación basándose en la libertad sexual de la potencial víctima, pero no necesita pronunciarse sobre el estilo de vida de un violador, aunque la consecuencia sea idéntica en ambos casos. La neutralidad de la justificación no necesariamente se transmite a la imparcialidad en los efectos. La ausencia de esta segunda clase de neutralidad no constituye un problema para el liberalismo puesto que los derechos que el Estado ampara prevalecen sobre las concepciones valorativas que las personas puedan decidir para sí. En suma, el liberal defiende dos tesis básicas: i) un Estado no ha de ser neutral en cuestiones relativas a la justicia o a los derechos; y ii) un Estado debe ser neutral respecto de las concepciones valorativas, aunque exclusivamente en relación con la justificación y no respecto de los efectos.

Apliquemos lo dicho al caso que ha copado el debate público los últimos días. La defensa de quienes se oponen a la propuesta de Vallejo no pasa por defender un Estado confesional. Al contrario, muy pocos se han atrevido a poner en duda, afortunadamente, el valor de un Estado laico. El problema es si la adhesión a los principios constitutivos de un Estado laico permite guiños positivos hacia las religiones, o sea, si lo que hemos llamado laicidad positiva es compatible con la neutralidad que el Estado debe abrazar en materia de cultos. Visto desde esa perspectiva, y aun cuando la mayoría de los chilenos sean creyentes, no corresponde que el Estado promueva positivamente ciertas creencias por sobre las convicciones ateas o agnósticas. Si así lo hiciera estaría privilegiando ciertas respuestas por sobre otras en materia religiosa, cuestión vedada por el compromiso que el Estado ha de tener con la neutralidad ideológica.

Tampoco puede argumentarse que si Estado se abstiene de utilizar fórmulas religiosas en sus ritos estaría promoviendo alguna forma de laicismo militante. No hay menoscabo ni juicio alguno que el Estado esté realizando al optar por este camino. El Estado no está pronunciándose sobre la moralidad de ninguna creencia, no está colocando a ninguna por sobre otra, solo está asegurando que nadie se vea violentado o incomodado por apelaciones a deidades que chocan con sus convicciones. Cada ser humano ha de poder elevar o no el templo para el dios que prefiera, sea personal o colectivo, siendo el deber de un Estado laico que lo pueda hacer sin interferencias públicas ni de terceros y ese deber no implica ninguna obligación activa por parte del Estado en la elevación de ningún templo, ni tampoco conducta alguna que pueda comprometerlo simbólicamente con ninguna creencia.
Es más, un Estado genuinamente aconfesional está obligado a esa tarea de abstención religiosa también para que todas las confesiones y creencias puedan mantener mejor su plena libertad, sin sufrir las interferencias que propicia el estar en deuda con el poder político, a la vez que para quedar él mismo libre de las influencias de las distintas creencias en materia religiosa, siempre necesariamente parciales y en posible conflicto entre sí. Ese deber del Estado procede del principio de igualdad de todas las creencias en materia religiosa. Y ello significa que las distintas religiones, las posturas indiferentes y también las creencias antirreligiosas deben ser igualmente respetables para el Estado. En suma, si se me permite el juego de palabras, lo que está en juego es que para el Estado también los ateos son de dios.

*Estas palabras se basan en un artículo coescrito con Alfonso Ruiz Miguel, quien adhiere al contenido de esta columna, titulado “Estado y religión. Una justificaciónliberal de la laicidad neutral”

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