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Opinión

Las 5 operaciones discursivas de la derecha

Por: Cristina Alarcón | Publicado: 20.12.2017
La victoria de Piñera se basó en parte en la efectividad de ciertas operaciones discursivas de carácter transnacional: la cavalización, la venezuelización, la emocionalización, el travestismo político y la fascistización de la política nacional.

“Agárrense de las manos, que vienen tiempos mejores” fue el slogan que, al son de la melodía del Puma Rodríguez, marcó el triunfo electoral de Sebastián Piñera el pasado 17 de diciembre. Carente de todo significado político, pero dignos de un libro de autoayuda o de una campaña publicitaria y difundido a través de una melodía popular cuya característica principal es su simpleza.

Así, la derecha chilena pudo triunfar una vez más gracias a una campaña esencialmente emocional y despolitizada. ¿Cómo explicar esta avasallante victoria conquistada gracias al apoyo de regiones, ciudades y comunas históricamente progresistas e incluso de izquierda? ¿Cómo significar que también el votante popular, aquél que percibe el sueldo mínimo, votara en masa por la tercera mayor fortuna Forbes de Chile?

Entre la multiplicidad de factores concomitantes, el triunfo de Piñera debe analizarse también como parte del contexto transnacional. Contexto en el cual Chile debía sumarse necesariamente al eje de presidentes de derecha y configurar su último bastión. Aquella victoria se basó en parte en la efectividad de ciertas operaciones discursivas de carácter transnacional: la cavalización, la venezuelización, la emocionalización, el travestismo político y la fascistización de la política nacional.

La primera operación, efectiva incluso durante el primer año del gobierno de Bachelet, construyó la corrupción como problema matriz de la política chilena. Como nunca en la historia del país, políticos y parlamentarios en ejercicio fueron indagados y procesados por delitos de corrupción, aunque paradójicamente casi sólo cobrara como víctimas simbólicas a políticos del espectro progresista (llámese Bachelet y Enriquez-Ominami). El fin esencial de esta operación fue la deslegitimación moral, y por ende la anulación de la carrera política del adversario.

La segunda operación se tradujo en la escenificación de Venezuela como escenario político local. «¿Eres o has sido partidario del gobierno de Venezuela?» fue la pregunta esencial que, a la sazón de la era McCarthy o de la inquisición, debía hacer rodar las cabezas. Ninguna trascendencia cobraba la respuesta del indagado y nada importaba la inexistente alianza con el gobierno venezolano; fundamental era, en cambio, el efecto disciplinador de la interrogante. La efectividad de la operación se basaba entonces en la restauración de la lógica de la Guerra Fría con sus demonios y anticuerpos adyacentes. ¿Puede ser casual que la canción de la campaña de Piñera se inspirara en la de un cantante venezolano acérrimo enemigo del proceso boliviariano de su país?

La tercera operación ya forma parte de la idiosincrasia nacional: la emocionalización de la política, de entenderla como práctica esencialmente no racional, sin proyecto, ni contenido ni sustancia política. Todo quehacer político se reduce entonces a las emociones que ciertas personalidades o “rostros” son capaces de producir. No es sorprendente que esta forma de hacer política se sirve, además de las encuestas, de cierto tipo de música. Una música que remite a pocas variables (acordes), a una melodía basal y a un discurso banal. Música que debe evocar la fiesta, el carnaval, la catarsis colectiva, la horda. Gilda, Bosé, Rodríguez, Fonsi configuran por ende la banda sonora del nuevo eje derechista del continente, la música del no-pensar. Música que además tiene como fin servir de “lenguaje común” entre los políticos de derecha, quienes usualmente provienen de la clase alta, y las clases populares desfavorecidas.

La cuarta operación, el travestismo político, es decir, la práctica de apropiarse impunemente de discursos, ideas y símbolos de las facciones políticas contrarias es acaso la operación más difícil de contrarrestar. ¿Puede haber algo más paradojal que escuchar a Piñera, el ideólogo de la educación de mercado, aquél que dijo que “nada es gratis en la vida”, enarbolar la gratuidad como ideal propio? ¿Puede resultar algo más irritante que oír a aquél millonario prometer a los chilenos reducir los abusos empresariales, una de las ideas-fuerza del movimiento estudiantil, aquel movimiento que se resistió a su gobierno?

La quinta operación, aquella de la fascistización, fue acaso más velada que las anteriores, aunque no menos efectiva: la construcción del delincuente y migrante como enemigo interno; la inflación de un nacionalismo fronterizo respecto a las disputas con los países vecinos y la defensa humanitaria de los militares genocidas, fueron algunas categorías propias de esta operación. Aunque aquí cabe destacar que Piñera supo externalizar este discurso más fascistoide en figuras alternas como José Antonio Kast.

Quizá el mejor ejemplo para probar la tesis del carácter transnacional del triunfo de Piñera, es el caso argentino: una especie de deja vu de la situación actual. Tal como Piñera, Macri supo servirse del discurso anticorrupción y de la venezuelanización de la política argentina como discursos deslegitimadores de sus adversarios. También Macri recurrió a la emocionalidad y la banalización de la política, la cual devino en un cóctel entre un spot de publicidad, un libro de autoayuda, una misión pastoral y bailanta. “Escuchar y estar”, fue la consigna, como si la política fuera una sesión de psicoanálisis o una confesión religiosa.

No olvidemos que el principal asesor de Macri no es historiador, ni sociólogo, ni filósofo, sino “consultor de imagen” (Durán Barba); no olvidemos que Macri presagiaba la “revolución de la alegría”, celebrando su triunfo en la Casa Rosada cantando y bailando al son de Gilda, y que prometió empleos para todos y poner fin a la pobreza.

Obviamente, a pesar de las similitudes hay diferencias entre ambos contextos. Piñera tuvo la ventaja que aquellas operaciones discursivas encontraron en Chile una tierra especialmente fértil, pues desde la dictadura la racionalidad neoliberal es hegemónica y por tanto afín a lo que Piñera representa. De hecho, ningún adversario político ha podido hasta ahora deconstruir ecuaciones falsas, pero muy presentes en la campaña, como “el crecimiento económico implica necesariamente mayor empleo y equidad” o “la política se reduce únicamente a la administración de recursos escasos”. Ninguna fracción política contraria a Piñera ha encontrado hasta ahora un antídoto a valores internalizados como “libertad de elegir”, “liberad para pagar” y “lo privado es lo mejor”, que también fueron parte de la matriz de la campaña.

Pero más allá del contenido de las operaciones discursivas, no puede desconocerse como factor fundamental del triunfo de Piñera y de los otros presidentes de derecha del continente, que los medios de comunicación concentrados sirvieran de portavoces preminentes de aquellas operaciones. En otras palabras, la cavalización, venezuelanización, emocionalización, el travestismo político y fascistización fueron transmitidas sin interrupción y sin discurso contra hegemónico por todos los canales de televisión y retratadas por todos los diarios. Fueron televisadas permanentemente a través de las noticias, las teleseries y los programas de farándula.

El triunfo de Piñera fue parte de una obra transnacional. Fue parte de un proyecto del capital financiero global que buscaba presidentes que no solamente defendieran al ideal capitalista-emprendedor, sino que lo encarnaran. Lejano está el tiempo de los presidentes mediadores, aquellos que debían servir como espejo a sus pueblos: los presidentes afroamericanos, indígenas o trabajadores; aquellos que a través de su presencia debían pacificar a la sociedad y que con su cuerpo debían reflejar que incluso un afroamericano, un indígena, un trabajador, un ex guerrillero puede a través del mérito (esfuerzo) llegar a ser presidente. El capitalismo en su fase actual no requiere, en cambio, de mediación alguna. Sólo busca disciplinar descarnadamente. Requiere de presidentes que hablen, razonen y actúen como lo hace el capitalismo financiero, requiere que lo simbolicen personalmente. Así, los millonarios Macri, Trump y Piñera, presidentes que conquistaron el poder no a merced del conocimiento y del trabajo, sino a través de la herencia, la desregulación y la especulación, personifican los valores de aquel capitalismo, a saber: el individualismo, la codicia, la competencia, la sociedad de clases y la banalización. Macri, Trump y Piñera enseñan al son de “Despacito” que la “lógica del dinero” hoy es la única vía posible.

Cristina Alarcón