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El fetiche de la unidad

Publicado: 15.01.2018

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Desde el momento mismo en que se anunciaron los resultados electorales de la primera vuelta, una cantidad no menor de dirigentes políticos de lo que conocíamos como la Nueva Mayoría comenzó a desplegar un discurso que, a un mes de la victoria de Piñera en la segunda vuelta presidencial, no parece aminorar en su intensidad. Un discurso que, con tono solemne, muchas veces dramático y con el protagonismo omnipresente del “antipiñerismo”, convoca a la “unidad de las fuerzas progresistas”, “la unidad de la centroizquierda” o, según la ocasión, “la unidad de las fuerzas de cambio”.

Durante la campaña de la segunda vuelta, este discurso se operativizó en el llamado al Frente Amplio a sumarse a la cruzada anti-derechista apoyando la candidatura de Guillier. Los mismos dirigentes que durante meses profetizaron la irrelevancia de las fuerzas agrupadas en torno a la candidatura de Beatriz Sánchez, convocaban en ese entonces a apoyar a un candidato que -paradojalmente- poco y nada sostuvieron durante la contienda. Incluso un ex candidato presidencial, siempre dispuesto a la metáfora y el efecto comunicacional, no tardó en sumarse a la misma “casa de la unidad” que durante la campaña había bombardeo sistemáticamente.

En ese periodo, fue común escuchar que la suma aritmética de las votaciones de las candidaturas del “mundo progresista” era suficiente para parar a la derecha. Solo bastaba decretar la unidad. La sagrada unidad. Como si no existiera más de un 50% de abstención, como si los votantes del candidato que acusaba a Guillier de tener “vínculos con el narco” e “incapacidad”, correrían raudos a apoyarlo en la segunda vuelta; como si los votantes de Goic manifestaran un profundo compromiso con el candidato de los partidos con que la DC antagonizó desde dentro y fuera del gobierno; como si bastara con el llamado de Beatriz Sánchez, Gabriel Boric, Giorgio Jackson, Jorge Sharp o las orgánicas del Frente Amplio para movilizar a los más de 1.300.000 ciudadanos y ciudadanas que vieron en este proyecto político una alternativa de cambio. Una unidad pensada como la clásica “sumatoria de siglas”, tan recurrente como infértil para el actual contexto social y político que vive el país.

Unidad, repetían los dirigentes, mientras el comando de Guillier buscaba dar “señales” que, de tan “unitarias”, terminaron por no convocar a nadie. Unidad, repetían, mientras algunos voceros reivindicaban las AFPs al mismo tiempo que el candidato llamaba a superarlas gradualmente; unidad, mientras el candidato se comprometía con una singular formula de “condonación” del CAE a solo meses de advertir su imposibilidad y con la opinión contraria de su propio Comando; unidad, mientras los mismos dirigentes que trataban al Frente Amplio como una “anécdota” en el mapa político lo apuntaban como irresponsable con “el futuro de Chile”.

Terminada la contienda electoral, algunos dirigentes de la Nueva Mayoría, quizás en estado febril, culpaban al Frente Amplio de la derrota de Guillier, como si la candidatura derrotada hubiera sido la de Beatriz Sánchez. Atribuyendo la sólida ventaja del candidato derechista a la omisión frenteamplista, especulaban en torno al débil compromiso con el país de una organización política “demasiado inmadura como para comprender lo que está en juego”.

Esta estrategia ha continuado en el tiempo, expresándose en nuevos llamados a la unidad de las “fuerzas progresistas”. Se sostiene que la unidad “contra la derecha” es lo único que hará posible “defender los cambios” y “avanzar en un acuerdo que haga posible el avance de la agenda progresista”. Nuevamente, sentidas palabras recordando la responsabilidad con Chile. Mientras tanto, poco y nada se dice sobre el contenido de la supuesta “agenda progresista”, ni sobre su intensidad, ni sus prioridades, ni la forma de materializarla.

Procesos de unidad generadas por decreto, con calculadora en mano y con una convicción mínima hay por miles. Solo para recordar: el gobierno de la Presidenta Bachelet, unificado por una oferta de cambios que -más allá de los juicios que pudiéramos hacer de ella- era lo suficientemente clara como para no engañar a nadie, fue rápidamente abandonado y/o boicoteado por quienes alegaron no haber leído su programa y por quienes descubrieron, ya en el gobierno, que la agenda de reformas no era la deseada. El mismo discurso unitario, movilizado por las ansias de volver al gobierno, pero incapaz de hacerse cargo de sus compromisos; el mismo discurso unitario que, en nombre del “futuro de la patria”, ocultó las nefastas prácticas de financiamiento irregular, de clientelismo y connivencia con el empresariado hasta literalmente más no poder.

¿Qué balance hacen ahora los partícipes del proyecto unitario de la Nueva Mayoría?; ¿fue la Nueva Mayoría un instrumento de unidad política o, por el contrario y como pensamos, un acuerdo electoral basado en una carta ganadora pero carente de un proyecto político consistente?; ¿fue en este caso la unidad un factor facilitador de la profundización de una agenda de superación del neoliberalismo? Repetir como Sísifo un esfuerzo en que los llamados a la “unidad de la centro-izquierda”, “del mundo progresista” o “de las fuerzas transformadoras” como punto de partida de acuerdos que suelen terminar en fracaso constituye, a todas luces, un error. La unidad no es un fetiche a instalar al centro del debate político. Es la resultante del encuentro productivo en los territorios y la lucha social, en el parlamento y en la producción colectiva del conocimiento, en el diálogo con la ciudadanía y en la producción de una práctica política distinta. La unidad es el resultado de la articulación fecunda más que del decreto estéril.

La unidad político-social para superar el neoliberalismo, para avanzar en una agenda democratizadora y para superar el dominio del mercado sobre nuestras vidas es un imperativo, una responsabilidad y un deber ético. Pero para ello, como en todas las cosas de la vida, es mejor partir desde el principio.

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