Avisos Legales
Opinión

Consejo Nacional de Educación: El veto al pensamiento crítico

Por: Cristina Alarcón | Publicado: 05.03.2018
Consejo Nacional de Educación: El veto al pensamiento crítico Sala de clases (referencial). | Fuente: Agencia Uno (Archivo).
Más allá del veto mismo, exaspera cuán poco representativo de la sociedad chilena es el organismo que ejerció aquel “veto”; organismo que, si bien reformado, constituye una herencia del período dictatorial. Preguntas legítimas son, por ende: ¿por qué no se encuentran entre los integrantes del CNE representantes de los sindicatos de profesores, de trabajadores, ni de las agrupaciones estudiantiles, profesionales, artísticas e indígenas? ¿Por qué no está representado todo el abanico político-ideológico de la sociedad chilena? ¿Por qué en términos disciplinarios, las ciencias sociales y las artes están sub-representadas en el organismo?

¿No debiésemos pensar en superar nuestro modelo de desarrollo primario exportador a través del fomento de las ciencias y la tecnología? ¿No debiésemos formar jóvenes con pensamiento crítico capaces de pensar y recrear ese nuevo modelo de desarrollo para Chile? ¿No debiesen esos jóvenes ser aquellos que funden por fin la “universidad del cobre y del litio”, el centro chileno de estudios científicos de la energía solar o el instituto continental del pensamiento latinoamericano?

Una avalancha de críticas y reproches sobrevino a la reciente resolución del Consejo Nacional de Educación (CNE), que puso en discusión si todos los jóvenes del país tienen el derecho a recibir una educación integral, que necesariamente incluya la filosofía y las ciencias naturales. Una oposición que bajo la consigna “derecho a la filosofía” devino en un movimiento mediático y social de proporciones. Este movimiento de resistencia no es, por cierto, asombroso. ¿Por qué? Porque el currículum ha sido históricamente campo de férreas luchas político-ideológicas. Recordemos la controversia suscitada por la eliminación del plan humanista clásico durante el siglo 19 o las acaloradas discusiones por la inclusión de la teoría de la evolución durante el siglo 20. El currículum configura entonces esencialmente un nudo de controversia política, pues en él se dirimen las preguntas esenciales de toda sociedad: ¿educación, para qué? Y, más preciso, ¿qué educación, para quiénes?

Si bien la reacción social a la medida del CNE no es sorprendente -aunque llama la atención su focalización exclusiva en la filosofía-, sí extraña el tenor de la resolución tanto por su carácter conservador como elitista. Pero refirámonos primero al origen del problema; origen que los medios de comunicación monopolizados por la derecha económica se han encargado de omitir: la reforma curricular de la Nueva Mayoría (NM). Si la llamada “reforma de inclusión escolar” puede ser calificada de moderada o meramente correctiva en términos de no transformar las estructuras privatizantes del sistema educativo, la reforma curricular de la NM parece caracterizarse por su esencia innovadora. La primera innovación refiere a la explícita propuesta de una formación integral y ciudadana tendiente a que cada estudiante se construya como actor individual y colectivo dentro de una comunidad democrática y un medio natural autosustentable. Siguiendo la experiencia finlandesa éste objetivo se traduce en la configuración de módulos de conocimientos de índole multidisciplinaria que propician la construcción indagatoria, práctica y activa del conocimiento. La segunda innovación (y aquí me referiré a las dos asignaturas en cuestión), son los objetivos de aprendizaje definidos. En el caso de las ciencias naturales se propone una alfabetización científica para la vida, que trascienda la mera formación disciplinar profesionalizante; en cuanto a la filosofía se postula la aplicación del conocimiento filosófico en pos de la reflexión de las relaciones de poder implicadas en las interacciones humanas. La tercera innovación curricular apunta al grupo objetivo del currículum. Así, por primera vez se define un plan común integral para todos los estudiantes, es decir, tanto para aquellos de la rama científico-humanista y artística como técnico-profesional. Cabe tener cuenta que, en el marco del currículum actual, a los estudiantes de la rama técnico-profesional, quienes suelen provenir mayoritariamente de los sectores sociales más desfavorecidos, les son vedadas asignaturas como filosofía, ciencias y artes.

[Lee también en El Desconcierto: Quién está detrás del Consejo Nacional de Educación, el organismo que quiere limitar el ramo de Filosofía]

Pero volvamos al principio: la resolución del CNE es esencialmente conservadora, porque implica un veto a dos asignaturas disímiles, pero conectadas por un principio común: el fomento del pensamiento crítico. Pero ¿qué es el pensamiento crítico? Siguiendo a Dirk Jahn (2014), éste se define como la capacidad de plantear preguntas desafiantes y formular variadas respuestas significativas a estas preguntas. El valor añadido de ambas asignaturas reside además en el hecho de que aquellas interrogantes son de índole fundamental: ¿de dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? ¿Cómo funciona el universo? Se trata de preguntas, que, por ende, apuntan a entender y explicar cómo funciona el medio social y natural, o, en otras palabras, el mundo en que vivimos. Ciertamente en nuestro contexto el concepto de “pensamiento crítico” y específicamente la palabra “crítica”, tiene connotaciones negativas. Ser “criticón”, o peor, “criticona” constituye más bien un desvalor, pues se relaciona con la práctica tendenciosa de menoscabar características personales, de expresar palabras hirientes, de desprestigiar la reputación de alguien. No obstante, criticar refiere en esencia al arte de evaluar, a la capacidad de distinguir entre presunciones y hechos, a la habilidad de cuestionar argumentos e interpretaciones respecto a ciertos hechos o circunstancias. Por ende, la crítica no implica menoscabar a personas, ni a sus obras o decisiones, sino más bien invita, siguiendo a Jahn, a la (auto)reflexión, es decir, a construir conocimientos autónomos e independientes, a formular juicios fundamentados sobre los cuales tomar decisiones. El pensamiento crítico estimula entonces un obrar racional, empoderado y emancipador; conducta, que, por cierto, cualquier sociedad democrática debiese propiciar. Y no sólo eso. El pensamiento crítico debiera ser ejercicio y práctica cotidiana en cualquier sociedad democrática, pues éste funciona como el más efectivo antídoto contra el autoritarismo, el prejuicio, la irracionalidad, la mentira, la ignorancia, el dogmatismo, la desinformación y la posverdad.

No obstante, el carácter conservador de la resolución se ve realzado si volvemos la vista atrás, específicamente a los aciagos años de plomo durante los cuales ambas asignaturas fueron relegadas a lugares subalternos. A diferencia de las ciencias naturales, la filosofía cargaba además con la marca de “subversiva” y de “peligrosa”. ¿Por qué? Porque en el marco dictatorial no debía haber cabida para el cuestionamiento, el pensamiento libre, la pregunta en sí. No olvidemos que las facultades de filosofía no sólo fueron intervenidas, sino también cerradas durante la dictadura; no olvidemos que la filosofía fue una disciplina vetada. Pero, más allá de la censura disciplinaria, la dictadura implicó el advenimiento de un currículum de formación mínima. Lo problemático era que, en el contexto de los sectores populares marcados por la precariedad material, ese currículum solía volverse extremadamente mínimo y por tanto excluyente de aquellas asignaturas alejadas de los criterios de eficiencia empresarial, tales como son la filosofía y las ciencias naturales. Es necesario destacar que la parcial restitución de ambas asignaturas durante el período de transición a la democracia fue erosionada nuevamente durante el gobierno de Sebastián Piñera, el cual vino a reivindicar aquella idea del “currículum formativo mínimo” insistiendo en la hegemonía curricular de lenguaje y matemática. Una focalización curricular que, por cierto, es propia del pensamiento conservador. Así, por ejemplo, en el Centro de Estudios Públicos se abogaba por una escuela que se concentrara en la transmisión de “destrezas básicas”, tales como “leer, escribir, sumar y restar”, en vez de desviar la atención hacia habilidades como “aprender a aprender” y “desarrollar la capacidad crítica” (Hinzpeter 2000). No obstante, la peligrosidad del currículum formativo mínimo no reside solamente en la anulación del principio de educación integral (Bildung), que pedagogos como Johann Heinrich Pestalozzi ya propusieran hacia el siglo 18 a través del lema “Cabeza, corazón y mano”, sino además en disponer como su receptor principal a los grupos más pauperizados de la sociedad. No olvidemos que a los estudiantes de los colegios privados siempre les estará asegurado el privilegio de gozar de una educación integral (como por ej. a través del bachillerato internacional, la “liberal arts education”, el cultivo de los deportes). Por lo tanto, el veto a ambas asignaturas es también elitista, pues, afectará principalmente a aquella población escolar que por su origen social ha sido clásicamente excluida del acceso integral al conocimiento. La medida re-enseña entonces la vieja lección: esta educación para ellos/ otra educación para aquellos.

Más incomprensiblemente conservadora resulta la resolución si dirigimos la mirada al escenario internacional y constatamos que va a contrapelo de las tendencias globales y de las directrices de los países desarrollados. No solamente PISA insiste en la trascendencia de las ciencias naturales como requisito fundamental para la alfabetización científica de todo joven, sino también las naciones de la OECD estimulan a través de variadas iniciativas las llamadas disciplinas STEM (science; technology, engineering; mathematics). ¿Por qué? Porque entienden que se trata de disciplinas imprescindibles para el desarrollo científico y técnico de cualquier nación industrializada.

Pero más allá del veto mismo, exaspera cuán poco representativo de la sociedad chilena es el organismo que ejerció aquel “veto”; organismo que, si bien reformado, constituye una herencia del período dictatorial. Preguntas legítimas son, por ende: ¿por qué no se encuentran entre los integrantes del CNE representantes de los sindicatos de profesores, de trabajadores, ni de las agrupaciones estudiantiles, profesionales, artísticas e indígenas? ¿Por qué no está representado todo el abanico político-ideológico de la sociedad chilena? ¿Por qué en términos disciplinarios, las ciencias sociales y las artes están sub-representadas en el organismo?

El veto del CNE al plan curricular desenmascara finalmente uno de los tabúes más persistentes de nuestro interminable período de transición a la democracia; aquél tabú que nos ha privado de discutir y dirimir el principio: ¿educación chilena, para qué? Y, ¿quienes ostentan la potestad para definir los fines de la educación chilena?

Cristina Alarcón