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Los tristes ojos de LA Dylan

Publicado: 15.05.2018

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El mirarse, el verse a los ojos, el iniciar un contacto visual ha servido por siempre a las disidencias sexuales como refugio y como acogida. Como reconocimiento. De alguna manera podemos sentirnos acompañados por la mirada del otro, buscamos una complicidad en su iris, nos cobijamos en sus escleróticas, hacemos campamento en el espacio que queda entre el cristalino y el iris para refugiarnos. Es en el contacto visual en el que nos reconocemos, en el que expresamos nuestro deseo y pertenencia. Es una manera de coquetear sin tocarnos, una estrategia para saber que nuestros gustos nos unen. “Ojo de loca no se equivoca”, nos han dicho siempre. Mirarnos a los ojos es una manera de identificarnos dentro de esta realidad heterosexual que nos tiene aun viviendo en una violencia persistente que nos asesina y nos impide expresar nuestros afectos y sexualidades. No basta con tener una ley de unión civil porque los ojos nada saben de instituciones ni monogamias. Los ojos son el primer órgano de nuestro cuerpo con el que llevamos la información a nuestro cerebro donde se producen las imágenes que construyen nuestra realidad. Para decirlo de otra manera, no vemos necesariamente con los ojos sino con el cerebro, porque los ciegos también ven. Hay miradas que entran por nuestros ojos y que nos tocan el cerebro. Pero si por un lado es la mirada cómplice entre disidentes la que nos cobija, son los ojos censuradores del mundo masculino los que nos increpan y nos dejan a la intemperie de su violencia desaprobadora. Estamos en una sociedad que considera nuestras miradas (y aún más nuestras prácticas) como degeneradas. Pero el problema no son los ojos de los homosexuales sino el régimen de visualidad que se vacía sobre nosotras. Hay una visión dulcificada que acepta ciertas miradas: las de homosexuales de clase alta, que conforman familias y viven una manera más sofisticada y glamorosa que sus contrapartes heterosexuales, sin molestarles en nada. Homosexuales que no expresan el sexo como una potencia desestabilizadora de los ideales burgueses de la propiedad privada y la moral cristiana. Pero no todas podemos ni queremos esas vidas pre-fabricadas (muchas tampoco tenemos el dinero para hacerlo).

Dylan Vera Parra era una transexual de ojos tristes que murió cruelmente asesinada comenzando el año 2015 en la comuna de La Pintana. Yo crecí en esa comuna rodeada de evangélicos, junto a mis jóvenes padres y mis abuelos. Recuerdo cuando veía a los transexuales caminando por los pasajes cuando caía la noche. Tengo la memoria de mujeres muy maquilladas, ajustadas y con pelo largo tomado por un tenso moño paseándose en tacos, moviéndose sin rumbo fijo, “callejeando” como decían. Mi familia trataba de ocultarlas de mi vista, no me dejaban mirarlas, las consideraban malas mujeres. LA Dylan era una de esas mujeres. Ella trabajaba con sus ojos, porque era enfermera. Miró a tanta gente, sus heridas y dolencias y tuvo que ocultar su mirada miles de otras veces más. Antes de estudiar enfermería trabajó como guardia performeando una masculinidad impostada. Fue asesinada a sus 26 años, un día antes del año nuevo del 2015. Su muerte ocurrida a pocas cuadras de la casa de su madre, fue perpetrada cruelmente por una pareja de vecinos que le tiraron ácido en sus ojos para luego darle una puñalada en el tórax.

Miro algunas fotografías de LA Dylan, las últimas que hay de ella, la veo con sus lentes gruesos, su gata y el árbol de pascua como fondo iluminado de luces y colores en la calurosa y seca navidad santiaguina. Me detengo en sus ojos tristes. ¿Cómo contar estas historias? ¿Cómo hacerle justicia a estas vidas que son casi puro dolor?, ¿cómo volver a este pasado para contar la historia de sus ojos cegados por el ácido?.

Pier Paolo Pasolini, el artista político de ojos desafiantes, en una de sus últimas entrevistas habló de la potencia del teatro como un espacio que desafía al concepto de “masa” tan presente en la industria de la televisión y el cine. Decía que por más grande que sea el número de espectadores que vea una obra de teatro, ellos nunca serán “masa” porque al estar en contacto con otros seres de carne y hueso, hay una transferencia directa de aquello que impugna ser contado, de aquellas historias que a través de la tragedia permiten alertarnos de los vicios de la sociedad. La compañía Teatro La Mala Clase re-estrena la obra “El Dylan”, dirigida por Aliocha de la Sotta y escrita por Bosco Cayo, prolífico dramaturgo que ha desarrollado en su carrera una particular escritura poética y social. Sus dramaturgias son coreografías de palabras que conforman un universo doloroso y en un punto fantasmagórico.

Esta obra tiene la inteligencia de mostrarnos la historia de LA Dylan a partir de los testimonios de la madre, de la pareja de vecinos que la asesinó, de sus amigas travestis, de la profesora de su colegio. Nunca vemos a LA Dylan en escena, pero recreamos su presencia y agonía, su vida marcada por la pobreza y la violencia hacia su afeminamiento:

“LA Dylan siempre fue quitada de bulla, callaita, invisible, quería desaparecer entre la multitud de la gente, no llamar la atención y perderse. Nunca LA había visto reírse y ser feliz” (Bosco Cayo).

Construir una dramaturgia a partir de testimonios es muy complejo, pues como ya lo hemos visto en montajes anteriores (como la reciente obra “Nanas” (2018) de Leonardo González. Compañía Interdam) el testimonio puede caer siempre en una victimización de aquellos a quienes representa, formando una imagen dulcificada de los personajes que, en escena, podrían vengarse por todo aquello que la realidad no permite. Además, el testimonio es una narración incuestionable que se basa en una verdad que no podría negarse por quienes la viven. Esto fue de vital importancia luego de la dictadura, cuando proliferaron testimonios de violencia y tortura que fueron acallados. Los estudios de la memoria nos dicen con respecto al testimonio que no basta sólo con liberarlos, es necesario intervenir sus narraciones y contextualizar su lugar para hacer emerger con más fuerza su denuncia.

En “El Dylan”, hay un trabajo con los testimonios que se tejen y entretejen a la misma manera que el gran chaleco verde que sustenta la acción y que sirve como soporte escenográfico. Estos relatos son el nudo de una madeja que nos permite revelar la verdad cruel de los crímenes de odio contra la comunidad trans. La potencia de este montaje es que sabe metaforizar con poco, pues arma a partir de instrumentos y accesorios cotidianos como el apio que se compra en la feria, la lana y los focos, un ritual de crítica política y social. Prefiere la austeridad escénica y la concentración en las actuaciones (cada actriz y actor interpreta a diferentes personajes) antes que la opulencia de ciertos montajes que por más pantallas y tecnologías que incorporen no logran manifestar el dolor sobre el escenario.

La dramaturgia juega con los pronombres “EL” y “LA”, al momento de referirse a Dylan, los repite durante toda la obra. Esto a la vez de funcionar como un juego fonético que se burla de la diferencia sexual, también nos habla de la desorientación que ocurre en las transiciones de género, donde nada está acabado y donde el “EL” o el “LA” no funcionan, por su rigidez binaria, para referirse a los cuerpos que transitan.

Si la transexualidad no tiene una esencia, sino que una historia hecha de omisiones, este montaje nos aporta una ficción que, con ojos alegres y también, con ojos tristes, nos ayudan a quitar un poco de silencio sobre estas historias de violencia que viven las identidades trans.

En definitiva esta obra es un profundo montaje que nos trae por fin un poco de justicia escénica para LA Dylan, esta mujer que murió con su mirada triste.

TEATRO PRINCIPAL de MATUCANA 100

Jueves 10 al 27 de mayo.

Jue a sáb 20:30 hrs.

Dom 19:30 hrs.

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