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Con sus delantalitos blancos: Pequeña semblanza sobre el doctor Allende

Publicado: 11.09.2018

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Eran tiempos en los que los muertos morían mayoritariamente de muerte natural, apagándose por cansancio en cadáveres que el doctor revisaba con minucia a cambio de unos pocos pesos. Más tarde se jactará de eso: “con estas manitos he realizado cientos de autopsias, todos esos muertos me han ayudado”. Aunque “manitos” no es la palabra, porque el doctor tenía manotas, “dedos de pan de pascua” como recuerda su amigo Jorquera.

A algunas mujeres esas manos no les disgustaban para nada, al menos a las que el doctor antes de ser doctor conducía con galantería a su piecita de calle Rengifo en Santiago, cuando contaba con el prestigio de ser Presidente del Centro de Estudiantes de Medicina y acostumbraba a pasearse como un donjuán por Recoleta con el sombrerito de paja que estaba de moda.

Al sombrerito de paja le llamaban la “hallulla”.

La hallulla se cuidaba por entonces más que la propia vida. Eran muy caras y se ennegrecían con el sol y, si se ennegrecían, perdían su glamour, por lo que mientras con su amigo Juan Varletta disertaban acerca de temas tan importantes como la dictadura de Olivero Salazar en Portugal, la organización del proletariado en la URSS o las devastaciones de la Primera Guerra, solían quemar un poco de azufre en un cajón para que con el anhídrido sulfuroso la paja de las hallullas, previamente allí encerradas, se blanqueara hasta quedar como nueva.

Curiosamente el anhídrido sulfuroso volverá a aparecer en el futuro del doctor asociado a causas más memorables que las de blanquear sombreros: esta vez se trata del Neoarsolán. El doctor ha crecido, está más grande, ahora se desempeña como Ministro de Salubridad del gobierno de Pedro Aguirre Cerda y al Neoarsolán, en cuya fórmula el anhídrido tiene un pequeño protagónico, está dispuesto a defenderlo a brazo partido.

¿Por qué lo defiende tanto?

El Neoarsolán es un químico de punta que el Instituto Bactereológico de Chile ha descubierto con el fin de proteger a la población de una de las enfermedades que al doctor más lo obsesionan: las del roce o el contacto, las venéreas.

Las pruebas son buenas, arrojan resultados.

El doctor considera con razón que el Instituto Bactereológico es, junto a Laboratorio Chile, estelar de la Caja de Seguro Obrero, la principal herramienta con la que cuenta el estado para combatir los flagelos del imperialismo. Pero hay un problema.

El problema el doctor (el Ministro) se lo hace saber al director de la Revista Hoy en una entrevista que le concede en el año 39. En un despacho amplio y luminoso, en el que predomina el color azul, el director Edwards Matte y un periodista a quien llama su “Argos”, el señor Torrente, esperan a que el Ministro les explique el asunto. El Ministro está sentado detrás de un escritorio inmenso de madera de roble americano sobre el que descansan algunas rumas de papeles, varias lámparas y tres teléfonos, lo que lleva a que la Revista describa el sitio como “el laboratorio de un alquimista moderno”.

Finalmente, el ministro explica el asunto: “Mire usted lo que está sucediendo con el Neoarsolán, que con gran economía y eficacia fabrica el Instituto Bacteriológico de Chile para defender a nuestra sociedad de las enfermedades llamadas ‘sociales’”. ¿Y qué es lo que está sucediendo? Lo que está sucediendo es lo de siempre: “si se logra aumentar el consumo en toda América el producto bajará de precio” –continúa diciendo el doctor, el Ministro-, pero resulta que “la competencia de los fabricantes extranjeros del mismo producto lo inscribió a propósito en Perú con el nombre de un raticida para dañar el prestigio del Instituto”.

Se entiende: la rapiña del imperio no quiere productos nacionales, no quiere remedios que estén a la altura de los bolsillos de la gente, no quiere que la gente se divierta sin pagar el precio de enfermarse. Si estas bestias se aparean, que paguen; si no quieren pagar, entones que no se reproduzcan. La colusión entre los dueños de los laboratorios y los dueños de la moral el doctor la presiente, aunque no tanto como para saber que un día la encarnará el mismo hombre.

Todavía no atardece en la historia y a pesar de que el doctor menciona en la entrevista en cuestión que “esta guerra del comercio se ejercita lamentablemente en todos los campos de los productos de los laboratorios”, como “una maldición que pesará sobre la especie humana”, sella la conversación con el director y Argos asegurando lo siguiente: “el pueblo y el gobierno forman una entidad que vencerá todos los obstáculos, espérese usted”.

El doctor es evidentemente un optimista, un luchador social que, pese a que cuando las madres proletarias alzan el grito no puede, por deformación profesional como se dice, concentrarse más en lo que exclaman que en las hileras de dientes que les faltan, ha aprendido a confiar en su pueblo. Esa confianza le viene de los tiempos en los que su cuñado Eduardo Grove le presta, después de que las autoridades del Hospital de Viña lo rechazaran, un espacio en su pequeña oficina de Valparaíso.

El espacio no lo ocupa en demasía; el doctor se siente joven, sus piernas están firmes y no le cuesta nada subir las escalinatas en dirección al cerro para visitar a sus pacientes. El delantal blanco lo cambia por una capa negra con la que se cubre el cuerpo mientras camina entre esas casuchas que hacen equilibrio en el abismo.

El espacio que el doctor no ocupa es un símil del trozo de aire sobre el que reposan las casas de sus pacientes sin terreno.

Lo bueno es que no sólo los asistentes a aquel congreso de Viña, sino también esos pacientes de las casuchas pobres del cerro tienen memoria, porque varios años más tarde, cuando se presente a Senador por Valparaíso compitiendo con figuras de la talla de Radomiro Tomic o el comunista Barros Pérez Cotapos y hasta sus más nobles compañeros de partido consideren que se trata de una locura y los medios de todo el país se rían de su apuesta, el doctor ganará por goleada gracias a los votos de aquella gente. Fue en 1961.

Doce años después, una mañana de septiembre, el doctor volverá a recordarlos: “Trabajadores de mi patria; quiero agradecerles la lealtad que siempre tuvieron, la confianza que depositaron en un hombre que sólo fue intérprete de sus anhelos de justicia”. Estas palabras el doctor las dirá poco rato antes de que las paredes que lo encierran comiencen a temblar y al final del pasillo del segundo piso, en el que permanece parado con un desaliño en él inhabitual –la camisa fuera del pantalón, el nudo de la corbata desecho, un casco haciendo precario equilibrio sobre su cabeza-, vea nuevamente, producto del yeso desprendido de los techos, una especie de nave rodeada de polvo.

Salvo que ahora no va a levantar su pulgar para hacer dedo, nadie se detendrá.

En ese mismo piso una cincuentena de hombres forman una fila a pasos de la escalera que los conducirá a la puerta de salida, pero la fila no termina de ordenarse porque cada uno de ellos se mueve en una dirección distinta para hacerse de algún retazo blanco.

El doctor tiene una idea: pueden utilizar los delantales blancos, pueden tomar los delantales blancos de los médicos y rasgarlos y repartirse pedazos de trapos blancos.

Y después salir.

Pero todavía no, todavía deben esperar, todavía con la mano que les queda libre es mejor que revisen sus bolsillos, que corroboren que no se les queda alguna munición, alguna moneda, algún indicio. Mientras tanto el doctor recorre la hilera dándole un abrazo a cada uno de esos hombres. “Gracias compañero”, les dice.

Después dice que él se ubicará al final de la fila, que saldrá último, pero cuando ha llegado al final tiene una duda.

La duda: mira la nave que ha estado contemplando hasta ahora, esa nave de polvo que ha adoptado la rara forma del fuego y simplemente camina hacia ella.

El disparo nadie lo escucha con precisión o se escucha con la precisión propia de una gota más en medio de la lluvia. Se escucha con la precisión suficiente como para que en la fila se suscite un mínimo desorden, un desorden contenido, casi imperceptible, similar al que se produce en un palenque cuando los caballos atados se agitan presintiendo la inmediatez de la desgracia.

Si la tristeza es muy grande y no tiene ninguna palabra que se le ajuste, cualquier hombre puede tirar del carro como si fuese una bestia, con su cabeza inmersa en un merodeo de moscas. Así tiran ahora todos esos hombres en dirección a la calle.

El doctor se queda adentro, no sale, se consulta y lo decide, decide que ha cerrado su consulta.

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