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Opinión

Cámara lenta: Fétido fascismo

Por: David Bustos | Publicado: 10.11.2018
A propósito de Bolsonaro en Brasil. El fascismo es en alguna medida pasar la aplanadora al otro, exacerba el desencuentro, atentando contra cualquier tipo de diversidad étnica, de género o de clase. La creencia que hay una sola idea y que las otras, que pueden circular incluso a contrapelo, deben ser eliminadas, desechadas y aplacadas. Un miedo a la diferencia recorre de nuevo el continente.

El mirlo del campo no está acostumbrado a las micros, ni a los autos ni a las personas. Y por cualquier cosa­ –basta que uno se acerque sigiloso a metros de distancia– vuela urgido. Su mundo son las copas y las ramas de los árboles, en un apacible campo o bosque.

Hay dos tipos de mirlos: uno de campo o bosques, y otro de ciudad. Pasa lo mismo con los seres humanos.

La soledad y la vida monacal, que a veces subimos al cetro de las inspiraciones, es un mito. O si funciona espiritualmente, lo hace a contrapelo de la gente. Tenemos cientos de ejemplos. Líderes de sectas barbudos, que se llevaban a su rebaño lo más lejos del mundanal ruido para que ninguna oveja tuviera la oportunidad de encontrarse con el mundo. Precisamente si estaban ahí era porque el mundo no les había funcionado como traje a la medida. Las ciudades están lejos de ser armónicas y quizás, por eso mismo, tienen un atractivo: se convive con la incertidumbre diariamente. Convengamos que estas cosas ya las había detectado Oscar Wilde. El Gigante Egoísta funciona aún como alegoría del encierro y el solipsismo.

La soledad y el retiro, según creo, provoca intolerancia a los demás, esa es mi tesis del día de hoy. Cualquier cosa que veamos que atente contra nuestro radar del ego, lo vemos como amenaza y ¡zas!. Nos lanzamos a volar, huimos como el mirlo de campo. No estamos acostumbrados a la cercanía con el otro. Dicen que la mejor terapia para el ego es ser padres. Todo lo que estimabas como  prioridad cambia del cielo a la tierra, y uno pasa a segundo plano, como debería ser, como al menos debería ser en algunos momentos. Una escena donde apenas se pueden distinguir nuestros movimientos porque el hijo(a) está al centro del lente.

Las ciudades tienen el encanto de la inesperada oportunidad del roce y el contagio. Una conversación, una mirada, cualquier cosa, nos alimenta y nos recuerda que no estamos solos en el mundo y que debemos convivir en sociedad. En cambio en el campo o en la playa (donde vivo) grandes espacios, accidentada geografía, quebradas y mar, nos alejan de la otra persona. La escasa geografía humana fortalece el monólogo y si ese monólogo tiene demasiadas erratas puede ser un gran dolor de cabeza. Aunque la soledad no es propiedad privada de los parajes y las zonas rurales; también existe en las ciudades.  Uno puede llegar a sentirse terriblemente solo en la ciudad. Uno puede llegar a ser la única luz encendida de un edificio cuando todos están durmiendo.

David Foster Wallace decía, tenemos una “falla de origen”, vivimos nuestra vida y no la de los demás y por eso estamos incapacitados para ponernos en el lugar del otro. Tenemos la falla de origen del individualismo, todo lo vemos desde la perspectiva nuestra, porque obviamente nosotros somos los que estamos viviendo nuestra vida. Pero eso nos trae muchos problemas al no hacer el ejercicio de ponerse en el lugar del otro, caemos en una trampa. Nos transformamos en egoístas profesionales. Pero nadie sabe que es una trampa, porque somos y vivimos nuestro monólogo. A la izquierda, a la derecha, arriba o abajo, siempre somos nosotros los que observamos y habitamos el mundo.

Chile es un buen ejemplo, es como el Mall de San Antonio, emplazados de espalda al mar. Construimos prosperidad borrando barrios, estaciones de trenes patrimoniales, áreas verdes. Somos depredadores. La economía está ligada a la usura y el emprendimiento. Un modo de vivir que  no está centrado en las personas ni en la solidaridad precisamente, sino en todo lo contrario. Exacerba la “falla de origen”, nos pone una y otra vez en el dilema de “yo o el otro”, nos sitúa en la pista de la competencia y el solipsismo. Todo un mercado para libros de autoayuda o técnicas de salud alternativas para superar el entuerto de la falla de origen, y la mala suerte de vivir en Chile, donde se profundiza el problema. Podríamos decir que si uno nace en Chile hoy tiene un problema, un gran problema.

A propósito de Bolsonaro en Brasil. ¿Tiene algo que ver la falla de origen en todo esto? El fascismo es en alguna medida pasar la aplanadora al otro, exacerba el desencuentro, atentando contra cualquier tipo de diversidad étnica, de género o de clase. La creencia que hay una sola idea y que las otras, que pueden circular incluso a contrapelo, deben ser eliminadas, desechadas y aplacadas. Un miedo a la diferencia recorre de nuevo el continente.

No es de extrañar que entremos al pantano del fétido fascismo, algunas sociedades tienen 50 o más años de horas de vuelo en un sistema económico en que prima el “sálvese quien pueda”. Generación tras generación, nos han educado, como diría el poeta Maqueira “de atrás para adelante”. Estamos diseñados para ser insensibles.

En el momento que escribo esto hay tanto silencio que escucho hasta los ruidos de mi estómago. Le doy vuelta a estas ideas para llevarme la contra, y porque entiendo que sea como sea, soy más un mirlo de campo que un mirlo de ciudad. Vivir alejado de las grandes ciudades, donde la naturaleza es la protagonista, donde las extensiones de las ideas se diluyen en el paisaje, no puede disponernos por encima de nadie. Ni viceversa, porque lo urbano tiene como definición darle la espalda a lo rural, dejándolo atrapado en sus supersticiones y folklore. Acorralando ese sistema de vida bajo la etiqueta de “vacaciones” o pasatiempos varios.

Me sucede que mientras más años vivo en el campo, más valoro la ciudad. Su valor de intercambio, su falta de ortografía en las relaciones humanas me despierta o dispone hacia la tolerancia. A pesar de este autoexilio sigo creyendo en las ciudades, en su paisaje geométricamente eficaz, y cada vez que puedo, afirmo, aunque sea en medio del silencio, lo que dijo alguna vez Rimbaud: yo soy el otro, yo soy el otro, repito. Lo contrario, sería “yo soy yo”, y me parece un disparate. Una ofensa a la inteligencia y a la vida. Quizás todo se trate al final de poder desactivar la camisa de fuerza del Yo. El yo sin el otro, el yo dormido en los laureles, la excesiva confianza en sí mismo. Denme un Yo lleno de preguntas, no para responderlas, sino para hacer más preguntas.

Detectar nuestra “falla de origen”, volver a leer de nuevo el mundo, hacer los vínculos y abordar las historias que se consumen en la hoguera del olvido. Ser un mirlo de campo o ciudad da lo mismo, ser un mirlo que inunda su vuelo desde la diferencia.

 

David Bustos