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El principio de integración social en el horizonte de las políticas educacionales

Publicado: 12.03.2019

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El 22 de enero de 2019, un grupo de diputados de centroizquierda y sectores independientes ingresó al Congreso un nuevo proyecto de Ley que pretende introducir la mixtura social al interior de las instituciones escolares particulares pagadas y, con ello, la integración social. Dicha iniciativa, denominada coloquialmente como Ley Machuca, propone introducir una cuota obligatoria de 30% de alumnos vulnerables en este tipo de establecimientos, los cuales, recordemos, cubren actualmente el 9% de la matrícula nacional.

El nombre del proyecto de Ley hace alusión a la película chilena “Machuca”, la cual retrata el experimento de integración social implementado en 1973 por una congregación católica en uno de los establecimientos privados más prestigiosos de Santiago. Luego del derrocamiento del gobierno de Salvador Allende tras el golpe militar de Augusto Pinochet, la institución escolar fue intervenida por militares, lo que significó el fin abrupto de esta emblemática experiencia.

Sin duda, el proyecto de Ley Machuca presentada por los parlamentarios en la actualidad es relevante en el contexto del debate educacional actual en múltiples sentidos. En efecto, de concretarse esta ley, se impulsaría una experiencia de mixtura social inédita dentro del escenario educacional nacional. Cabe notar que el experimento social efectuado en los años setenta en Chile no contaba con la evidencia científica que existe hoy sobre la mixtura social en el ámbito escolar. Si bien ésta es todavía insuficiente, constituye un conocimiento valioso para tener en cuenta antes de volver a implementar una idea de esta naturaleza, más aún si se piensa ahora a nivel nacional. Frente a una propuesta de este tipo, es necesario examinar —a la luz de la literatura especializada y de la nueva normativa educacional— cuáles podrían ser sus posibles alcances y limitaciones en la escuela chilena hoy, especialmente en lo que se refiere a sus implicancias sobre la integración de los individuos en la sociedad (integración grupal) y del cuerpo social en su conjunto (integración societal).

La iniciativa presentada por los parlamentarios en nuestros días se enmarca en un contexto político en donde el gobierno actual intenta poner en marcha un proceso de contrarreforma en materia de educación. En efecto, las iniciativas del oficialismo apuntan en la actualidad a revertir algunos de los cambios establecidos en los últimos cuatro años en la normativa educacional, entre ellos, la imposibilidad de que las escuelas tengan facultad de seleccionar a su alumnado o de cobrar a las familias un copago. Así, bajo la promesa de devolverle a las familias la posibilidad de que su esfuerzo y mérito sea valorado, reconocido y premiado por la sociedad, el gobierno intenta reestablecer mecanismos de admisión vinculados al rendimiento escolar en ciertos establecimientos públicos y subvencionados de excelencia académica. Complementariamente, la actual administración busca reinstalar el financiamiento compartido que había sido eliminado a través de la Ley de Inclusión, aunque ahora, mediante un sistema de aporte voluntario de los apoderados.

En términos más amplios, esta propuesta se inserta en un escenario nacional mayor determinado por un incremento del conflicto social y del cuestionamiento al sistema social y económico orientado hacia el mercado. Efectivamente, es posible observar en las últimas dos décadas la ocurrencia de múltiples movilizaciones ciudadanas que han demandado mayores derechos sociales fundamentales, entre ellos salud, protección social y educación. Dicho malestar social no es extraño si consideramos que Chile es un país que alcanza uno de los niveles de desigualdad más extremos del mundo, tal como lo refleja nuestra elevada disparidad de los ingresos[1], la extrema concentración de la riqueza por parte de 1% de la población (Atria et al. 2018), y la disminución de los niveles de movilidad social ascendente de las últimas tres décadas (OECD 2018). Este panorama ha obligado a retomar una discusión —ya presente en el debate político nacional a fines de la década de 1960 y comienzos de 1970— sobre la igualdad, la justicia y la integración social, así como sobre la forma en cómo la sociedad chilena se ha ido organizando a lo largo de su historia y las implicancias que ella tiene sobre la distribución de los bienes y recursos públicos.

Específicamente, en lo que refiere a la educación, el malestar se ha expresado, como sabemos, en los diferentes ciclos del movimiento estudiantil que se han sucedido con especial fuerza en el país en el transcurso de los últimos trece años. El cuestionamiento social en este ámbito ha apuntado, en gran parte, a la legitimidad de un sistema escolar que se asienta cada vez más en el distanciamiento simbólico y físico de los grupos que componen la sociedad. Así, el actual intento por introducir mayor mixtura social en establecimientos escolares tradicionalmente homogéneos responde a la presión generada por el movimiento social por incluir el problema de la segregación escolar en el debate público y científico nacional. En definitiva, el proyecto Machuca sería una de las formas en que la clase política de centroizquierda ha intentado dar solución, desde la institucionalidad, a este tipo de desigualdad social en Chile.

La justificación de la implementación de una política con las características ya expuestas se vincula, primordialmente, con una de las promesas mayores de la escuela contemporánea occidental: ella es la institución que, por excelencia, es capaz de promover el ascenso dentro de la estructura social. En ese sentido, la búsqueda de mixtura social de este proyecto se sustenta sobre los principios de igualdad de oportunidades y equidad, condiciones que se plantean como necesarias para la construcción de sociedades más justas. En consecuencia, en este proyecto de ley hay, fundamentalmente, una demanda de justicia. Podríamos ensayar un posible argumento que iría en esta dirección.

Un panorama hipotético de mixtura social como el que esta propuesta proyecta podría ser defendido como una experiencia con alcances sociológicos importantes para la sociedad chilena en términos de movilidad social. Ello en cuanto podría contribuir a ofrecer mayores oportunidades educacionales y laborales a los niños “integrados”, mediante —por ejemplo—la extensión de sus redes sociales y la ampliación de sus expectativas hacia el futuro.

Efectivamente, la evidencia científica internacional disponible sobre los efectos de la mixtura socioeconómica en el desempeño escolar indica que las aspiraciones educacionales de los alumnos más pobres son influidas positivamente en ambientes de aprendizaje mixtos. A pesar de que la incorporación de una porción de la población más desfavorecida en espacios hasta ahora ocupados por los sectores privilegiados sea propuesta únicamente desde la esfera escolar, podría igualmente ser defendida en tanto en Chile —tal como los estudios sobre las elites lo han notado— existe una estrecha relación entre el hecho de haber sido educado en instituciones escolares prestigiosas y las posibilidades de pertenecer a las cúpulas económicas o políticas del país (Zimmerman 2019; Madrid 2016). En consecuencia, en una sociedad que exhibe un alto grado de persistencia intergeneracional de los ingresos (Núñez y Miranda 2010; OECD 2018), parecería lógico pensar que esta medida contribuiría a ampliar las posibilidades de ascenso social otorgadas desde el sistema escolar.

Sin embargo, más allá de los eventuales beneficios que una medida de esta naturaleza podría traer aparejada en el plano de la movilidad social ascendente, sus alcances en la promoción de mayor integración de los individuos al cuerpo social y de la sociedad en su conjunto parecen inciertos.

Por un lado, respecto del primer nivel de la integración social, cabe observar que esta propuesta no viene acompañada de una transformación en los proyectos educacionales de los establecimientos concernidos que apunte a facilitar la incorporación de los alumnos pobres en el seno de un escenario nuevo para ellos ni un trabajo con las comunidades escolares. Si bien los cambios legislativos introducidos en la última década, entre ellas la Ley de Inclusión Escolar y otras que buscan favorecer la buena convivencia y la prevención de la violencia escolar hacen suponer que algunos de los problemas que podría provocar el encuentro de grupos que se consideran diferentes podrían ser controlados o, al menos, atenuados, las condiciones de acogida en estos establecimientos no parecen ser suficientes para evitar las tensiones o el incremento del conflicto.

Al respecto, como lo ha señalado la sociología urbana, la proximidad de categorías sociales diversas en un espacio determinado no puede ser interpretada de manera automática como un indicador de integración de los individuos al grupo social. Asimismo, la evidencia empírica más actual sobre el contacto intergrupal advierte que para que se reduzca el prejuicio y las actitudes hostiles entre los grupos diferentes es necesario que existan factores facilitadores para la interacción, entre los que se cuenta la existencia de igualdad de estatus entre los individuos, objetivos comunes, ausencia de competencia intergrupal y apoyo de las autoridades para enmarcar la relación entre los grupos.

Como vemos, todos estos elementos no son posibles sin una transformación en el nivel de los proyectos institucionales de los establecimientos concernidos ni en ausencia de un trabajo profundo con las familias y comunidades implicadas. En otras palabras, aunque el cuerpo legal actual del país ha avanzado hacia la ampliación de las medidas de protección de la infancia y que el sistema escolar nacional está hoy más capacitado que ayer para brindarle apoyo y seguridad a los niños y jóvenes, sin estos elementos la medida parece insuficiente para generar en los alumnos “integrados” el sentimiento de pertenencia a la nueva comunidad. Igualmente, parece ser insuficiente para que el alumnado “integrado” y el “antiguo” (y los demás agentes que participan de la institución) incorporen la conciencia de que los miembros de uno y otro grupo tienen idénticos derechos y responsabilidades en este nuevo espacio escolar. Por ello, esta política no presenta las condiciones para propiciar la integración de los individuos en el seno de los establecimientos afectados.

Por otro lado, en relación con la integración social a nivel societal, una defensa de esta medida podría argumentar que la recomposición social de los espacios que hasta ahora han sido exclusivos de las elites nacionales transformaría el modo en que estos grupos se vinculan con el resto del entramado social en el ámbito escolar, especialmente con los grupos más pobres. Adicionalmente, se podría señalar que la recomposición de las categorías más privilegiadas afectaría su extremo aislamiento o clausura respecto de los otros grupos de diferente condición social (fenómeno que se constata a través de los estudios que muestran los niveles de híper segregación escolar de los establecimientos particulares pagados (Valenzuela, Bellei, y De Los Ríos 2008; Valenzuela, Bellei, y Ríos 2014)). Sin embargo, pensamos, esta iniciativa tendría un impacto menor sobre la desegregación del sistema escolar en su conjunto y, por tanto, sobre la integración societal.

Sobre este punto, cabe recordar que en las instituciones educacionales a las que asisten los sectores más desfavorecidos de la sociedad, el aislamiento social también alcanza niveles extremos y que, además, reúnen a la mayor parte de la población escolar.

Teniendo presente lo anterior, la medida sólo sería capaz de impulsar algunas mejoras en las experiencias (educacionales y sociales) de un porcentaje muy reducido de la población escolar, mientras que la mayor parte de ella continuaría sin experimentar una diversificación en su composición social. En ese sentido, es plausible pensar que una tal recomposición de la población que asiste a instituciones escolares particulares pagadas significaría, en realidad, sumar a un número marginal de alumnos pobres a un circuito que seguiría siendo limitado en cuanto al tipo de interacciones sociales que facilita y a la diversidad en términos socioeconómicos que permite. Igualmente, es posible pensar que esta ley representaría más un duro golpe a las elites en cuanto transgrede en cierto grado la mantención de sus privilegios (dentro de los que se cuenta el hecho de mantenerse separados de los otros grupos de la población) que una política que apunte efectivamente a propiciar la integración de todo el cuerpo social.

En otra línea, una política de esta naturaleza podría contribuir a incrementar aún más el interés social por lo privado (ya suficientemente extendido) y la consecuente intensificación de la fuga de alumnos que las instituciones escolares públicas vivencian desde hace casi cuatro décadas. Por cierto, un tal escenario podría degradar aún más la crítica realidad que hoy vive la educación pública en Chile, a pesar de los esfuerzos recientes por revitalizarla. De esta forma, de manera involuntaria, esta política podría finalmente tener un impacto menor en la disminución de las desigualdades vinculadas al origen socioeconómico de los individuos, tal como se propone lograr, y mayor en el debilitamiento del nuevo sistema público.

Por último, cabe señalar que entre los factores que también inciden en la movilidad social en Chile, además del establecimiento escolar al cual se asistió, se encuentra la renta, la ocupación y el nivel educacional de los padres, así como el origen residencial de los individuos, por lo que una política educacional que se proponga generar cambios en ese nivel requerirá, ciertamente, contemplar un escenario más amplio y complejo que el pensado desde esta iniciativa. Por cierto, las posibilidades de movilidad social ascendente de los individuos exceden, en nuestra sociedad, los límites simbólicos, temporales y espaciales de la escuela, por lo que los esfuerzos de la política educacional deberán ser articulados con otros, impulsados desde distintos ámbitos de lo social.

En conclusión, si bien esta medida podría ayudar a desegregar los establecimientos particulares pagados e incrementar las oportunidades educacionales y laborales que recibiesen los niños y jóvenes “integrados”, esta política también podría aumentar la degradación de la educación pública y debilitar la idea de que ella es capaz de constituirse en el escenario más propicio para que se produzca el encuentro democrático entre los diferentes individuos y grupos que conforman la sociedad chilena.

A la luz de lo anteriormente expuesto, parece ser más pertinente concentrar el esfuerzo del Estado en la recuperación de un sistema público de enseñanza en riesgo de llegar a su mínima expresión y, a partir de él, promover la mixtura y la integración social en sus dos dimensiones, que continuar insistiendo en la preeminencia y expansión de la institucionalidad escolar privada. Por su naturaleza, una política de este tipo es coherente con el mandato irrenunciable de la educación pública: la búsqueda de objetivos sociales. Por su mayor alcance, una política de desegregación social implementada desde el sistema público podría, incluso, tener implicancias en la estructura de la estratificación de la sociedad chilena, al alterar —a partir del sistema escolar— la configuración y la naturaleza endogámica de todos los grupos que la componen.

De acuerdo con las constataciones obtenidas a partir de la investigación sobre mixtura social, si se consideran los factores facilitadores del contacto intergrupal y —agregamos nosotros— un trabajo al interior y entre las comunidades escolares, una política desde la escuela pública podría impulsar actitudes prosociales, la disposición hacia la diversidad, mayores niveles de confianza, menores actitudes discriminatorias y el interconocimiento entre los miembros de todo el sistema escolar.

Al respecto, cabe recordar que el Nuevo Sistema de Educación Pública está mandatado a favorecer de manera permanente los vínculos de colaboración con el resto de los agentes e instituciones presentes en la estructura institucional educacional. En efecto, la introducción del principio complementario de “Colaboración y trabajo en red” apunta justamente a impulsar (insistamos, desde el sistema escolar público) el reconocimiento mutuo entre, por ejemplo, los diferentes establecimientos y comunidades educacionales. Por esa vía, el sistema se propone reducir la condición de aislamiento en la que funcionaban los diferentes establecimientos educacionales, indicador de la débil capacidad que tenía el sistema de generar vínculos sociales hacia el exterior, es decir, entre una comunidad y otra.

Considerando lo anterior, es plausible afirmar que, en el horizonte de la educación chilena, la escuela pública se podría constituir en el escenario preferente para el logro de propósitos colectivos, tales como la integración social. En contraste, la escuela privada, incluso si fuera capaz de llevar a cabo experiencias exitosas de integración al interior de sus muros, no sería capaz de impulsar ese proceso a nivel societal: ella está llamada (por naturaleza) a cumplir con los intereses particulares de quienes las mantienen, por lo que cualquier fin común solo será contemplado si no perjudica ese propósito.

Para terminar, el contacto social entre diferentes en la escuela debe ser considerado como un eslabón imprescindible pero no el último en el esfuerzo por alcanzar sociedades más integradas. En consecuencia, lo que emerge como verdaderamente relevante para propiciar la integración a partir de la institución escolar es la construcción del vínculo social entre los integrantes de las comunidades educacionales particulares y, más ampliamente, en el seno de todo el sistema escolar. Es la construcción de lazos duraderos y fuertes, fundados en experiencias de protección y el reconocimiento (Paugam 2008), la condición necesaria para que la escuela cumpla con el objetivo social al cual nos referimos y, por esa vía, favorecer la convivencia democrática de todo el cuerpo social. Es esto lo que lograría derribar las fronteras espaciales y simbólicas que hasta ahora han permanecido rígidas a lo largo de la historia del sistema escolar chileno.

[1] Según cifras oficiales, el coeficiente de Gini de Chile al año 2015 es de 0,47. Dato extraído del World Bank Group https://data.worldbank.org/indicator/SI.POV.GINI?locations=CL).

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