Avisos Legales
Opinión

Identidades en guerra

Por: Alessia Injoque | Publicado: 28.05.2019
Identidades en guerra arte |
Viví 35 años como un hombre hétero antes de transitar. Pasar de una identidad “normal” a una que desafía convenciones permite observar las cosas que para otros pasan desapercibidas. Mientras me presenté como hombre nadie trató de cuestionar que fuera cisgénero (no trans) o hétero, que jugara fútbol o la idoneidad de mi carrera, pero desde que transité con frecuencia aparecen quienes quieren opinar sobre la autenticidad, naturalidad o racionalidad de mi identidad y todas las personas trans hemos enfrentado preguntas sobre nuestras vidas de quienes, cual detectives, quieren llegar al momento donde algo salió mal.

¿Quién soy?

Esta pregunta a muchos les resulta etérea y rememora una clase de filosofía, sin embargo, para las personas trans es una interrogante y búsqueda que nos acompaña desde la primera infancia, desde aquel momento en que alguien nos dice que una parte de nuestra identidad debe ser suprimida. Todos tratamos de encontrar quienes somos, pero la búsqueda por nuestra identidad es un proceso más consciente para aquellos que no cabemos en los parámetros de “lo normal”.

Viví 35 años como un hombre hétero antes de transitar. Pasar de una identidad “normal” a una que desafía convenciones permite observar las cosas que para otros pasan desapercibidas. Mientras me presenté como hombre nadie trató de cuestionar que fuera cisgénero (no trans) o hétero, que jugara fútbol o la idoneidad de mi carrera, pero desde que transité con frecuencia aparecen quienes quieren opinar sobre la autenticidad, naturalidad o racionalidad de mi identidad y todas las personas trans hemos enfrentado preguntas sobre nuestras vidas de quienes, cual detectives, quieren llegar al momento donde algo salió mal.

Siempre es así. Es más frecuente como sociedad que asumamos al creyente sin cuestionarnos, pero busquemos racionales para entender a un ateo ¿algún evento doloroso lo alejó de Dios?; necesitamos explicar por qué alguna mujer decidió no ser madre sin preguntarnos por aquella que decidió serlo. En nuestras excusas siempre es la carrera exitosa la que compensa la falta de maternidad y no lo contrario.

Evaluamos el mundo desde un contraste entre las identidades contra un estereotipo y por la forma en que la cultura nos moldea lo aceptamos sin reflexionar; así, muchos asumen el estado de las cosas como natural y quienes lo desafiamos nos volvemos el foco de las discusiones sobre identidad. Pero es un error, todos tenemos identidades y a la hora de abordar las discusiones políticas e ideas debemos considerar la forma en que las estructuramos.

Eso lo fui aprendiendo en las discusiones con mi madre creacionista (niega la evolución por selección natural). Durante años traté de que cambiara de opinión mostrándole evidencia científica, explicándole que una gran cantidad de cristianos reconocen la evolución y no la consideran un espacio de conflicto con su fe religiosa. Pero después de largas discusiones en que no logré que se moviera un milímetro desde su posición inicial, decidimos no tocar más el tema ni ninguno en el que se vieran involucradas sus creencias religiosas.

Pero el cese al fuego duró poco, a pesar de las pocas ganas que tenía de volver a esa discusión estéril, la batalla resultó ineludible: el 2017 ya le estaba contando al mundo que soy trans y tenía que contárselo también a ella.

Abordándola exclusivamente desde las ideas, esta discusión sobre diversidad sexual e identidad de género estaba destinada al fracaso. De hecho, mi madre era opositora militante al matrimonio igualitario y consideraba cualquier diferencia respecto al comportamiento heterosexual una enfermedad que se debía curar con terapias de reconversión. Pero en esta discusión había una importante diferencia que no descubriría hasta más adelante.

Jacques Lacan decía que, incluso si lo que un esposo celoso dice sobre su pareja –que lo engaña con otros hombres– es verdadero, sus celos siguen siendo patológicos. La verdadera pregunta no es si sus celos están bien fundados, sino por qué los necesita para mantener su identidad.

En la misma línea, para mi madre la discusión sobre evolución nunca fue sobre la ciencia que la explica, sino sobre la necesidad de negarla para reforzar su identidad como mujer de fe. A la luz de sus valores rechazar mis argumentos la volvía virtuosa. En la discusión sobre diversidad ocurrió algo parecido y choqué contra una pared de dogmas, pero con el tiempo esa barrera fue cediendo. No porque mi argumentación fuera más letal ni mis párrafos más poéticos, esta vez mis argumentos quedaron al margen, la batalla fue entre sus identidades de cristiana y madre. No fue entendiéndome sino sintiéndome que logró cambiar e incorporarme a su identidad religiosa como un mensaje de Dios contra la discriminación.

Todos y todas tenemos un poco de mi madre, sostenemos nuestros argumentos desde nuestra identidad y muchas veces es desde esta que argumentamos y no desde la lógica o la razón.

Así por ejemplo lo “políticamente incorrecto” no es un argumento y su contenido suele ser vacío, esa posición se sostiene en crear una épica en quien dice lo que nadie se atreve a decir, pero la forma en que lo incorporan a su identidad los lleva a sostenerla buscando afirmaciones “políticamente correctas” en todas partes con las que construyen un enemigo imaginario y dejan en segundo plano u olvidan completamente los argumentos de fondo.

Las feministas tratamos de ser la voz de los oprimidos en una lucha por igualdad contra quienes ostentan el poder y abusan desde este, pero hay veces en que esa identidad sostenida desde la lucha trata de reafirmarse buscando discursos opresivos donde solo hay opiniones diferentes, sesgos sin mala intención o incluso en frases torpes bien intencionadas.

La derecha busca en el capitalismo la épica de quien llega a la cima con mérito medido imparcialmente por el mercado, pero demasiadas veces funciona al revés y el mérito es solo una justificación póstuma de la identidad de quien se siente “ganador” por estar en la cima, omitiendo que nació solo a unos metros  y que sus padres le compraron el mejor equipo para escalar.

Por otro lado, muchos en la izquierda vemos a través de la excusa del mérito y rechazamos que se use como excusa para justificar privilegios, pero construir una identidad desde la igualdad puede llevar a ver privilegios donde sí hay mérito, opresión en el orden y jerarquías en las diferencias.

Y los liberales no somos ajenos a eso, al construir nuestra identidad como pluralistas y demócratas con importante foco en las formas y la convivencia civilizada, muchas veces nos lleva a reafirmar nuestra identidad proponiendo más democracia y más pluralismo como respuesta al conflicto, algunas veces perdiendo de vista que esa regla solo se cumple a cabalidad cuando todos los participantes del proceso comparten los mismos valores, otras enfocándonos excesivamente en la ética de las formas, dejando en segundo lugar la discusión de fondo.

Por mi parte he vivido identidades que suelen requerir dos vidas para vivirse, fui ultraderecha fujimorista y ahora adhiero al liberalismo igualitario; pasé del machismo “políticamente incorrecto” al feminismo; fui creyente católica y ahora soy atea-agnóstica, también pasé del antiteísmo a una posición más dialogante con las religiones; cambié de hétero a lesbiana, cisgénero a trans y de hombre a mujer; y algo que aprendí en ese camino es que desde cada una de esas identidades el mundo se veía muy diferente y en todas daba la impresión de tener una visión completa, la razón y se percibía una división instintiva del mundo entre quienes están en lo correcto y los equivocados, o incluso entre buenos y malos. Pero la realidad es más compleja que eso.

Estos últimos años las predicciones de los filósofos posmodernos se han ido cumpliendo: de la mano de las redes sociales los grandes relatos y grandes grupos han ido quebrándose, en su reemplazo se están generando relatos más segmentados, muy segregados, que responden más a identidades que a épicas comunes, y necesitamos que esas identidades conversen.

Mientras esta coyuntura nos atomiza y nos hace más distantes, tenemos que hacer un esfuerzo por salir de nuestras identidades y ver el mundo desde la identidad de nuestra contraparte, es la única forma de tener una discusión productiva y evitar caer en polarización de trinchera. Tenemos que abandonar la obsesión por “destruir” a nuestro contrincante en las discusiones de ideas y resistir a la tentación de ridiculizar, por descabellado que nos parezca lo que nos están diciendo.

No se puede construir sin diálogo.

Alessia Injoque