Publicidad

La Cuestión Musulmana

Publicado: 03.06.2019

Publicidad

El islam es el inconsciente de lo que, con aires de superioridad, frecuentemente se llama “occidente”. Una religión o una cultura, de costumbres extrañas, sino “atrasadas”, colman el imaginario orientalista. El orientalismo –viejo término al que Edward Said ofreció nueva consistencia- es un discurso que no sólo produce representaciones del otro, sino que, en su intrincado juego de poder, el otro es reducido a representación.

El orientalismo es la producción de una cartografía que determina espacios y tiempos, condicionando cálculos precisos capaces de administrar al otro que se le representa. El discurso orientalista no tiene un discurso fijo. Cambia en función de las transformaciones históricas. Si, en virtud del auge del nacionalismo árabe en los años 60, el centro de la producción orientalista se anudaba en la figura del árabe, en la actualidad se revitaliza en la figura del musulmán, dado que, desde la Revolución Iraní de 1979 ha, sido el islam una de las fuerzas políticas que ha reemplazado al viejo nacionalismo.

Del árabe al musulmán, de un orientalismo laico a uno de tipo religioso, hoy día el orientalismo no es más que islamofobia, en la que el islam se representa moralmente entre un “mal” islam de tipo “radical” o “fundamentalista” que, cual “bárbaro”, se obstina a las promesas de la democracia volviéndose refractario a los ideales de la civilización; y otro, un islam “bueno” que, como un buen salvaje, aparece abrazando los ideales que los “malos” rechazan. La dualidad entre el “bárbaro” y el “salvaje”, entre aquél que se obstina y rechaza las costumbres del colono (bárbaro) y aquél que las acepta de buen grado (salvaje) se expresa en la producción de la figura del musulmán que aparece, a la vez, como fuente de hospitalidad y de hostilidad, como amigo y enemigo a la vez. La producción orientalista, por cierto, no es reciente: atraviesa siglos desde que Yuhanna al Dimasqi, conocido en el mundo latino como Juan Damasceno (675-749), caracterizara al islam como una nueva religión y no simplemente como una herejía cristiana. Desde Damasceno, el islam fue visto como la antípoda de las bondades asociadas al cristianismo.

Pero fue en el siglo XV, con la conquista de la península ibérica y la puesta en forma de lo que Dussel caracteriza como la “primera modernidad”, cuando una nueva articulación orientalista tuvo lugar: a diferencia del judío, quien se asimila en la figura del marrano, el musulmán se presenta como enemigo absoluto de los Reyes Católicos y se expulsa a su último bastión político, el reino de Granada. Pero el fin del último bastión de Granada no terminó con el “problema musulmán”, sino mas bien, lo recondujo a una escena colonial en la que las tropas hispánicas conquistaron paso a paso a las comunidades musulmanas que quedaban para someterlas al mando católico. Comunidades llamadas “moriscas”, donde  dicho término, originalmente concebido de naturaleza jurídica que designaba a las comunidades musulmanas que vivían bajo jerarquía católica, constituye el primer dicho racista proyectado en la modernidad.

Sin embargo, la conquista de la península ibérica por parte de las tropas hispánicas muestra un asunto crucial: que la cuestión musulmana no es algo reciente, sino un espectro desde el cual se funda históricamente el imaginario euro-atlántico, desde la inscripción hispano-portuguesa del siglo XV. En otros términos, el islam está lejos de ser un asunto que convoque a un exterior, sino que pulsa desde el propio interior constituyendo aquella parte con la que el imaginario euro-atlántico no ha querido jamás reconocer: ¿qué pasaría si dijéramos que la presencia durante 800 años de califatos en la península ibérica muestra que el islam es también parte constitutiva de Europa? Quizás, del islam en el proyecto euro-atlántico, podríamos decir lo que Freud dijo acerca del instante en que, por efecto de la represión, algo familiar se volvía infamiliar: el islam es lo ominoso (unheimliche).

El imaginario euro-atlántico es un ensamble constituido por dos racionalidades muy precisas del poder. Por un lado, un poder gubernamental que obedece genealógicamente al paradigma pastoral y, por otro, un poder soberano que será introyectado por el primero y que llevará la signatura del paradigma territorial. Gestión y conquista, administración y apropiación se combinan como dos racionalidades que, en su articulación, ejercen el impulso universalista que da lugar a su égida imperial.

No se trata sólo de la “ultraderecha”, sino de un imaginario euro-atlántico general en el que las ultraderechas, los proyectos liberales y los republicanos de matriz kantiana, convergen en una sola consideración: el rechazo al islam. Como un inconsciente que pulsa ominoso en los bordes del imaginario euro-atlántico, el islam siempre ha sido visto como un resto de “incivilización” que, por serlo, no podría ser incorporado al interior de dicho imaginario. Y, entonces, siendo un conocido extraño, el islam tiene lugar como Ello en la configuración del aparato psíquico descrito por Freud.

¿Qué es lo que el islam tensiona del ensamble euro-atlántico? Su insistencia en la unicidad de lo divino, que imposibilita concebir una encarnación y, por tanto, impide sacralizar al hombre en base al paradigma de la propiedad privada (el Hijo), proponiendo otra economía ( es decir, otra forma de ir más allá del pacto de sangre inmanente a la soberanía) en la que el hombre aparece como gestor, pero sólo de un universo del que jamás podrá ser él mismo propietario pues se debe en todo a la unicidad del Creador.

La racionalidad cristiana introduce una forma de economía que difiere con la del islam. A esta luz, el islam intenta fundar una economía sin soberanía, una gestión radical en el que nos pertenecemos a la vida, sin necesariamente ser dueños de ella. Este es el lugar en el que el islam tensiona al imaginario euro-atlántico: le expone que es posible una economía sin poder, una gestión sin soberanía propiamente humana. Sin duda los proyectos liberales intentarán realizar ese ideal. Pero en la medida que mantienen su vocación imperial, no logran desprenderse del último reducto de soberanía que todo liberal defiende: la propiedad privada (¿qué es la propiedad privada sino una soberanía no estatal-nacional, pero soberanía al final?). ¿Deberíamos entender al islam como un liberalismo radical? Puede ser, pero lo cierto es que sigue declarándose interdicto por un imaginario euro-atlántico incapaz de recostarse en el sangriento diván de la historia y admitir a ese “otro” que, sin embargo, le constituye internamente.

No se trata de simple “ignorancia”. Al contrario, tal como el orientalismo denunciado por Said lo atestigua, la producción intelectual europea ha tenido una obsesión permanente por conocer al islam. Pero, paradójicamente, lo desconoce porque lo conoce demasiado. Aferrada a ciertos clichés sobre el islam, la producción intelectual europea -y sus múltiples representaciones literarias, filmográficas y mediáticas- no ha podido tramitar la violencia inmanente a su constitución: el orientalismo le ha permitido mantener su vocación imperial antes que desactivarla.

El desconocimiento europeo sobre el islam no es, por ende, un asunto de simple “ignorancia”. Mas bien, se trata de un (des) conocimiento en el sentido mas radical: la “ignorancia” es efecto de la violencia histórica. Que el islam podía tensionar la matriz que articula la doble racionalidad del poder característica del proyecto euro-atlántico fue el espectro que aceitó su peligro y que inmunizó a la producción del conocimiento en la forma del orientalismo. Una apuesta crítica tendría que admitir que la “cuestión musulmana” –de la misma forma que aún no se ha resuelto la “cuestión judía”- no ha sido más que la pregunta por una Europa cuya forma imperial, por la que cartografió al mundo, implosionó sin retorno.

Sin embargo, el orientalismo no fue mas que el discurso articulado por las llamadas “humanidades” y desarrolladas desde el eje universitario como su dispositivo más decisivo. Fueron las “humanidades” las que llevaron consigo el orientalismo en su propio seno. Por eso, despojar a las humanidades de cualquier forma de orientalismo ha de ser la única tarea crítica a la que estamos convocados. En este sentido, traer a la luz la “cuestión de las humanidades” no significa “recuperarlas” como si fueran un pasado mítico al que habría que volver, sino restituir su potencia crítica en la que han de ser inventadas para medirse con el presente.

Publicidad
Contenido relacionado

Que los movimientos sociales asuman la conducción de los cambios

El narcisismo de la época y un debate necesario

Publicidad