El miedo siempre fue cosa seria. Lo fue al robarse un mimeógrafo para convertirlo en “imprenta clandestina”. Lo fue también al trasladar el bendito mimeógrafo de lugar. A una casa, a una parroquia, a un sindicato. Para comprar esténciles o papel roneo se aclaraba la voz y se disimulaba esa misma cara de culpa que se pone para comprar condones. Eran otros tiempos.
Sin correos electrónicos ni Twitter ni Facebook, menos Instagram; sin impresoras de uso doméstico ni scanner para reproducir fotografías, dibujos… lo que quieras. (Ni fotocopias. ¿Quién se atrevía a sacar fotocopias de un panfleto en el comercio? Mi hermano Oscar fue secuestrado por fotocopiar un artículo de la revista Análisis en el ministerio donde trabajaba. Se hacía, pero a escondidas).
En cambio, era relativamente fácil tener acceso a una máquina de escribir para “picar” el esténcil; es decir, escribir en una matriz de papel, perforando la hoja con los tipos de cada letra para que luego –puestas en un mimeógrafo eléctrico o casero (un pequeño bastidor de serigrafía)– se impregnaran con tinta pasándole un rodillo para que por esos agujeritos letrados pasara la tinta e imprimiera el texto. Las letras grandes eran dibujadas junto a las ilustraciones con la punta de un lápiz Bic u otra herramienta. Entonces, si el dibujante tenía un estilo conocido lo disimulaba para no ser pillado. Por mi parte, recuerdo –confieso– haber calcado viñetas de Condorito y cambiar el texto para convertirlos en chistes políticos publicables en una hoja clandestina. Así comencé a hacer guiones de humor gráfico. Cada uno empieza como puede. Así nacieron los fanzines.
Recuerdo también a los y las poetas del Colectivo de Escritores Jóvenes de los años 80 que repartieron, lanzaron o dejaron por ahí, panfletos cuyas consignas en realidad eran versos; poemas arrojados en tiempos de censura, acciones de arte –artivismo– en las ferias libres, sencillas, sin grandilocuencia ni esnobismo. Poemas panfletarios literalmente. Anónimos o de escritores consagrados que estaban prácticamente fuera de peligro. Los volantes dan cuenta de la existencia de partidos políticos, organizaciones sindicales, feministas, estudiantiles, colectivos de arte; ahí están los llamados a paros nacionales, las exigencias de libertad para presos políticos, el retorno de exiliados. Cada reivindicación tuvo su panfleto. En ellos está, con mucho sarcasmo, el desprecio por la dictadura y sus cómplices.
Todo lo anterior hoy día se ve como algo primitivo y hasta risible; pero era así. Y el miedo era cosa seria cuando había que deshacerse de los papeles entintados que en los ensayos y pruebas de impresión no llegaron siquiera a ser panfletos. ¿Dónde ir a botar esa basura? Luego había que distribuir los panfletos recién impresos, entregarlos en paquetitos a diferentes personas –muchas veces desconocidas– que a su vez se los pasarían a otras que los lanzarían –quizás– en un “mitin relámpago”; o convertirían en cenizas o quedarían escondidos en algún lugar elegido por el miedo.
No faltaron, afortunadamente, quienes recogieron los volantes, los guardaron y conservaron, intuyendo el valor que tendrían a la hora de recordar, registrar y testimoniar. Para saber y contar. Pienso que los cambios y desarrollo de las tecnologías de información y las comunicaciones hacen de estos testimonios una curiosidad, algo increíble o inimaginable, para las generaciones del siglo XXI. A la vista tengo dos libros que en buena hora han rescatado la producción de panfletos bajo dictadura: Tinta, papel, ingenio. Panfletos políticos en Chile 1973-1990, de Francisca Valdebenito (Ocho Libros, 2010); Y lo hicimos caer! Historias de agitación política y panfletos de lucha contra la dictadura, de Myriam Pinto (Ediciones Radio Universidad de Chile, 2019). En ambos hay un rescate patrimonial de estos artefactos culturales (aparentemente desechables, de existencia efímera y conservación riesgosa) que, reunidos, adquieren un prestigio y un valor que había sido inadvertido, connotando un ánimo de resistencia y participación en la precariedad que, además del discurso explícito de las consignas o la imagen, son un discurso en sí mismos, tanto por su origen y producción como por su forma de distribución callejera. En ambos libros hay un énfasis comprensible en los volantes hechos en torno al plebiscito de 1988, donde el Sí y el No se disputaron también en las veredas con volantes gobiernistas y el panfleteo muchas veces espontáneo de quienes se expresaron para terminar con la dictadura.