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Opinión

Un pueblo y su rey, la revuelta que nos habla

Por: Rodolfo Fortunatti | Publicado: 05.01.2020
Un pueblo y su rey, la revuelta que nos habla |
No existe un cine de género histórico libre de críticas a su fidelidad histórica. El cine es una toma de posición frente a los hechos, del mismo modo que las audiencias son una toma de posición ante los hechos que nos muestra el cine, especialmente cuando acontecimientos universales como la Revolución Francesa constituyen su argumento.

Sucedió con Un pueblo y su rey (Un peuple et son roi), una película escrita y dirigida por Pierre Schoeller. En cuanto se presentó en la 75ª Mostra di Venezia de agosto de 2018 y, se estrenó en abril de 2019, se hizo blanco de críticas. Las más cáusticas le imputaron presentar las cosas en blanco y negro, con personajes sacados de su contexto histórico. Nobles atrapados en su burbuja, desconectados de la realidad y sin saber cómo enfrentar la crisis abierta, versus sectores populares claros y conscientes de sus intereses generales y sectoriales. Todo ello en un relato donde brilla la retórica lúcida y elocuente de los convencionales de la Asamblea Nacional, que hablan a las futuras generaciones; a nosotros. En suma, figuras que bien podrían representar a los actores ilustrados e informados de la contemporánea protesta social, pero jamás a la realeza y al campesinado francés del siglo diecinueve.

Revuelta y revolución

El talón de Aquiles de la crítica, su debilidad intrínseca, está sin embargo en sí misma. Porque la recreación de Un pueblo y su rey es precisamente una reconstitución del pasado hecha desde el presente por el presente y para las multitudes del presente. «Lo importante es filmar cosas vivas y no cosas muertas», ha dicho Schoeller.

El también realizador de El ejercicio del poder (2011) está hablando a la ciudadanía de hoy, a las generaciones globales que viven a distancia los hechos que tienen lugar en espacios universales comunes e interconectados. Schoeller habla, y busca interpretar con un lenguaje escénico pulcro, a los chalecos amarillos de la revuelta francesa, lo mismo que a quienes en Chile desafían en las calles la militarización del orden público. No escribe sobre una hoja en blanco, sino que lo hace a renglón seguido de un texto escrito y conocido más allá de las fronteras de Francia, pues todas las personas educadas tienen una idea acerca de la Revolución Francesa. La tienen los niños que, desde pequeños, la estudian en los colegios, lo que habrá de sorprender a David Perkins, académico de la Escuela de Educación de Harvard, hasta que comprende que en Chile se viene enseñando para explicar las luchas revolucionarias y la geopolítica mundial.

Un pueblo y su rey es un relato sobre la calle, lugar político de la democracia, de ciudadanos y ciudadanas omitidos, relegados y reprimidos. Es reverberación de la política institucionalizada y anquilosada de los salones, y de su evidente contraste, las manifestaciones populares de protesta, la revuelta social que salta a los curules de la asamblea deliberante, las barricadas, las represiones, los enfrentamientos y, por cierto, las víctimas.

La secuencia cubre un intenso período de tres años y medio, desde la Toma de la Bastilla, el martes 14 de julio de 1789, hasta la muerte del rey Luis XVI, el lunes 21 de enero de 1793 a las 10.20 de la mañana. No aborda el origen de la Revolución, el Juramento del Juego de Pelota, por el cual los representantes políticos se erigieron en Asamblea Constituyente y se comprometieron a instituir una Constitución respetuosa de los derechos humanos. Y también deja fuera los años del terror jacobino y la consiguiente reacción termidoriana que le sobrevino.

Exhibe a un rey distante de las necesidades del pueblo. Paris tiene hambre, es la sencilla consigna de la calle, pero, en el fondo, esta voz es un destello de una conciencia social más amplia, aquella donde el presente se deja asaltar por la parte inédita del pasado que pugna por hacer valer sus derechos. Luis XVI no lo percibe. Incapaz de entender el juicio final de la historia, en poco tiempo verá esfumarse la autoridad, el poder y el ascendiente que habían acompañado su investidura. Había dejado de gobernar a tal extremo de la negligencia que convirtió su muerte en la garantía de no retorno al antiguo régimen. «Personalmente aborrezco la pena de muerte prevista por las Leyes —afirma Robespierre—, no tengo por Luis ni amor ni odio… Pero pronuncio esta sentencia fatal: Luis debe morir porque es necesario que la Patria viva…»

La masacre del Campo de Marte será el arquetipo de todos los excesos en el uso de la fuerza practicados por agentes del Estado. Fue una brutal represión contra manifestantes ordenada por Lafayette, comandante en jefe de la Guardia Nacional, no obstante haber sido aprobada por la Convención Constituyente y firmada por el rey la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que, en su artículo 12, consagraba explícitamente: «siendo necesaria una fuerza pública para garantizar los derechos del hombre y del ciudadano, se constituirá esta fuerza en beneficio de la comunidad, y no para el provecho particular de las personas a las que ha sido confiada».

Pero en el asalto al palacio de las Tullerías revive también la expresión radical, autonomista y por cuenta propia de los «sans-culottes», «le capuche», «la première ligne» de la protesta pública, que desborda y eclipsa la conducción política de jacobinos y cordeleros, tomándose y saqueando el castillo.

230 años después

2019 será recordado como un momento de quiebre, una coyuntura crítica, aquella que marcó un antes y un después en la evolución social y cultural de Chile. La intensidad del cambio que engendre dependerá de cuán prolongado sea su desenvolvimiento.

Y cuando esta experiencia colectiva se convierta en memoria significativa, en producto común del lenguaje, en acto colectivo que la nombre, la designe y le otorgue su sello distintivo, solo entonces quedará desentrañado el hecho social que comportó, y será capaz de ofrecer una imagen del futuro que tenga sentido para sus actores.

El caso es que quedan capítulos pendientes que en modo alguno clausuran la cuenta final. Corren tiempos de máxima activación e inestabilidad política e institucional. En 2020 se suceden dos procesos constitucionales simultáneos al itinerario de renovación de autoridades. Dentro de cuatro meses el plebiscito y, en octubre, la renovación de alcaldes y concejales, y la elección de gobernadores regionales, junto a convencionales, con lo que se originarán dos representaciones populares con distintos grados de legitimidad y autoridad. El año 2021 se producen los comicios para Presidente, senadores, diputados y consejeros.

Asimismo, las altas expectativas de la opinión pública presionan sobre las investigaciones judiciales en curso por crímenes contra la población movilizada, que ha seguido manifestándose y continúa siendo violentamente reprimida. Hay cifradas grandes esperanzas en torno a las acusaciones constitucionales contra personeros responsables del uso desproporcionado de la fuerza, como las hay sobre las reformas a la policía y al comportamiento deseable de los organismos de derechos humanos, comprendido el INDH. Y las hay respecto de los verdaderos autores de los atentados a las estaciones del Metro.

Mientras semejante proceso de resignificación no concluya —y está lejos de hacerlo—, el imaginario social continuará presa de sucedáneos explicativos como «estallido social», «explosión de demandas», «primavera de Chile», «despertar de Chile» y «revolución de los 30 pesos», locuciones auxiliares que sirven para alimentar la política urgente, pero muy poco para ofrecer una visión de país y para edificar una transformación social de larga longitud de onda como la que se está viviendo.

Sobre este fondo resultará quimérico suponer que la protesta social pueda hallar su límite en los cordones policiales que la constriñen, o que se la pueda diluir en la sola promesa de una nueva Constitución bajo la sugestiva afirmación de que «lo peor ya ha pasado». La respuesta obvia será práctica y teóricamente correcta: la población persistirá en manifestarse y en congregarse. La civilidad romperá el cerco represivo que se le pretende imponer invocando los derechos de reunión y de libre expresión, concitando con ello el respaldo de la opinión —dos tercios, según la encuesta Cadem, están de acuerdo en proseguir las protestas— y precipitando una acusación constitucional contra la autoridad responsable.

La experiencia enseñará a los teóricos de la anomia que deben despercudirse de sus vetustas creencias omnicomprensivas. Que atrás ha quedado la época en que bastaba acudir a los grandes relatos históricos y a sus vulgarizadores para explicar el mundo y organizar la voluntad colectiva. Que la actual es una era de reflexividad social en la que se expande la facultad de la sociedad de pensarse, criticarse y proponerse alternativas sin necesidad de observar ni reverenciar aquellas tradiciones. Por cierto, que el pasado se escribe desde la historia, como el futuro se anticipa desde la prospección estratégica.

Pero también que el pasado se narra desde el cine y la literatura, y el futuro se elabora desde la carta astral y los libros de autoayuda. Son dos planos diferenciados en sus prácticas y metodologías, pero que concurren de manera indeterminada a la formación del imaginario social, que es imaginación creadora de ficciones, que es imaginación metafórica, es decir, «capacidad de ver una cosa como otra, para ver una cosa en otra» según la inteligente definición ofrecida por la filósofa estadounidense Martha Nussbaum.

Mientras los acontecimientos de octubre, y sus consecuencias inmediatas, persistan como noticia en desarrollo, seguiremos siendo espectadores o protagonistas de una intensa lucha por bienes intangibles, como son los recursos de poder que se disputan en la política democrática, y cuyo valor reside en otorgar adhesión y legitimidad a quien los controla. De aquí la relevancia acordada a la lucha por definir el contexto y a la lucha por imponer la interpretación de la acción social que tiene lugar en dicho contexto.

Rodolfo Fortunatti