Avisos Legales
Opinión

Una constitución feminista contra las políticas de la crueldad

Por: Mónica Ramón Ríos | Publicado: 08.03.2020
Una constitución feminista contra las políticas de la crueldad | Foto: Agencia Uno
Frente a la revuelta, a la explosión del flujo vital en contra de una de las formas más expandidas de las pedagogías deshumanizadoras, la precarización, la respuesta del gobierno ha puesto en marcha su propio contingente de “políticas de la crueldad”. Esas políticas transforman las herramientas tradicionales por las cuales el pueblo podía ejercer su soberanía, como la manifestación, la protesta, el diálogo, la escucha y la resolución comunitaria de conflictos, en estados de excepción declarados o creados con la ayuda de los medios de comunicación que definen la revuelta de un pueblo por sus focos violentos y, por ende, en una crisis administrable.

Este 8 de marzo se suma una nueva consigna a las peticiones que marcaron las marchas del 8M anteriores: la escritura de una constitución feminista. ¿Pero qué significa escribir una constitución, crear un cuerpo legal, bajo ese pensamiento y esa práctica revolucionaria que se basa en la crítica, en un constante proceso de renovación de sus bases para incluir experiencias inconcebibles para el lenguaje disponible en el presente? ¿Cómo podría escribirse una constitución que incluyera su propia caducidad, que delinee una sociedad que no tiene las respuestas sobre todas las áreas de experiencia ni sobre las posibilidades del futuro? ¿Una constitución que incluya, pues, lo que no podemos siquiera concebir?

Varias discusiones del área legal nos han recordado que una constitución escueta de palabras, amplia de sentidos, cargada de principios podría ser una guía de cara a lo inesperado. Y, sin embargo, desde el momento en que se escribe una identidad, se inscribe una exclusión, se crea un afuera de lo político en el que acciones dejan de tener sentido público y se convierten en lo otro, es decir, en prácticas con lógicas antifeministas. ¿Cómo entonces producir desde el feminismo una carta fundamental que recoja las demandas en torno a las cuales se ha articulado el momento actual ––acceso universal a servicios básicos garantizados por el estado, acceso al agua y bienes desprivatizados, una vida y un trabajo que no sean precarizados, libertad sexual y vida libre de violencia, derecho a decidir sobre nuestrxs cuerpxs, la preservación de comunidades diversas, el reconocimiento cabal de los pueblos indígenas, libertad de asociación y vías para la demanda popular, acceso a las herramientas básicas para que todes vivamos una vida digna–– sin dejar fuera esos derechos que el mismo proceso constituyente invisibiliza y administra ––los presos políticos, la violencia política sexual y las violaciones a los derechos humanos acaecidas en los últimos cinco meses––? En el siglo XIX, siglo de independencias y constituciones, los filósofos notaron la importancia del olvido para delinear los límites nacionales hacia el futuro. Frente a la administración de las demandas por parte de gobiernos como el chileno actual, los feminismos se oponen a la inserción en esa cadena de olvidos. Escribir una constitución feminista significa, pues, desarmar la misma idea de constitución, identidad, cuerpo legal y la relación que cada uno de esos sentidos modelan cuerpos, territorios, experiencias. Tal vez la pregunta no es solo, entonces, cómo escribir una constitución feminista, sino ¿disponemos del tiempo necesario para poner en marcha un trabajo autocrítico que cree condiciones para escribir una constitución sin caer en las trampas proporcionadas por los mecanismos de administración del deseo colectivo desplegados por personeros del gobierno y cuerpos legisladores?

En un libro de 2017, la antropóloga feminista Rita Segato, la misma que proporcionó la base teórica para que Lastesis escribieran algunos de los versos más memorables de la revuelta, escribió un libro titulado Contra-pedagogías de la crueldad. Allí se interna en un análisis sobre cómo identificar la incorporación de ciertos hábitos y programas que transmutan lo vivo y la vitalidad en cosa. Lo que ella llama “la pedagogía de la crueldad” describe la incorporación de un sistema que captura lo que fluía errante e imprevisible ––la vida misma–– y la transforma en una cosa que se puede medir, vender, comprar, administrar con índices y caducar. La economía extractivista, que demuele territorios y comunidades altos en biodiversidad para transformarlos en maquinaria económica para la extracción de material de industria, es un ejemplo claro. La violencia sexual, que no solo transforma a las mujeres y a las disidencias en cuerpos disponibles y desechables, sino que se naturaliza en un paisaje que espectaculariza esas muertes, es otro ejemplo que nos toca de cerca cuando ya hay siete casos de femicidios consumados en Chile en 2020. Esa violencia está apuntalada por una serie de prácticas de la industria del espectáculo y el entretenimiento que convierte los asesinatos y los abusos en temas para vender más libros y conseguir más audiencias. El efecto de normalización de esos paisajes de la crueldad nos despoja de empatía, la disminuye a grados mínimos, operación indispensable para el ejercicio de la crueldad. “Esta pedagogía”, nos explica Segato, “enseña a matar de una muerte desritualizada, de una muerte que deja apenas residuos en el lugar del difunto”.

Es esa misma normalización de la crueldad que ha operado en las políticas del gobierno de Sebastián Piñera que enaltecen y facilitan el trabajo de Carabineros, desmantelando con triquiñuelas administrativas el foco sobre el ejercicio sistemático de una violencia que despoja de humanidad a personas que se manifiestan sin armas. En cambio, han sido lxs manifestantes, lxs mismxs que abrieron el espacio para concebir la vida nuevamente como un flujo y no como cosa, quienes han devuelto la dignidad a lxs asesinadxs ––con animitas, denuncias y ejercicios de memoria––, a lxs mutiladxs ––con gestos que iluminan la valentía  de quienes marchan––, a las violadas y abusadas ––al interpretarla correctamente como violencia política sexual sistemática––, a lxs presxs políticxs ––al apoyar a sus familias y guiarlos a través de un sistema que los vuelve números y casos que administrar frente a un sistema legal nefasto y carcelario inhumano. Porque eso también es dignidad.

Frente a la revuelta, a la explosión del flujo vital en contra de una de las formas más expandidas de las pedagogías deshumanizadoras, la precarización, la respuesta del gobierno ha puesto en marcha su propio contingente de “políticas de la crueldad”. Esas políticas transforman las herramientas tradicionales por las cuales el pueblo podía ejercer su soberanía, como la manifestación, la protesta, el diálogo, la escucha y la resolución comunitaria de conflictos, en estados de excepción declarados o creados con la ayuda de los medios de comunicación que definen la revuelta de un pueblo por sus focos violentos y, por ende, en una crisis administrable. Transformadas así en dinero gastado, en índices de productividad y números de inversión extranjera, las demandas por una vida digna se distancian de los cuerpos que las promueven a tal punto que esos cuerpos quedan despojados de su humanidad. Solo así se garantiza una continuidad del sistema económico y su cultura cruel.

Bajo ese trabajo de administración cruel de crisis, tipificado ya en todo el mundo para definir los límites de la democracia en focos de estado de excepción permanente, se concretaron caminos para demandas fundamentales como la derogación de la constitución dictatorial y una asamblea constituyente paritaria. Son hitos importantísimos, pareciera incluso devolvernos el entusiasmo por el flujo vital. Tal vez, decimos, el tiempo ha llegado para una constitución feminista. Y, sin embargo, estamos en alerta: las concesiones de este gobierno cruel contienen ya las formas de administrar las demandas. Así pues, los legisladores, en particular los conservadores de derecha, de centro y de izquierda confían en que al codificar esas demandas puedan ellos ejercer el control administrativos de sus límites. En la historia del feminismo que escribió Julieta Kirkwood ya nos lo advierte: aunarse en torno a una sola demanda garantiza la dispersión de las políticas feministas dentro de lo social sin que se cambien las estructuras patriarcales que la fundan. Conseguir que se aprueben esas demandas son importantes ––la del voto es, de hecho, una de las maneras en que se construye la demanda actual, lo mismo con el acceso de las mujeres a la educación; sin aquéllas no existe ésta––. Pero la lucha feminista es constante, porque se extiende para modificar esos hábitos crueles que se naturalizan para definir quiénes somos “nosotros”.

Con la aprobación de la paridad de género para la Convención Constituyente y una campaña generalizada por el Apruebo, pareciera que la presión que ejercieron los colectivos dio resultado, como si la escucha de la administración de repente se hubiera alineado con la calle a la búsqueda de aunar más fuerzas políticas por una vía negociada. En esa legislación hay, pues, una potencia ––la posibilidad de que la negociación salga de la trama conservadora y concertacionista–– y otra que se diluye ––la posibilidad de ejercer presión para conseguir cambios más estructurales y que podríamos identificar como la despatriarcalización de la sociedad––. Varios colectivos feministas han propuesto no participar en el plebiscito de abril, dando luces sobre todas aquellas violencias que olvida y borra el proceso decretado desde arriba. La postura de no participar requiere de gran fuerza, porque necesita sostener una postura de oposición constante a la vía procesual que transita de espaldas a la calle y a realidades no representadas por las élites políticas y culturales. Pero ellas eligieron, como nuestra práctica lo exige, poner sus cuerpos para visibilizar que el entramado feminista excede las posibilidades entregadas por un sistema político modelado por el patriarcado.

El tiempo para escribir una constitución feminista ha llegado. Pero escribirla requiere de tiempo, un tiempo que se opone al de la operatividad de la burocracia estatal, cuya administración del tiempo está definida por las votaciones y ciclos de elección. En cambio, el tiempo para escribir una constitución feminista requiere de un tiempo feminista. El tiempo feminista es similar al de la revuelta, al de la marcha, de la asamblea, del cabildo, del diálogo. Se encamina a redefinir lo que somos junto a nuestros territorios y nuestras comunidades sin concebir separación alguna entre estos ámbitos ––las feministas de Centro y Suramérica lo llaman cuerpos-territorios––; de todo ello depende el flujo de la vida. El tiempo feminista es un tiempo altamente creativo. Pero no es una creatividad que surge en la soledad del escritorio solamente, sino en la “compartencia”, en la práctica en común, en tener una vida juntos. Solo así esos deseos se pueden concebir como trabajo intelectual y creación de un conocimiento enraizado en una ética amoral a priori que no excluya a ese futuro que seremos nosotres. La letra que surja de ese proceso, un proceso que ya está en marcha, que ha estado en marcha durante décadas, incluirá no solo a las mujeres políticamente activas y a las que han estado al margen de una de las revoluciones más importantes de los últimos siglos, incluirá a todes. Esa letra será la base de una constitución feminista.

Mónica Ramón Ríos