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El pastor y el estúpido: sobre el devenir cómico de una teología política

Por: Rodrigo Karmy Bolton | Publicado: 06.04.2020
El pastor y el estúpido: sobre el devenir cómico de una teología política foto 3 |
El pastor de El Mercurio se ha referido a esta degradada escena calificándola de “estupidez”. En ella el Presidente de nadie se habría “superado a sí mismo”, dirá el pastor en nombre de una supuesta República que ni siquiera el periódico en el que escribe sus liturgias promueve (¿existirá en la Universidad que dirige?). Al atacar al Presidente solitario, no se trata, sin embargo, de que el pastor haya devenido “crítico” y se disponga a abandonar su acérrima y cotidiana defensa del orden. Más bien, su columna redunda expresión de un profundo hastío de la oligarquía para con el “estúpido” en el que debe confiar para defender sus mezquinos intereses; pero también, en una minuciosa estrategia teológico-política en la que el pastor y el estúpido se reparten funciones: el pastor que detenta el báculo y representa al poder supraterrenal, corrige al gobernante que detenta la espada y que representa al poder terrenal.

1.- Presidente de Nadie

Una de las claves de la foto del Presidente posando ayer en Plaza Dignidad es que su imagen le proyecta como conquistador de un pueblo al que no se le ve por ningún lado. En ese sentido, es una imagen cómica. Porque se erige como mandatario de un pueblo inexistente, de una ciudad abandonada, regidor de calles desoladas. Lejos de las clásicas pinturas orientalistas con las que se investía al conquistador de grandes oropeles por sobre un conjunto de bárbaros (hayan sido indios o árabes), como en las pinturas que escenifican la entrada de Napoleón a Egipto o a Pedro de Valdivia en cerro Huelén, el Presidente está solo, sin un pueblo que le acompañe, sin un “otro” al que pueda dominar. Me parece que dicha soledad signa su mandato: no se trata de que no “escuche” o que carezca de la “empatía” pastoral con la que la perversión cristiana siempre ilusiona. No. Se trata, más bien, de que él se revela como un mandatario sin país. Una suerte de Robinson Crusoe que puebla una isla que ni siquiera tiene a viernes de consuelo. Su performance de conquistador hace el ridículo desde el momento en que con su curiosa sentada mirando hacia donde se pone el sol (es decir, ¿contemplando su propio crepúsculo?) no conquista a ningún “enemigo poderoso”, ni siquiera a algún “enemigo” a secas, en realidad, ni si quiera a algún amigo que pudiera andar por ahí. No se trata de la “personalidad” de Piñera, ni de su “inteligencia”, sino de que él mismo es el fantoche de una oligarquía genocida, último respiro de una episteme agónica. Más grotesco resultó el twitter en el que dio sus disculpas: mencionó que estuvo en “Plaza Baquedano”. Pero los pobladores de octubre sabemos que ese nombre no dice nada. El Presidente de nadie, menciona haber estado en la Plaza de nada. Pero un Presidente de nadie no es un Presidente, así como una Plaza de nada, tampoco es una Plaza. Diría Parra que es un Presidente “imaginario” en una Plaza “imaginaria”; diría Marx: el Presidente es el peor de los “hegelianos”. La celestial “Plaza Baquedano” existe sólo en sus ideas –si es que las tiene. La historia ha arrasado con ellas y con él, aunque algo de su cuerpo puede ir y sentarse como si estuviera en el living de su casa. Pero ahí no hay historia, ni cuerpos imaginando; tan solo un miserable turista sacándose fotos en una ruina abandonada.

2.- El doblez

El pastor de El Mercurio se ha referido a esta degradada escena calificándola de “estupidez”. En ella el Presidente de nadie se habría “superado a sí mismo”, dirá el pastor en nombre de una supuesta República que ni siquiera el periódico en el que escribe sus liturgias promueve (¿existirá en la Universidad que dirige?). Al atacar al Presidente solitario, no se trata, sin embargo, de que el pastor haya devenido “crítico” y se disponga a abandonar su acérrima y cotidiana defensa del orden. Más bien, su columna redunda expresión de un profundo hastío de la oligarquía para con el “estúpido” en el que debe confiar para defender sus mezquinos intereses; pero también, en una minuciosa estrategia teológico-política en la que el pastor y el estúpido se reparten funciones: el pastor que detenta el báculo y representa al poder supraterrenal, corrige al gobernante que detenta la espada y que representa al poder terrenal. El pastor se erige por sobre la mundaneidad que dirige el “estúpido” y pronuncia su liturgia frente a los mortales que domingo a domingo tienen el ánimo de escucharle. La estrategia teológico-política es aquí clave: el periódico criminal desde el cual habla y que alguna vez fue financiado por la CIA para apoyar el derrocamiento de Salvador Allende, funciona como palabra sagrada proferida por el pastor de la República imaginaria, frente a la palabra profana siempre sujeta a los avatares de la contingencia. El pastor intenta educar al “estúpido”, pero éste es obstinado. Justamente porque es estúpido no puede escuchar ni menos entender lo que el pastor dice. Pero en eso consiste el doblez de esta República maltrecha: en que si el poder mundano deviene “estúpido” aún yace el poder espiritual para enmendar o intentar enmendar los destinos de su Pacto Oligárquico. Los lingüistas dirán que no sólo del enunciado vive el hombre. También del lugar de enunciación desde el cual el enunciado es pronunciado. En el doblez teológico-político sigue funcionando la maquinaria capaz de ensamblar espada y báculo, poder terrenal y espiritual, gobierno y soberanía en una misma matriz de poder que, sin embargo, jamás ofreció una vida feliz a los ciudadanos a los que supuestamente protegía.

3.- Imaginación

Sin embargo, la imagen del estúpido en Plaza Dignidad también dice algo de su pastor: no sólo de su ineficacia para domesticarlo, sino, además, de la contumacia con la que el pastor se refiere, al igual que el estúpido, a “Plaza Baquedano” en vez de “Plaza Dignidad”. En la complicidad de nombres reside toda la política que está en juego: la estupidez se replica en quien pretende enmendarla, porque ni el pastor ni el estúpido –esa ovejita descarriada (que no es quien remedaba “Era luna llena”) – hablan de lo que creen estar hablando. El estúpido nunca estuvo en Plaza Dignidad, menos aún, su pastor; donde el término “estar” no remite a un “sentido” sino a una “experiencia” de carácter ético y política. Apenas les da para “Plaza Baquedano”, apenas les da para seguir homenajeando a militares y perpetuar la carcomida ceremonia del poder. Frente al festín de “idealismo” que acabamos de presenciar, no estaría de más recordar que a la estupidez a la que nos referimos no es aquella del niño –o a la del filósofo o del poeta- que inventa modos para abrazar al mundo, sino a la del burócrata para quien las órdenes se identifican sin fisuras con la realidad. El estúpido y su pastor son parte de una misma rueda que repite incansable el gastado circuito de un orden destituido. En ellos no irrumpe el estallido de historicidad, sino la regularidad de una violencia devenida “normal”. La abyección de la imagen del estúpido sentado en posición de contemplar un horizonte inexistente consiste justamente en pretender que todo ha vuelto a la “normalidad” y que ahora el virus puede hacer el trabajo de restituir la “credibilidad” de las autoridades cuando ellas siguen experimentando el ruedo de la revuelta con la irrupción del virus. A fin de cuentas ¿qué fue la revuelta de Octubre para los que aún nombran a Plaza Baquedano en vez de Plaza Dignidad sino un “virus” que atravesó el cuerpo estatal y para el cual no tenían vacuna? Porque ¿qué puede ser un virus sino la mutación incansable de la ritmicidad de la vida, su ser nada más que imaginación?

Rodrigo Karmy Bolton