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Opinión

Tengo miedo

Por: David Bustos | Publicado: 12.04.2020
Tengo miedo | Foto: Agencia Uno
Desde el punto de vista de la salud mental hoy estamos con las líneas telefónicas saturadas, diría un funcionario público de la psiquiatría. Recordemos que antes de que sucediera todo esto, Chile era unos de los países con más farmacias por metro cuadro del mundo, con un costo de los medicamentos inalcanzable. Nunca fuimos una sociedad muy sana y eso sumado ahora a las cifras de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que estima entre un 3 y un 4 por ciento de la población con esta pandemia, puede sufrir trastornos psicológicos severos, mientras que entre un 15 y un 20 por ciento podría padecer leves a moderado. Y el porcentaje restante se vería expuesto a un fuerte estrés psicosocial no patológico.

Cuando nos aproximamos al fenómeno del COVID 19 en Chile, es recomendable situarlo dentro de una línea de tiempo. La línea de tiempo es un concepto que habitualmente se utiliza en el mundo del guión, cuando se construye una historia. Si dibujamos esa línea y hacemos el ejercicio de tomar las últimas cinco décadas en el país, tenemos como inicio el oscurantismo de la dictadura, donde se condicionaron varios de los principios conductuales de la sociedad chilena. Después, en esa misma línea, vienen los gobiernos de la postdictadura, que colaboraron en afianzar la idea de progreso consolidando la sociedad de consumo y después, bastante después en realidad, contra todos los pronósticos, cuando se creía que la crítica del sistema era propia de izquierdistas e inconformistas amargos, surge la revuelta de octubre que, junto con el movimiento feminista, que venía cohesionándose cada vez con más fuerza, abren el litigio social. El estallido.

Digamos que en esa línea de tiempo el coronavirus interrumpe la agitación del litigio entre la ciudadanía y el poder político. Cuando la gente estaba en plena catarsis, volcada hacia afuera, ocupando el espacio público como escenario para sacar la voz, ocurre la pandemia.

Hoy el miedo es la emoción que predomina. Miedo a morir o enfermar sin capacidad para pagar las deudas que esta enfermedad pueda generar debido a un sistema de salud precarizado y sueldos desiguales. Miedo a perder un ser querido, miedo a una recesión generalizada del país, a perder el dinero ahorrado en los fondos de pensiones, etc. Digamos que el miedo apunta a zonas en que los derechos han sido doblegados por la voracidad del mercado. Oponerse a ese análisis sería una ceguera.

Pero quisiera detenerme en el miedo como emoción, como puerta de entrada a otra serie de emociones. Desde el punto de vista de la salud mental hoy estamos con las líneas telefónicas saturadas, diría un funcionario público de la psiquiatría. Recordemos que antes de que sucediera todo esto, Chile era unos de los países con más farmacias por metro cuadro del mundo, con un costo de los medicamentos inalcanzable. Nunca fuimos una sociedad muy sana y eso sumado ahora a las cifras de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que estima entre un 3 y un 4 por ciento de la población con esta pandemia, puede sufrir trastornos psicológicos severos, mientras que entre un 15 y un 20 por ciento podría padecer leves a moderado. Y el porcentaje restante se vería expuesto a un fuerte estrés psicosocial no patológico.

El miedo se origina muchas veces por la incertidumbre, y parafraseando a Séneca es inesperado y tiene efectos aplastantes, sumándose el peso del desastre. Si la revuelta de octubre fue una interrupción al sistema político y social, la pandemia con su cuarentena, puede ser leída como otra interrupción, pero esta vez a nuestra vida psíquica tal cual la llevábamos antes. Nos vemos obligados a hacer un retiro, a desenchufar la máquina neoliberal que nos formatea y condiciona, y sumergirnos en el silencio (o al menos a la posibilidad de pensar en el). Se produce una pequeña tormenta noise en la mente cuando nos detenemos. Padres se ven forzados a convivir con sus hijos como nunca antes, abuelos son retirados de los asilos y llevados nuevamente a sus casas, parejas modernas se ven obligadas a hablar y tocar temas sensibles, o derechamente se percatan que no pueden estar juntos, gente sola repiensa su soledad. En el ambiente flota en el aire la desconfianza.

Esta vuelta hacia dentro –pandemia mediante– puede tener sentido sobre todo si pensamos que nuestra vida siempre se resuelve en el afuera. Volver a vincularnos con una cotidianidad emocional en el espacio íntimo en que vivimos, volver a la conciencia dejando de lado las mediaciones para explorar las dimensiones de lo que somos, y abandonar las aguas de la superficie por las profundidades puede ser un aprendizaje.

El miedo al igual que el dolor cuando es físico, sabemos perfectamente de qué se trata, es un hecho, existe, lo podemos sentir en el cuerpo, pero cuando es psicológico se hace más complejo. La incertidumbre psicológica al no saber, provoca un vacío. Recuerdo hace muchos años atrás el poeta Manuel Silva Acevedo, ante un quiebre sentimental me visitó en mi departamento y observó alrededor, esgrimiendo una sonrisa me dijo: “David hay que moverse en la incertidumbre con cierta familiaridad”. Creo que los poetas cuando no están peleando entre ellos, tienen cuestiones profundas y sensibles que decir acerca de la realidad en momentos como estos. No deja de ser un bello desafío pensar a la incertidumbre (que genera el miedo psicológico) como familiar, como si fuera un pariente que no queremos, pero que debemos atender con la mejor de las caras.

Dicho esto ¿será posible entender nuestros vacíos si aún ni siquiera se han resueltos nuestros derechos? ¿Cuánto ha colaborado el neoliberalismo en condicionarnos en la operatividad de nuestras emociones? ¿Aproximarnos a nuestras emociones puede ser una puerta abierta para crear una sociedad más justa?

No es momento de contestar preguntas sino más bien saber hacerlas. Lo cierto es que las cifras de contagiados y fallecidos continúa en aumento. Cuando salgo a comprar al supermercado los rostros están cubiertos por mascarillas y la gente se mira con recelo. Las calles están semidesiertas. En estos días paso mucho tiempo en el balcón. Desde que empezó el encierro obligatorio me vine a cuidar a mi madre de 87 años. He vuelto a ocupar la misma cama de niño, el gato me ha aceptado rápidamente y duerme detrás de la pantalla del computador mientras escribo. No me ha costado adaptarme, en este extraño encuentro emocional releo a César Vallejo recostado en mi cama de infancia, leo en voz alta el poema Los Nueve monstruos y observo la situación. Leo poesía como si estuviera en mi adolescencia, leo en defensa propia, como anticuerpo, como salida sensible para volver a despertar de este encierro.

David Bustos