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Opinión

Lavín, el mago

Por: Rodrigo Karmy Bolton | Publicado: 03.05.2020
Lavín, el mago | Foto: Agencia Uno
La pandemia le ha dado la oportunidad de aplazar –sino de suspender indefinidamente- el Plebiscito destinado a revocar la Constitución de 1980, pero junto a ella, ha surgido el personaje que, sin declararse carta presidencial, las encuestas de opinión y los matinales (el CEP y los grupos económicos, por tanto) lo han posicionado para el trono: Joaquín Lavín. El eterno resurrecto, porque eterno derrotado, quien dio el paso hace unos años hacia el “aliancismo-bacheletismo”, Lavín siempre supo que la política decisiva consistía en hacer “magia”: hizo caer nieve o agitar las olas de una playa en pleno Santiago, mientras todo el cinismo de la época le criticaba calificándolo de “populista”.

Un fenómeno que no ha sido estudiado con la profundidad crítica que amerita ha sido, sin duda, la presencia de numerosos shows de magos e hipnotizadores durante el período de la transición. Un Toni Kamo que hipnotizaba a Zalo Reyes para que comiera cebollas o un mago Oli o Larraín que, entre chiste y chiste, hacían aparecer conejos o flores de la nada.

La magia, la hipnosis, el show por lo misterioso cobró fuerza, sobre todo, en los programas estelares. Curiosamente, hoy, no existen más magos que reluzcan en la TV como tampoco una episteme transicional que parece necesitaba de ellos. Nadie puede hipnotizar a nadie, nadie puede hacerle “creer” a los demás que su acto no es “maula” sino “magia”; la “maula” se abrió paso frente a la maltrecha “magia”. Una aproximación crítica a nuestro tiempo, tendría que considerar la posibilidad cierta de que el fenómeno mágico que contemplamos por esos largos años transicionales, pueda ser pensado como un asunto político in extremis.

La hipótesis aquí en curso es que la episteme transicional no fue más que el dispositivo orientado a la producción de “magia” donde los shows estelares aquí referidos fueron su verdadero pivote. La gobernanza transicional no fue otra cosa que “magia” (el ministerio se vuelve misterio y viceversa –dice una antigua fórmula teológica) que hacía posible su conducción “pastoral”. No habrá poder sin producción de “magia”, sin la capacidad de simular lo que no se es –y que jamás se llegará a ser- para actuarlo “como si” o fuera sin contemplaciones. Y ese poder, que necesitaba del recato político, de la neutralización de la asonada popular que derrocó a la dictadura necesitó de su tecnología “mistérica” y propiamente “mágica” con la que intentaba “hipnotizar” a las masas para que en vez de comer manzana comieran cebollas (Zalo Reyes), para que en vez de llevarlas a un proceso de democratización, fueran llevadas a su neoliberalización.

Cuando, desde hace más de una década, la irrupción popular ha comenzado a cuestionar el “modelo”, poniendo en tela de juicio su “magia”, el simulacro del poder se halla enteramente muerto. Piñera es justamente el nombre para el charlatán carente de “magia” y que, por tanto, se expone como charlatán bajo un conjunto de sobresaltos cómicos que dan lugar a nuestra tragedia. No se trata de concebir que la “magia” simplemente se agotó (como si ello hubiera ocurrido por un proceso natural), sino de subrayar que su agotamiento se debió a la insurrección popular que pulsa, cada vez más fuerte, desde hace décadas. Ese “malestar” –como gusta llamarlo el discurso del orden- abrió una grieta donde el poder perdió su simulacro y se perdió a sí mismo en cuanto poder. En esto consiste el momento destituyente al que hemos asistido desde el 18 de Octubre.

Pero la oligarquía en curso aún cree tener posibilidades. La pandemia le ha dado la oportunidad de aplazar –sino de suspender indefinidamente- el Plebiscito destinado a revocar la Constitución de 1980, pero junto a ella, ha surgido el personaje que, sin declararse carta presidencial, las encuestas de opinión y los matinales (el CEP y los grupos económicos, por tanto) lo han posicionado para el trono: Joaquín Lavín.  El eterno resurrecto, porque eterno derrotado, quien dio el paso hace unos años hacia el “aliancismo-bacheletismo”, Lavín siempre supo que la política decisiva consistía en hacer “magia”: hizo caer nieve o agitar las olas de una playa en pleno Santiago, mientras todo el cinismo de la época le criticaba calificándolo de “populista”. Lavín mantuvo el “cosismo” como su “marca registrada”. ¿Qué era el cosismo? No era –como una lectura ingenua podría hacer creer- una acción despolitizada, sino más bien, la realización misma de la política transicional.

Sin más relato que el “hacer cosas”, sin más recursos que el hacer aparecer objetos imposibles en lugares imposibles, Lavín fue la verdadera vanguardia de la transición. El umbral al que ella nos dirigía y que, años más tarde, fue ilustrado por Pablo Larraín en su película NO.  Lavín aparece como la última carta presidencial de la episteme transicional. Su larga agonía, le ha hecho recurrir al único personaje que ha sobrevivido a su destitución y que, según ilusiona el poder, sería el único capaz de restituir la “magia” inmanente a una nueva política de los consensos. La tragedia de Piñera fue haber llegado antes, cuando aún el 18 de Octubre no había irrumpido; la fortuna de Lavín el haber llegado tarde, cuando ya todos habían sido destruidos.                                                                                         

Rodrigo Karmy Bolton