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Opinión

La lucha contra el hambre en el siglo XX

Por: Enrique Gatica | Publicado: 29.05.2020
La lucha contra el hambre en el siglo XX Olla común (imagen referencial) | Fotografía de Agencia Uno
Las imágenes del presente parecen acercarse peligrosamente al escenario de los años 1983-1986, donde  en las poblaciones del país las Ollas Comunes funcionaban como retaguardia, mientras que las barricadas alertan sobre la dramática situación alimentaria de los pobres, junto al aumentan de los campamentos y tomas de terreno por todo el territorio.

Desde los albores del 1900 se pueden rastrear diversas expresiones del “problema del hambre” en episodios tales como la “huelga de la carne” (1905), las “marchas del hambre” (1918-1919), la Asamblea Obrera de Alimentación Nacional (1918-1920), las “encuestas de alimentación” (1928) o el primer Congreso de Alimentación Popular en Valparaíso (1937), que dejan en evidencia la permanente lucha de los sectores populares urbanos por conseguir la alimentación básica. Estas luchas, como es lógico, se vieron intensificadas en escenarios de crisis política y, especialmente, económica.

La experiencia de la crisis del ‘29 (muy recordada en el presente), develó la fragilidad de la economía chilena, golpeando nuevamente a los más pobres, que tuvieron que organizar diversas Ollas Comunes (herramienta de larga data entre los sectores populares) y un trabajo autónomo sostenido para enfrentar el hambre, aunque exigiendo a los gobiernos la responsabilidad que les cabía en subsanar esta problemática. Además de prestar apoyo a las llamadas “Ollas de los Pobres” (1929-1932), es notable la constitución del Comisariato General de Subsistencias y Precios en el año 1932, el que tenía como función exigir al Estado el control de precios sobre insumos básicos para la supervivencia (medicamentos, alimentos de la “canasta básica” o transporte) a fin de no permitir la especulación y enriquecimiento de los más privilegiados con la tragedia que enfrentaba el pueblo.

Hacia mediados del siglo pasado los “pobres urbanos” iniciaron un periodo de poblamiento de la periferia de Santiago debido a dos importantes procesos migratorios: dentro de la ciudad, los habitantes de los conventillos se desplazaron a los márgenes de la urbe (debido a los aumentos de los valores de renta de las viviendas en un proceso de “renovación” de la ciudad), mientras que desde fuera de las ciudades, amplios sectores, muchos de estos campesinos, se movilizaron en la búsqueda de oportunidades laborales en las nuevas industrias que se construían en la capital chilena. La escasez de viviendas llevó a que se instalaran las inhumanas “poblaciones callampas”, constituidas con materiales ligeros y precarios, que aunque tenían sus antecedentes desde la década del ’30, es en los años ’50 en que se produjo su aumento explosivo, conformándose el llamado “cordón de miseria” que rodeaba la ciudad para los años ‘60.

En este contexto, los pobladores desarrollaron métodos propios para conseguir la alimentación básica, dialogando muchas veces con antiguas costumbres campesinas de sus comunidades de origen (como la construcción de huertos familiares o cría de animales), así como en la utilización de técnicas de cocina tradicional. Este periodo de poblamiento periférico y de experiencias de supervivencia precaria entró en una nueva fase el año 1957, de la mano con el inicio del periodo de tomas de terrenos, luego de la emblemática “toma de La Victoria”. De esta forma, junto con el campesinado, el “movimiento de pobladores” se constituyó como actor social relevante en el escenario político nacional, haciendo patente sus demandas y reivindicaciones, utilizando muchas veces las acciones de supervivencia, especialmente las Ollas Comunes, como herramientas de lucha, transformándose en símbolos de las tomas de terrenos y espacios de encuentro de los pobladores movilizados. Junto con las acciones autónomas de los mismos, en este periodo se produjo un crecimiento considerable de las políticas sociales del Estado en materia alimentaria, como camino que concluye en el proyecto de la Unidad Popular, siendo el intento más importante de conseguir un “Estado benefactor” en Chile (proyecto que ha sido siempre truncado e incompleto).

El golpe de Estado de 1973 inició un nuevo periodo, marcado especialmente por el accionar represivo permanente hacia los pobladores (sin excepción, durante los 17 años de dictadura existieron allanamientos, torturas y muertes en las poblaciones “emblemáticas”) y la imposición de las políticas neoliberales, donde los sectores populares tuvieron que enfrentar graves situaciones de emergencia alimentaria, con una desprotección del Estado cada vez mayor (el gasto público bajó abruptamente un 20%, mientras que el régimen adoptaba una estrategia de “abandono económico”). No obstante, lejos de destruirse las raíces socio-culturales del mundo popular, en este escenario se conformó una extensa red de organizaciones de supervivencia, donde las Iglesias jugaron un papel clave en la estimulación y sostenimiento de las mismas, generándose una situación inédita en la historia del país, en relación a la magnitud y extensión de este tipo de colectividades.

Entre los años 1973 y 1983, en medio de una brutal y despiadada represión, los pobladores dieron respuesta a la emergencia alimentaria, mientras que se constituían como espacios de encuentro entre los sectores populares y, fundamentalmente, como instancias de rearticulación de tejidos sociales, donde asumieron un papel fundamental algunos organismos de apoyo, tales como las Iglesias (especialmente Católica), organizaciones solidarias internacionales y diversas ONG’s (aliados que hoy se extrañan). La aplicación de esquemas neo-liberales en el país por parte de la dictadura (en medio de una doctrina del Shock), como dicen Mariana Schkolnik y Berta Teitelboim “se ha sustentado en la tesis de que el Estado ya no es más el responsable del bienestar social, sino que sólo debe velar por el buen funcionamiento de los mercados” (1988: 19).

La situación de pauperización de vida de los pobres urbanos llegó a su apogeo durante los primeros años de la década de 1980, momento en el cual estalló la Crisis de la Deuda Latinoamericana. En Chile, debido a la liberalización excesiva del mercado y la considerable dependencia al gasto extranjero, la crisis se sintió con particular brutalidad, llegando al escenario más dramático en 1982, momento en que la crisis afecta más fuertemente al país. Las condiciones de vida llegaron a ser dramáticas, sobrepasando en algunos casos el desempleo por sobre el 60% entre los sectores populares, a lo que se debe sumar una baja de las remuneraciones en un promedio de 21,5% entre 1974 y 1983 respecto al nivel alcanzado en 1970.

El hambre se transformó en una problemática endémica para los sectores más desposeídos. Debido a los precarios ingresos y la alta carestía en los productos básicos, para comienzos de los años ‘80 entre el 53,2 y el 70,4% de los ingresos de los sectores populares eran destinados a la alimentación, siendo en la mayoría de los casos ésta insuficiente: siguiendo los criterios de alimentación propuestos por la OMS -en relación al consumo de un promedio de 2.318 calorías diarias- que entre el 74 y el 88 por ciento de las familias de estas poblaciones presentaban un déficit nutricional básico (datos de Vicaría de la Solidaridad, 1982).

El crecimiento organizativo de los colectivos preocupados de la subsistencia alimentaria (principalmente comedores familiares y Ollas Comunes) llevó a que, una vez convocada la primera Jornada de Protesta Nacional (11 de mayo de 1983), fueran los pobladores quienes tomaran el protagonismo de las revueltas  (no así los trabajadores, como esperaban los convocantes de la CTC), transformando el paro en protesta, llevando contra las cuerdas al régimen de Pinochet.

Con las protestas y el aumento de la represión, lejos de desaparecer las organizaciones de subsistencia, se produjo un crecimiento de las mismas, fortaleciéndose las Ollas Comunes (autónomas) y los “Comprando Juntos”, dependiendo cada vez menos de los organismos de apoyo, valorando la autonomía organizativa y la democracia interna. Se creía, mientras se compartía un plato de comida, que el pueblo sería convocado a ser parte de la futura democracia (cosa que no ocurrió). Luego de que el tirano Pinochet llamó al diálogo a los sectores derechistas y de la centro izquierda (“reformada” y deformada en el exilio), el pueblo nuevamente fue marginado del nuevo sistema político, siendo convocados únicamente a “olvidar” lo ocurrido, a enterrar a los muertos, perdonar las atrocidades cometidas en su contra y a dejar atrás el recuerdo del “hambre” (como si esto fuera posible).

El año 1994, por primera vez en su historia, el país salió de la lista de países con altas cifras de “desnutrición”, aunque abriéndose una nueva problemática: la mala alimentación. Las cifras de obesidad, hipertensión y diabetes (entre otras enfermedades) se dispararon entre los años venideros, en gran medida, por el consumo de alimentos precarios y con altos índices de grasas saturadas, pero escaso aporte nutricional. Cuantos de nosotros nos hemos “alimentado” con una sopaipilla del carrito o con los “snack” para paliar el hambre. La desigualdad no se extinguió, simplemente se tuvo un acceso mayor de compra (en base a deudas) de alimentos de pésima calidad. Hoy, sin empleo, ni siquiera para esa comida precaria (que al menos llena el estómago) alcanzará, por lo que la ilusión neoliberal, se desvanece cruentamente, trayendo nuevamente a la memoria la experiencia del hambre que las generaciones previas de nuestro pueblo conocen en demasía.

Las imágenes del presente parecen acercarse peligrosamente al escenario de los años 1983-1986, donde  en las poblaciones del país las Ollas Comunes funcionaban como retaguardia, mientras que las barricadas alertan sobre la dramática situación alimentaria de los pobres, junto al aumentan de los campamentos y tomas de terreno por todo el territorio.

Actualmente el gobierno, manteniendo su discurso de guerra, ha buscado desvincular la relación entre la desigualdad social y las consecuencias catastróficas de la pandemia, pero ¿existe acaso un correlato más coherente entre las demandas de las revueltas populares iniciadas el 18 de octubre con la desigualdad con la cual estamos viviendo la pandemia en el presente? Cada vez es más evidente que el “quédate en casa” era para un sector privilegiado de la población, mientras que las amplias mayorías, sin empleo y sin ayuda estatal, ven en riesgo su propia supervivencia, por el virus o por el hambre. Que la “clase política” no se equivoque, el hambre genera inestabilidad política, porque frente a la amenaza de la supervivencia, el pueblo no dudará: si es que existe hambre, la protesta popular se justifica plenamente.

Enrique Gatica