Avisos Legales
Opinión

Cambia, todo cambia… Casi

Por: Francisco Huenchumilla | Publicado: 10.06.2020
Lo lógico hubiera sido tener una mirada sistémica respecto de cuánto gastar, a quién ayudar y cuál sería la fuente de financiamiento. Es decir, tener una política de Estado. Y en cada uno de los proyectos -gota a gota- se repetía, cual variaciones sobre un mismo tema, las mismas o parecidas aproximaciones que siglos antes habían tenido, frente a las leyes de pobres, los progenitores intelectuales de los actuales economistas neoliberales de la derecha. Por ello, cuando nuestra recordada Mercedes Sosa cantaba “cambia todo cambia”, habría que decir… casi: hay algunos que no cambian.

En 1601, la Reina Isabel l de Inglaterra dictó la primera ley para los pobres de ese país. En ese tiempo, Chile era una colonia española; 60 años antes había llegado Pedro de Valdivia por estas tierras. Eran otros tiempos. Eran no sólo pobres, sino también vagabundos; eso exactamente. Se les ayudaba con fundamentos caritativos más bien. La ley dictada por la Reina trataba de ordenar y sistematizar esas diversas prácticas de ayuda. Esta era gestionada localmente con cargos a los impuestos que pagaban los propietarios de la respectiva comuna. La ayuda era de distinto tipo y bajo diversas modalidades. Inglaterra, con el correr de los años, empezaría a caminar hacia la Revolución Industrial que cambiaría al mundo.

Con los años se dictarían diversas leyes para establecer modalidades de ayuda y de subsidios. Así, por ejemplo, en 1782 se dictó la ley Gilbert, que estableció una suerte de subsidios para los desempleados. Y también en aquellos tiempos se empezó a hablar de los trabajadores que no les alcanzaba para vivir con su familia. La Revolución Industrial produjo cambios en la tecnología y con ello una verdadera crisis social en el empleo, en las migraciones del campo a la ciudad y en el aumento de los mendigos y la pobreza. En 1834 se dictó una nueva Ley de Pobres que centralizó la gestión de las ayudas y cambió las modalidades de los subsidios.

Los economistas de la época (los clásicos) no estaban muy de acuerdo con estas políticas. Consideraban que no incentivaba el trabajo y premiaba la holgazanería; que no daba motivos para buscar trabajo; que introducía ruidos en la competencia y, por ende, distorsionaba los mercados (claro, los menores también trabajaban. ¿Pero cuál es el problema?, decían los conservadores. Si el menor está de acuerdo y los padres también, agregaban).

Pero un economista, el señor John Ramsay McCulloch, colocó en la discusión dos puntos muy importantes: que en periodos de recesión económica la ayuda era necesaria porque, en ese escenario, la paz social corría peligro; y atacó la centralización en la gestión de las ayudas.

Hoy, en el siglo XXI, la discusión, esencialmente, no ha variado por parte de los economistas conservadores (neoliberales le diríamos hoy). En la crisis que hoy azota a Chile y al mundo, el gobierno optó por la política del “goteo” -en vez de llegar, como las circunstancias lo pedían, a un acuerdo con las oposición y las fuerzas sociales, cosa a lo cual sólo se avino tardíamente- tratando separadamente cada uno de los proyectos de ley por medio del cual se legislaba para cada ayuda o subsidio en particular.

Lo lógico hubiera sido tener una mirada sistémica respecto de cuánto gastar, a quién ayudar y cuál sería la fuente de financiamiento. Es decir, tener una política de Estado. Y en cada uno de los proyectos -gota a gota- se repetía, cual variaciones sobre un mismo tema, las mismas o parecidas aproximaciones que siglos antes habían tenido, frente a las leyes de pobres, los progenitores intelectuales de los actuales economistas neoliberales de la derecha. Por ello, cuando nuestra recordada Mercedes Sosa cantaba “cambia todo cambia”, habría que decir… casi: hay algunos que no cambian.

Los economistas neoliberales vuelven, contrariando a Heráclito, a bañarse sobre las mismas aguas. Y vuelven a cometer los mismos errores que ya había advertido McCulloch: repartir las ayudas centralizadamente -las famosas cajas de alimentos- en vez de hacerlo con las autoridades locales que conocen a su gente; y no haberle dado un rol protagónico a la salud primaria en la trazabilidad y en la primera línea. Y, además, contrariando una vez más a McCulloch, al no entender que, durante los periodos de recesión económica, la paz social corre peligro.

Durante la década de los 80 y después, el neoliberalismo -esa versión especial del capitalismo- se volvió sentido común y se hizo carne en los economistas de derecha, alcanzando, incluso, las orillas intelectuales de muchos economistas de centroizquierda que tuvieron responsabilidades gubernamentales en la Concertación. De muchos de ellos escuchamos los mismos argumentos: que los equilibrios, que el déficit fiscal, que el endeudamiento, que los índices de riesgo, etcétera.

No se trata de ser irresponsables y no entender cómo funciona la economía, pero lo concreto es que esa «ordenada economía de los equilibrios» incubaba en su seno un río subterráneo de profundo malestar y rabia por las casitas de 30 metros cuadrados sin espacios públicos, por los guetos verticales, que son verdaderas jaulas de cemento, por la salud para los acomodados y para los otros, las listas de espera, por la educación estratificada según el barrio, apellido y bolsillo, por el sistema previsional en que predominó el mercado de capitales por sobre las pensiones para los viejos, por los abusos de los poderosos sobre los más débiles.

Todo eso devino en una sociedad llena de desigualdades, injusta, clasista, racista y abusiva. ¿Previó alguno de estos gurúes del neoliberalismo que esto iba a reventar en el estallido social del 18 de octubre y que está significando, ni más ni menos, que, proceso constituyente de por medio, tendremos que celebrar un Nuevo Contrato Social?

Ahora, el gobierno se allanó a buscar un Acuerdo para la Emergencia. Esa mesa, plagada de economistas, ¿podrá sentar, responsablemente, las bases para afrontar de forma adecuada los tiempos que vienen? En otras palabras, ¿tendrá la inteligencia predictiva necesaria para imaginarse cómo será el Chile que tendremos que afrontar cuando retorne «la normalidad»?

Y en el mundo, 419 años después, otra Isabel, esta vez Isabel II, Reina de Inglaterra, todavía espera la respuesta de los economistas acerca de porqué no pudieron prever la crisis subprime del año 2008.

Francisco Huenchumilla