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Opinión

El show debe continuar

Por: Jaime Collyer | Publicado: 15.06.2020
El show debe continuar Jorge Alís sobre la salida de Mañalich | Captura de Pantalla
Seguiremos ensoñando en esta ciudad de palabras en que nos mantiene confinados la pandemia, pero allí seguirán los que rigen nuestro destino actual generando nuevos relatos y deformidades para que nos conformemos con su accionar ineficiente, entre los muertos que se acumulan. Sale Mañalich, entra Paris, el show debe continuar.

Se suele hoy decir que el lenguaje crea realidad, o hasta realidades, así en plural, varias a la vez. La frase se ha transformado en una suerte de moda o cliché, como una monserga revestida de cierta solemnidad, que aflora en cualquier reunión o charla. Un corolario adosado a ella sugiere que en las varias prácticas dentro de lo cotidiano habría un relato subyacente, una narrativa que las acompaña y modela más o menos a gusto del practicante. El lenguaje crea realidad, repetidos relatos. A veces, esos relatos terminan consumiendo al relator en sí. Aunque despedido en olor de multitud (es un decir) por sus adláteres y partidarios, Mañalich acaba de salir por la ventana y dejar su cargo luego de abocarse en los últimos meses a crear variados relatos para edulcorar la epidemia reinante y sus efectos demoledores, sus cifras pasmosas de letalidad y contagio, no comparables a estas alturas con las cifras habituales de una gripe estacional, como quisimos creer algunos optimistas al principio.

Este procedimiento de embolinar la perdiz es la norma dentro de sus huestes, las del doctor Mañalich, una práctica obcecada de este gobierno centrado en la performance y la visibilidad narcisista, y en que parezca siempre que las cosas se hacen y se hacen bien, aunque suela ser a la inversa: nunca nada se modifica en lo sustancial, el sistema imperante prosigue su andadura enfocada a los negocios y todo se hace bastante mal. Mañalich fue, en tal sentido, sólo un síntoma de una enfermedad mayor, valga la ironía en las circunstancias imperantes: esa enfermedad consistente en la compulsión de Piñera, del oscuro Larroulet y demás integrantes del reparto en escena por encubrir la sucia realidad para dejarla tal cual, por convertir un cuento más bien lúgubre y de terror en un cuento de hadas.

El lenguaje crea realidad, claro que sí, puede ser. Cuando menos sirve para operar sobre la realidad. Los jueces redactan fallos, los periodistas informan, los curas predican (aunque ahora anden medio escabullidos), los filósofos reflexionan, los médicos diagnostican. Los escritores, por su parte, se valen del lenguaje para multiplicar evocadoramente sus posibilidades al aludir a la realidad, generando idealmente realidades alternativas.

El dictum habitual postula que una imagen vale más que mil palabras; al gremio escritural le gusta creer que es a la inversa y que una palabra equivale, por lo bajo, a mil imágenes, o las suscita. De ahí (de este influjo presunto del oficio) que tantos quieran hoy adosar el rótulo de “escritor” a su currículum. Profesionales muy doctos en su área y que han escrito informes a raudales, columnistas de opinión cuyo rendimiento en el área del lenguaje se limita a esas columnas o a redactar compendios de ideas ajenas, entrevistadores sin una obra escrita muy vasta a su haber, autores de un poemario más bien feble extraviado en la memoria de las generaciones aunque no de su autor, meros compiladores de correspondencias ajenas se autodesignan todos como escritores, rótulo que no suele implicar demasiados ingresos, pero sí prestigio, es raro. El lenguaje crea realidad, aunque esa realidad creada sea en ocasiones una suerte de placebo verbal sin mucho respaldo en la realidad en sí.

Un placebo que en nuestra época rima con eufemismo. Ejemplos a este respecto sobran y también suelen aflorar en boca de los interesados en deformar la realidad, más que en referirla con precisión. En EE.UU., se resolvió hace años llamar “afroamericanos” a los negros, una señal de hipotético respeto que no ha impedido que la policía blanca los siga matando a discreción.

A propósito de la pandemia, nuestras ciudades han vuelto a dividirse, en la jerga televisiva y hasta política, en “pobladores” (sectores de menores ingresos) y “residentes” (sectores acomodados). Los “pobladores” pueblan, valga la redundancia: son como una muchedumbre recién llegada, ocupantes casuales de ese territorio, eventualmente removibles. Los “residentes”, en cambio, residen de manera estable, están allí desde siempre, como por derecho propio e inamovible. Igual cosa viene advirtiéndose hace rato en el trato verbal a los ancianos en los MCM, donde el segmento se subdivide, por ejemplo, en “directivos” empresariales y “abuelitos” a secas. Los “directivos” son gente que habla en tono serio, que sabe y corta, experta en lo suyo, con sentido de la responsabilidad social, se dice. Los “abuelitos” de las barriadas populares son, en cambio, tiernos, querendones, graciosos. Unos organizan el mundo, los otros divierten a la audiencia con sus acotaciones inoportunas en pantalla.

El lenguaje crea realidad, pero es, a veces, una profecía que se cumple con sólo enunciarla y que genera comportamientos esperables, prejuicios clasistas a destajo. Y los ejemplos siguen sumando: al proceso de despojo emprendido hace algunos siglos en el Wallmapu se lo designó como “pacificación”, una tendencia que hoy persiste cuando a los contubernios a puertas cerradas de las cúpulas partidistas se los denomina “acuerdos por la paz”, y a la mutilación de la ciudadanía joven se alude como “restablecimiento del orden público”. La realidad que el lenguaje crea suele ser, no pocas veces, una coartada, y para el caso, una coartada perversa.

Decía Borges, para ir cerrando este relato, que los seres humanos de todas las épocas han hecho orbitar sus narraciones en torno a cuatro temas: una ciudad sitiada, un viajero que navega incesantemente de vuelta a su tierra, un redentor sacrificado y una aventura en busca de algo con perfiles sagrados. En nuestra circunstancia actual, nos ceñimos, se diría, al paradigma de la ciudad sitiada, como sucedía en La peste de Camus, donde también había una ciudad aislada en sus accesos y que prohibía a sus habitantes fugarse de ella.

Seguiremos quizás ensoñando un buen rato en esta ciudad de palabras en que nos mantiene confinados la pandemia, pero allí seguirán a la vez los que rigen nuestro destino actual generando nuevos relatos y deformidades para que nos conformemos con su accionar ineficiente, siempre acompañado de las buenas intenciones que vocean a diario, entre los muertos que se acumulan. Sale Mañalich, entra Paris, el show debe continuar. Sólo han cambiado el actor protagónico y el relato.

Jaime Collyer