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Romanticismo y melancolía

Publicado: 25.06.2020

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Soy medio tarado a veces, y me doy cuenta de lecturas equivocadas después de mucho tiempo. Hace poco me pasó con Melancolía artificial, de Roberto Merino, que en su momento no supe apreciar en su mérito, quizá por falta de lecturas, quizá porque Roberto en esa época en especial (hablo de los 90) era un groso para mí y tenía muchas expectativas en este libro que seguía a Transmigración, publicado en los 80, en la editorial de Juan Luis Martínez. Recuerdo que reseñé este segundo libro con poco entusiasmo; en mi defensa, yo aún no cumplía los 30 y Roberto no era el autor que es hoy (ambas son –lo sé– tristes excusas).

Todo esto podría hacer sencillo un cambio de opinión, quiero decir las cosas en retrospectiva tienden a cambiar de valor casi naturalmente: uno idealiza la infancia (a veces porque no la tuvo, como Montaigne, o porque la tuvo y fue feliz), los paseos con su padre, la comida de su madre, la ciudad en la que creció, la casaca plateada que tuvo a los diez años, etcétera. Pero en el caso de Melancolía es distinto, porque luego de leer la Antología esencial de poesía inglesa, Vida y cartas de John Keats, en una traducción de Julio Cortázar, y un ensayo sobre el romanticismo inglés del crítico americano Harold Bloom, entendí por dónde iba. Con esto no estoy diciendo que se necesiten estas lecturas para apreciar este libro, sino tan sólo que fueron útiles para mí y en algún punto iluminadoras.

Siguiendo con las lecturas. En Anatomía de la melancolía, Robert Burton definió la melancolía como un problema de salud que había que detectar y combatir. De ahí el término ha sido definido por muchos y en varias lenguas: en alemán está Sehnscuht, que si bien significa añoranza por algo, conjuga los términos de melancolía y nostalgia. Borges también se refirió a la melancolía en sintonía con Burton, por lo que el agregado de “artificial” que Merino dio al título daba una idea de que se estaba haciendo cargo de una cierta tradición.

Pero vamos al grano. Melancolía artificial es un libro dividido en dos partes, una propiamente de poemas y otra ensayística, donde Merino hacía lo que, supuestamente, no es aconsejable hacer: explicaba de algún modo esos poemas. Sin embargo, en la parte ensayística había algunas claves para entender el libro, sobre todo recuerdo la mención a Wordsworth, que Merino calificaba como el “poeta quietista”. Este quietismo se puede leer en Burton precisamente como melancolía: “sentado sobre una piedra bajo un plátano, sin calzas ni zapatos, con un libro sobre la rodilla, abriendo diversas bestias y atareado en su estudio”. Pero aquella mención al poeta inglés que instauró el concepto de tradición en la poesía inglesa, proyectando una línea que uniría la fundación de esa poesía en el siglo XVII con el futuro, cuando leí el libro la pasé por alto, o no la tomé en su debido peso.

No sólo Wordsworth inventó el concepto de tradición para la poesía inglesa, sino que además inauguró el romanticismo. Con él cambió la poesía que se estaba escribiendo y ya no fue la misma. De hecho, Bloom plantea que hasta hoy la estética dominante de la poesía moderna es el romanticismo: “La línea que va del Solitario a La excursión y el Shelley de Alastor, el Byron de La peregrinación de Childe Harold, y el Keats de Endimiòn, es muy clara; así como lo son las líneas que van de estos poemas a la temprana y decisiva obra de Browning, Tennyson. Arnold y Yeats”. Y esto pasa sencillamente porque en esos años –finales del siglo XVIII– se configuró una nueva subjetividad y una nueva conciencia: el ciudadano gracias a la Revolución Francesa, el obrero gracias a la Revolución Industrial, la poesía con esta nueva voz.

Entonces cuando Merino nombra a Wordsworth no es gratuito. Hay allí una intención y es la de sugerir que tal vez los poemas de la primera parte, escritos en plena contemplación desde su departamento de Carlos Porter (en plena Plaza Dignidad, que en ese tiempo era Plaza Italia), sean una reafirmación de lo que decía Bloom.

“De una vida de pura explicación / desaparecen de pronto los paisajes”.

Estos versos de Melancolía llaman la atención del peligro de que desaparezcan lo que vemos, lo que percibimos con nuestros sentidos. Merino realiza el mismo procedimiento que hacían los poetas románticos, o los lake poets, cuando iban a contemplar la Naturaleza y escribían sobre lo que les producía lo que veían y sentían. Esto a fines del siglo XVIII era nuevo, porque la Naturaleza recién hacia el siglo XVI con Montaigne fue considerada como un ser viviente, y ya no era la representación de una divinidad o un simple paisaje. Con el tiempo, de un ser viviente pasó a ser parte de la conciencia del ser humano o del poeta, y con ello quizá fue el primer acto de destrucción de la Naturaleza.

Los poemas de Merino están evidentemente inspirados en el romanticismo de los lake poets, pero su naturaleza es la ciudad: las aves de Wordsworth, Coleridge o Keats son los letreros luminosos de los edificios de Plaza Italia. O sea, la conciencia de Merino devora la ciudad, que desaparece en los poemas, no como recreación, sino como creación. Podría exagerar si dijera que tal vez en su intención estaba demostrar el poder de la conciencia romántica, de esa subjetividad que llevaba dominando la poesía desde hace más de 200 años. Pero como en toda exageración, hay algo de verdad en esto.

Creo, por último, que si Merino hubiera ambientado ese libro en una zona rural de Chile, la recepción dentro de nuestra poesía hubiera sido distinta y hubiera sido rápidamente clasificada y olvidada en algún estante. Por suerte no lo hizo y, si bien las propuestas que no siguen las discusiones o los dilemas de la poesía chilena son rápidamente marginadas, creo que a Melancolía artificial le convino esta marginación, porque ha envejecido bien, al menos para mí. Y es que estar en un margen es una invitación para ser releído.

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