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Opinión

El arte como reserva

Por: Jaime Collyer | Publicado: 28.06.2020
El arte como reserva Francisco Reyes y Daniela Vega |
El arte –al que los espíritus prácticos suelen reprocharle que no sirva mucho para nada– es, con seguridad, una reserva insospechada de fuerzas, un bastión imprevisto en estos tiempos arduos. Así sea.

Hay para un escritor pocas alegrías comparables a la de ver encarnados a sus personajes, los protagonistas de sus libros e historias. Siendo un oficio necesariamente solitario y que discurre a puertas cerradas, uno sólo puede aspirar a que su libro sea exhibido –ojalá– en un lugar razonable de las vitrinas en cada librería y a que más de alguien lo comente tras la lectura. Pero asistir uno mismo a una breve puesta en escena en que sus personajes cobran vida y respiran por su cuenta, se regocijan o sufren, alardean de sí mismos o se autoflagelan a discreción, es un milagro que sólo el teatro y los grandes actores hacen posible, cuando una suma de eventos fortuitos los conecta con nuestros textos para que desplieguen su talento escénico a favor de nuestras historias.

Es lo que acaba de ocurrirme hace unos días, en la lectura deslumbrante que Francisco Reyes hizo en el contexto de las denominadas Living Stories, un programa de lecturas actorales que la productora teatral The Cow Company viene realizando en el escenario de la pandemia y el confinamiento al que estamos todos restringidos. Un programa en que el actor leyó en pantalla, frente a una audiencia afín al empeño, mi cuento “Best-seller”, que viera la luz en el libro La bestia en casa y está hoy incluido en el segundo volumen de mis cuentos completos (Los monstruos, Ed. Catalonia).

He dicho “lecturas” actorales, pero lo hecho por Pancho Reyes el pasado miércoles fue mucho más que eso y acabó transformando lo que debía ser en principio una lectura dramatizada (y acotada) del cuento en un monólogo sorprendente, cautivador e imprevisto, de un personaje –el personaje central de “Best-seller”– que cobró inesperada vida ante los que asistimos a su soliloquio en pantalla, realizado por el actor desde su hogar, dejándonos a todos pasmados y sumidos, me parece, en inesperada complicidad con esa voz que refiere la historia desde su idiosincrasia peculiar y sus rencores, sus propias miserias y grandezas conjugadas en el extraño equilibrio que busca preservar durante su relato. Un despliegue insospechado, excepcional, del actor al dar vida a ese protagonista irónico y a la vez quejumbroso: un corrector de estilo condenado al anonimato y las sombras, un hombre que, en su vasta trayectoria de “jorobado oculto bajo las escaleras de la editorial” (como caracteriza él mismo su labor), nos da a entender que las correcciones incorporadas por su mano a la novela de un autor transformado más tarde en una celebridad, esas correcciones suyas en particular, han sido la clave del éxito masivo de ese pésimo libro, transformado como por arte de magia en un best-seller.

Tremenda performance la del actor, de un profesionalismo y una devoción a su oficio de cuya significación habrá de quedar, con seguridad, testimonio grabado en los archivos de The Cow Company. De hecho, Marcos Alvo, el director de la compañía y quien ha tenido la generosa iniciativa de reunirnos a todos, actores y actrices, escritoras y escritores, para estas lecturas en cuarentena, me decía que en esta lectura del pasado miércoles ocurrió algo nuevo. “Pancho Reyes le dio un plus”, me señaló al final, “lo suyo fue más que una lectura dramatizada, porque terminó actuando el cuento, haciendo un auténtico monólogo teatral”. No puedo estar más de acuerdo y, por lo mismo, más agradecido de Francisco Reyes en su entrega.

Hay algo –lo decía al inicio– decididamente inefable y maravilloso en la lectura y representación que un actor o actriz hacen de un texto literario, porque ellos brindan a la versión original del autor y a su intención primera, las infinitas posibilidades y la multiplicidad de registros, los giros impensados que subyacen y acechan en el texto. Nunca me olvido de cuando colaboré hace unos años con el TEUC en la puesta en escena de Otelo, ni de una variante que Willy Semler –que en esa ocasión representaba al perverso Yago– ensayó en una de las funciones previas al estreno. Una función en la que surgió ante nosotros un Yago diverso al que había advertido yo mismo hasta allí: un hombre carcomido a su vez por los celos, y una víctima él también de su propia inseguridad, no ya el villano quintaesenciado que suele asomar en el Otelo habitual. Recuerdo que, concluida esa función de prueba, le pregunté a Willy cómo veía él al infame Yago y que él me respondió con llaneza: “Bueno, en esta función decidí compadecerlo. Digamos que hice la defensa del personaje”.

Es la maravilla que el teatro y los actores de fuste hacen posible: la de permitirnos apreciar el lado inesperado, la faceta oculta y más indescifrable de los personajes, incluso de los que uno mismo ha dado a luz. Fue lo que me sucedió el pasado miércoles con ese monólogo sin par de Pancho Reyes. Yo mismo pensaba antes de esa lectura que el protagonista de mi cuento era el novelista-impostor transformado en un best-seller; pero el despliegue tan inesperado del actor me hizo ver que el gran protagonista era su corrector de estilo, aquel individuo solapado y hasta simpático que nos entregaba su sarcástica versión del éxito que él mismo había propiciado con sus maniobras ocultas. Es esa maravillosa discrecionalidad que caracteriza al oficio teatral y que es como su sello irrenunciable.

Sorprendente, por decir lo menos, el fenómeno de estas lecturas organizadas por The Cow Company. Demostrativo, entre muchas otras cosas, de cómo una desgracia de carácter global y omnipresente puede alterar inesperadamente nuestros ritmos vitales y nuestras formas de estructurar el tiempo y reconducirnos, sin aviso previo, a una reconexión con ciertos placeres que creíamos olvidados, como el goce de la lectura o de relatos dramatizados prodigiosamente en las pantallas, para remecernos en nuestros hogares y permitirnos recobrar algo que es quizá consustancial a nuestra condición humana: la aptitud de contar historias y de disfrutarlas con todos sus matices y alcances, aunque ahora sea por esta vía audiovisual.

No es raro, en ese sentido, el auge que hoy se comprueba de un formato de libro casi desconocido hasta hace poco en el mundo de habla hispana: el del “audiolibro”, el libro grabado por narradores profesionales y actores abocados al asunto. Esta “nueva forma de leer”, como la caracterizaba hace poco un profesional del área, viene a sumarse de manera creciente al libro de papel y el electrónico. Citando cifras de informes varios del sector, me decía hace poco Santiago Ramírez, también actor y narrador de audiolibros y el fundador en nuestro país de Audibuk (que prepara ahora mismo una versión en audiolibro de mi libro Swingers), que ese auge más que evidente se ha acrecentado, al parecer, en estos tiempos de pandemia. Sólo en los Estados Unidos hubo en 2019 un incremento de un 16% en la circulación de audiolibros disponibles y se espera que el confinamiento aumente esas cifras este año. Y el mercado de habla hispana no es la excepción a esta tendencia creciente. Según el Bookwire Report 2020, se espera que este año el mercado en español (de España y América Latina en conjunto) disponga de 14.000 nuevos audiolibros, todo un récord.

Igual que lo comprobamos todos el pasado miércoles, germina en rededor el arte de contar historias, en todas sus nuevas y proteicas posibilidades. Un hecho sugestivo, quizá, de una búsqueda del sentido en mitad de la pandemia, de algo que nos permita sortear los malos augurios presentes y este tiempo aciago de estragos inesperados, ante todo entre la gente más expuesta e indefensa. Y es que el arte –al que los espíritus prácticos suelen reprocharle que no sirva mucho para nada– es, con seguridad, una reserva insospechada de fuerzas, un bastión imprevisto en estos tiempos arduos. Así sea.

Jaime Collyer