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Opinión

No se oye, padre

Por: Jaime Collyer | Publicado: 26.07.2020
No se oye, padre | FOTO:SAMIR VIVEROS/AGENCIAUNO
            De sumo interés la columna que Héctor Soto publicó en La Tercera con el título un poco alarmista de “La demolición”. Interesante porque ella evidencia los miedos que hoy acechan a la intelectualidad matriculada con el orden vigente y, no sólo eso, ponen de manifiesto su diagnóstico tan unilateral del descontento ciudadano en curso desde octubre pasado.

De sumo interés la columna que Héctor Soto publicó en La Tercera el reciente 18 de julio con el título un poco alarmista de “La demolición”. Interesante porque ella evidencia, en la pluma habitualmente sagaz de su autor, los miedos que hoy acechan a la intelectualidad matriculada con el orden vigente y, no sólo eso, ponen de manifiesto su diagnóstico tan unilateral del descontento ciudadano en curso desde octubre pasado.

Para esa visión, lo primero es ese diagnóstico sesgado de lo sucedido en las calles a contar del estallido social. Un diagnóstico que suele enarbolar, cuando entra en ese terreno, su crispación ante la violencia de la “chusma” ciudadana, contraponiéndole la cordura de sus adherentes (los adherentes al diagnóstico), su devoción por el análisis racional o hasta su propia superioridad moral a la hora de enjuiciar el mencionado estallido. Todos elementos y baluartes –la vocación pacifista, la racionalidad, la moral intachable– con los cuales resulta siempre difícil polemizar. ¿Qué hace uno cuando alguien proclama cada semana, y ante cada episodio de la coyuntura nacional, su monopolio de ese análisis racional? Es como pretender rebatirle a Dios, el Dios de la razón ilustrada, sus aportes taxativos y sus diagnósticos. No es, con todo, el caso de Soto, que es bastante más versátil que otros columnistas, tal vez por su condición de crítico de cine, oficio que le basta con seguridad para aquilatar en mejor forma un hecho rudimentario de tan básico y es que la dimensión racional es una dimensión muy parcial dentro de la experiencia humana.

Esas múltiples voces se han ocupado, con todo, en el último tiempo de fustigar desde sus respectivas columnas a quienes propician desde hace meses un giro radical definitivo del sistema espurio que le fue impuesto a este país a sangre y fuego. En esa vena, el propio columnista señala por ejemplo que “nunca se disipó la ambigüedad con que gran parte del arco político opositor amparó el matonaje, el vandalismo, las barricadas y los saqueos”. ¿Matonaje y vandalismo? Los hubo, ciertamente, cuando menos vandalismo, pero… ¿la violencia desplegada por el sistema no le merece ni siquiera hoy alguna mención? Y el despliegue criminal de la fuerza pública en las calles, sus apaleos de ciudadanos indefensos o de la tercera edad a los que sus huestes acorazadas sorprendían aislados de la multitud, algunos hurtos de su parte documentados visualmente, la colusión ocasional de algunos de sus efectivos con saqueos vinculados a personeros derechistas, los adolescentes cegados por la policía, los cuerpos baleados y luego quemados en horas del toque de queda, las torturas y abusos en los cuarteles a los detenidos y detenidas… ¿eso no es matonaje?

En este sentido, esas voces alarmadas no se han detenido mayormente –algunas de ellas ni una sola vez– a condenar en sus respectivas tribunas los efectos criminales y las violaciones a los derechos humanos derivados de la represión montada por el gobierno.

No se oye, padre, sigue sin oírse.

¿Habrá en otros parajes y otros países una media docena equivalente de estas voces escandalizadas que viven autoproclamándose los defensores de la racionalidad y el debate civilizado, pese a lo cual han faltado con frecuencia al deber que todo ciudadano decente, y desde luego todo intelectual decente, tendría de denunciar los crímenes de Estado y los delitos de lesa humanidad en cualquier circunstancia?

Es esta actitud elusiva la que echó por tierra en los días del estallido social la premisa del NUNCA MÁS, una propuesta que creíamos bien asentada en nuestro escenario ciudadano. Con su omisión, esta porción de la llamada intelligentzia local tan conforme con sus propios análisis contribuyó al resurgimiento criminal de prácticas de las que nos creíamos ilusoriamente a salvo, en virtud de los pactos de la transición que esos devotos del consenso aplaudían y contribuyeron a forjar. Si algo aprendimos todos, esa generación que, al decir de Soto, “logró reconstruir la convivencia democrática con gran generosidad e inmensos sacrificios colectivos”, es que no es bueno que los presidentes constitucionalmente elegidos mueran a balazos en el Palacio de Gobierno y que tampoco lo es arrancarle las uñas al adversario.

Fue un consenso muy vasto en torno a esos pilares básicos, en los que podíamos coincidir prácticamente todos, a excepción de una porción de la derecha ultramontana que nunca ha abandonado sus sueños de reincidencia autoritaria (esa misma derecha que ahora sale a desfilar en sus autos a favor del rechazo en plena cuarentena, de nuevo con la anuencia de las fuerzas del orden). Con su deserción ética y las omisiones señaladas a la hora de condenar la represión habida entre octubre y marzo hemos retrocedido medio siglo y eso es lo grave, porque la condena de las violaciones a los derechos humanos es un territorio binario, en el que si callas otorgas, y lo que otorgas es la posibilidad de que se siga cegando adolescentes y mujeres jóvenes y encubriendo a los hechores cada vez que el poder lo estime conveniente.

La mencionada columna alude, además, de manera algo arbitraria, a la oposición a este gobierno, principalmente dentro de la escena parlamentaria. Junto con señalar voluntariosamente que “es en La Moneda donde todavía queda iniciativa” (¡!), ella reduce al flanco político opositor a “una montonera de incautos, oportunistas, figuras radicalizadas y parlamentarios aterrados, aparte de políticos veteranos que quieren estar en onda y de diputados que no por el hecho de serlo cortaron con el mundo de la farándula”.

No tengo singular admiración por la casta parlamentaria –salvo por los más consecuentes dentro de ella con sus posturas históricas–, y hasta podría coincidir en algunos casos con el opinante, pero me parece por decir lo menos curioso que no se detenga a considerar lo que hay del otro lado del espectro.

A esa enumeración que él hace de los incluidos en la “montonera” descontenta, cabría oponerle la caterva de tránsfugas y conversos improvisados que antes se sumaron al gobierno piñerista y ahora abandonan el barco, que ejercen servilmente sus cargos y embajadas y acechan en los pasillos del poder a la espera de que las ventajas arbitrarias del sistema neoliberal alcancen a chorrearles en los bolsillos antes de reventar, o se preparan desde ya para cruzar de vuelta la puerta giratoria que los reconduzca al sector privado y a sus directorios tan lucrativos. Tránsfugas desenmascarados en sus gestos, mercenarios intelectuales de poca monta, arribistas y oportunos defensores del orden que acosan a ciertos entrevistados opositores en la prensa a cambio del sueldo opíparo que los dueños de esos medios de comunicación les garantizan.

Parece aconsejable, a la hora de hacer esas tipologías apresuradas, echar una ojeada a la montonera de predadores y oportunistas circundantes al poder, aferrados precisamente a su poder en descomposición.

Jaime Collyer