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Crónica de una infiltrada: la enferma

Por: Alessia Injoque | Publicado: 06.08.2020
Crónica de una infiltrada: la enferma | Foto: Agencia Uno
Durante mucho tiempo me odié y me negué, pero finalmente entendí que soy la suma de mis partes. Mi personalidad, temperamento, mis recuerdos, emociones e identidad están marcados por mis experiencias como una mujer trans. Si pudiera extirpar esa parte de mí y no ser trans, ¿en quién me convertiría? No sería yo. Por el contrario, aceptarme como soy ha sido el proceso más feliz y satisfactorio de mi vida.

A mis 22 años, el año 2003, tuve un quiebre. Durante toda mi adolescencia me aferré a mi interpretación masculina, a ser un hombre como me pedía la sociedad y, en parte, lo que me daba fuerza para seguir fue que, como siempre me atrajeron las mujeres, podía enamorarme y amar.

Pero todo se vino a pique cuando terminé una relación de dos años y medio. Mientras navegaba entre diferentes niveles de malestar, me di cuenta de que todos los secretos que guardaba y las mentiras que proyectaba me volvían una persona insegura e inestable. Sentí que debía hacer algo al respecto y me sobrepuse a la vergüenza para pedir apoyo.

Me abrumaba el miedo, pero la angustia era más fuerte. Una noche me acerqué a mis padres religiosos y les dije que necesitaba ayuda sicológica, que me travestía en secreto, eso me hacía daño y ya no quería seguir. Ellos, como buenos cristianos, me apoyaron. Yo me sentía enferma; ellos, preocupados, quisieron curarme. Así fue como llegué a terapia con la intención de extirpar una parte de mi identidad.

Hasta el año 1990 la homosexualidad fue considerada una enfermedad mental por la OMS y recién en 2018 se despatologizó a las personas trans. Durante años esta etiqueta, “personas enfermas”, autorizó el desprecio en las miradas, las palabras despectivas y dio respaldo a quienes ofrecieran “curas”.

Probablemente los métodos más crueles de los que hay registro fueron los transplantes de testículos, inyecciones de hormonas, castraciones químicas, histerectomías y lobotomías. Durante mucho tiempo importó poco el daño que pudieran causar, los prejuicios mantuvieron a la ética profesional al margen de la discusión.

Otro intento aberrante vino desde la sicología conductista y la terapia de aversión. En este procedimiento los terapeutas exponían a los pacientes a imágenes eróticas homosexuales mientras les aplicaban electroshock en los genitales o medicamentos que les generaran náuseas, esto con el objetivo de formar una asociación negativa y que las personas dejaran de sentir placer sexual. El resultado fue profundos traumas e inhibición sexual, pero nadie fue “heterosexualizado”.

Ya hacia los años 60 el conductismo cambió el enfoque hacia métodos de refuerzo “positivo”, como pedirle a los hombres homosexuales que se masturben pensando en aquello que les genera excitación, pero que cuando estén a punto de llegar al orgasmo miren imágenes de una revista Playboy. También se buscó la “cura” a partir de hipnosis o se trató a la homosexualidad como una adicción similar a la drogadicción.

Por supuesto durante todo este periodo y hasta la actualidad los principales protagonistas de esta película de horror son las religiones organizadas. Alrededor del mundo hay numerosos reportes de grupos religiosos que afirman “curar” la homosexualidad con ayuda de Dios en procesos que tienen como factores comunes humillaciones, culpa y presión social para forzar una negación de la identidad.

Tras conocer la historia de estos procedimientos y testimonios de quienes los vivieron me doy cuenta de que tuve suerte.

Llegué al sicólogo desesperada, vulnerable y dispuesta a aceptar cualquier camino para “curarme”, pero no me aplicaron ninguno de los procedimientos descritos y nos dedicamos a conversar, sin miedo ni culpa, de otras dificultades en mi vida. Por otro, a insistencia de mi padre, comencé a ir a un grupo de hombres en su iglesia del que sólo recuerdo que nos hacían repetir “gracias a Dios que me hizo hombre”, pero me salí al poco tiempo y no recibí presiones de mi familia para volver.

Hoy las “terapias” de reconversión son rechazadas por los colegios profesionales alrededor del mundo. En Chile, el Colegio de Sicólogos hizo un llamado a denunciar a los centros y profesionales que las practiquen por vulnerar el código de ética. El consenso profesional es que no hay nada que corregir, nada que curar y que, por el contrario, estas “terapias” son dañinas para el individuo. Pero, lamentablemente, estos procedimientos aún son practicados, incluso en menores de edad, y no hay legislación en Chile que permita denunciarlos.

A pesar de toda la evidencia, los grupos reaccionarios se mantienen en una defensa dogmática de estos procedimientos. Ante un rechazo tajante de colegios profesionales y la comunidad científica, su último grito hipócrita desde el rincón conspirativo es en defensa de la libertad de las personas adultas a someterse a estos tratamientos. Pero esa libertad no existe.

Sugerir que una persona accede voluntariamente a cambiar su orientación sexual o identidad de género es ignorar la presión de su entorno diciéndole por años que debe cambiar. Para quienes crecimos en familias donde nuestra existencia era tabú, en grupos de amigos donde ser “maricón” fue un insulto y un chiste, escuchando en la Iglesia que somos pecado, para finalmente asistir a la universidad a que nos dijeran que somos personas enfermas, ¿qué grado de libertad existe cuando una persona LGBTIQA+ se acerca a un profesional a pedir una cura?

Durante mucho tiempo me odié y me negué, pero finalmente entendí que soy la suma de mis partes. Mi personalidad, temperamento, mis recuerdos, emociones e identidad están marcados por mis experiencias como una mujer trans. Si pudiera extirpar esa parte de mí y no ser trans, ¿en quién me convertiría? No sería yo. Por el contrario, aceptarme como soy ha sido el proceso más feliz y satisfactorio de mi vida.

Cuando miro para atrás, a mis 22 años me sentía muy mal, el dolor me abrumaba. El miedo, la culpa, el estigma, el tabú, la marginación, el rechazo, las burlas, el desprecio, el odio y la violencia me enfermaron.

Vivimos en una sociedad enferma… Tal vez el amor sea la cura.

Alessia Injoque