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La Joroba Nacional

Publicado: 16.08.2020

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Siempre que toca adjudicar los premios nacionales se me viene a la memoria el diálogo telefónico sostenido en el 90 por Roberto Matta con Ricardo Lagos, cuando este último le anunció en pantalla, desde su cartera de Educación, que le había sido concedido el Premio Nacional de Arte. Fue un diálogo afín a la impronta surrealista del premiado, que estaba a esas alturas algo ausente (no es un delito, para allá vamos todos) y solo le aclaró al ministro Lagos que “de eso de los premios” él no entendía mucho. Mucha gente sigue sin entender mucho, pese a lo cual hay cierto revuelo habitual en el ambiente por la concesión inminente del galardón en el campo literario.

Quizá por el revuelo ese tan habitual, nadie le cree mucho a uno cuando dice que el Premio Nacional lo tiene sin cuidado o se niega a dar nombres cuando lo llaman de algún medio para que los dé y diga con fórceps cuáles son sus candidatos o candidatas. A algunos narradores y poetas de ambos sexos, el asunto los deja en efecto fríos o frías; no digamos como un témpano de indiferencia, pero bastante impertérritos. El último ejemplo al respecto es el de ese espíritu grande que es Tomás Harris, quien en su sitio de Facebook señala hoy mismo que no está “ni ahí” con el premio o con que se baraje su nombre entre los postulantes. “No este año. Y quizá ninguno”, añade con razonable precaución, y quién podría reprochárselo.

La pregunta es ¿por qué ocurre esto? ¿De dónde esta indiferencia progresiva de buena parte del gremio escribiente, hombres y mujeres por igual, ante un galardón nada desdeñable para solventar las cuentas de última hora en nuestro tránsito atormentado (a veces más, a veces menos) por la faz de la tierra?

Una primera razón parece obvia y a un paso de comenzar a resolverse este año, y es la discriminación flagrante habida en la historia del premio entre varones y damas. Con toda justicia ha llegado en esto del galardón literario el momento de nivelar la balanza entre los géneros y es que, seamos serios, no puede ser que la relación numérica entre hombres y mujeres sea, en este terreno de los premiados, de 49 a 5 en favor de varones. Desde su creación, apenas un décimo de ellos han sido mujeres. Dicho esto, y siempre a riesgo de que a uno le salten al cuello por plantear estas cosas, es complejo esto del cuoteo pareado. La forma irrestricta de discriminación positiva que permitiría igualar el desequilibrio histórico sería establecer, en la concesión futura del premio, tandas de cinco autoras alternadas con un varón, pero quedaría un poco raro, por no decir absurdo.

La bancarrota del orden patriarcal es un hecho, pero el criterio de la paridad irrestricta entre los géneros merece incluso algunas matizaciones doctrinarias, aparte de metodológicas. Como bien lo señala mi amigo Adolfo Estrella, entre las huestes de hombres y mujeres afines al pensamiento libertario (me cuento entre ellas) es preferible no tanto que haya paridad de género entre los generales y coroneles de ejército, sino que no haya más generales y coroneles de ejército, y eso es algo que sólo el movimiento feminista puede hoy con seguridad plantearse y hasta conseguir eventualmente.

Más allá de este debate muy justificado respecto a la discriminación por géneros, nunca me ha parecido muy convincente la segunda razón a considerar y es esto de la alternancia bianual del premio (por decreto tácito) entre poesía y narrativa. Pedro Gandolfo alude –al responderle a Tomás Harris y considerando su otorgamiento inminente este año a la poesía– a “la mezquindad de otorgar el premio cada dos años y alternarlo con los narradores”. Sería menos enervante, me parece, que las consideraciones sustanciales se restringieran cada dos años a cuestiones literarias y de méritos, y no a que en esa ocasión le toca a un género (literario) y no al otro.

Lo de los creadores sumidos en cierta condición apremiante también influye en su actitud ante el premio, pero en este caso la indiferencia cede paso a cierta avidez comprensible, porque las cosas andan para el gremio literario igual de jodidas que para los cultores de otras disciplinas artísticas, aunque no sé si la culpa de esto la tenga la pandemia en sí: antes del confinamiento el saldo bancario de cada uno no andaba mucho mejor, diría yo. Algo que Rudy Wiedmaier sugería de manera certera respecto a los músicos en una columna publicada en este mismo medio.

Con las vacas así de flacas, no es raro que todos (narradores, poetas, historiadores, músicos y otros) busquen meter una cuña en las candidaturas a los premios nacionales, pero se corre el riesgo de que los mismos acaben transformándose en una especie de jubilación anticipada, no despreciable ya digo para pagar las cuentas de luz y otros rubros más urgentes. Quizá por eso mismo es que la apertura bianual de la convocatoria suele transformarse en una suerte de campaña electoral con lobbies, grupos de presión y movidas parecidas a las que desarrollan otros gremios menos creativos del acontecer nacional. La fotógrafa Leonora Vicuña resume bien el problema, al responder a su vez al posteo de Tomás Harris: “Una buena jubilación, decente, le hace falta a muchísima gente. P[ara] esta miseria de premio al que hay que postular, hay que hacer carrera y méritos, es obsceno. […] Es miserable. Es un circo pobre. Triste paisito donde los creadores deben postularse a un premio. Hacer mucho lobby, mucho bombo”.

¿Cuándo comenzó todo esto? Difícil saberlo.

Durante la dictadura, la concesión del premio fue en ocasiones una chacota un poco lúgubre (valga la paradoja), por no decir un ritual ignominioso para premiar a los escasos escritores ya mayorcitos y proclives al régimen. En la transición, los premios a Zurita o Skármeta suscitaron, entre otros, algunos resquemores, algo también consustancial al momento, porque en su concesión influían no pocas veces decisiones cupulares que provocaban cierta crispación endémica en el gremio, aunque nadie podría hoy negar que la trayectoria y méritos de ambos galardonados justificaban la decisión; a lo más, se podría cuestionar el momento de la misma.

Con Isabel Allende, su nominación fue propuesta por una reunión sustancial de firmas afines a su labor, que evidenciaron cierta tendencia a fustigar durante esos días a cualquier otro candidato que pretendiera rivalizar con su candidatura, acusándolos a todos de chaqueteros. Fue una campaña de signo radical, digamos, aunque una vez más la cualidad tan prolífica y la resonancia de la autora parecían justificar la concesión del premio. Las últimas campañas habidas por el Premio Nacional, cuando menos en aquellos años en que le tocaba tácitamente a un narrador o narradora, fueron la del viejo Germán Marín –que de tan desembozada le terminó jugando en contra, aunque probablemente mereciera también el premio– y esa otra a favor de Roberto Merino en la última concesión del galardón, ambas gatilladas y gestionadas entre bastidores por sus idólatras crónicos, operando a la sombra de este magro evento criollo y sus dádivas bianuales.

Se me ocurre que esa actividad de cabildeo bajo cuerda es parte primordial del problema y una razón que justifica la indiferencia aludida de muchos narradores y poetas ante su concesión. A futuro, habría que pensar algunas formas de obstaculizarla o impedirla.

¿Veremos prolongarse todo ello cuando pase esta versión en curso y se haya premiado legítimamente a alguna de las autoras postuladas? Es probable.

Habría que precisar entonces, además de esos criterios literarios a que aludía al principio, los procedimientos para postular a alguien, pero a mí me faltan ganas, lo confieso. El premio en sí se me ha antojado siempre una especie de joroba que un día empieza a brotarle al nominado o nominada, a veces muy a su pesar, y termina –cuando se la otorgan para que se la lleve– consolidándose entre sus omóplatos como un peso imprevisto, marcando normalmente –aunque no necesariamente– el fin de su carrera profesional. Mejor irse piolita, digo yo, escribir tranquilo y vivir mientras se pueda sin ninguna joroba, no será tan distinto a como ha sido siempre.

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