Avisos Legales
Opinión

El fin del corporativismo como razón del estallido

Por: Sebastián Sandoval | Publicado: 26.08.2020
El fin del corporativismo como razón del estallido Plaza de la Dignidad |
Los millenials compartían mismo lenguaje con los Z. En eso llega inesperadamente la generación del baby boom. No sabían qué pasaba, y se estableció diálogo. Ellos sorprendentemente se incorporaron. Habían visto revoluciones de esta clase en el pasado, y sabían de sus buenas intenciones. Quedaba estoica la generación X, hijos de los boomers, padres de millenials y zoomers, la que tenía los conceptos corporativistas establecidos directamente por la dictadura. Se resistieron hasta los primeros días tras el 18-O, cuando forzadamente tuvieron que discutir y se dieron cuenta de los afanes justos. El chip corporativista caía de la manera más impredecible: en una conversación inter-generacional.

La era de polarización, suscitada por un intento desesperado de una oligarquía débil de evitar un golpe final con el establecimiento de un gobierno popular, había dejado en la impronta colectiva nacional un mal sabor de boca.

De documentos históricos, como el famoso documental La Batalla de Chile, uno puede desprender que el quiebre existente en la ciudadanía era claro, pero que el gobierno de la Unidad Popular sabía que reprimir sectores políticos para su propio beneficio era quebrantar los acuerdos y postulados democráticos a los que adherían. Ironía fue que de las primeras cosas que hizo la dictadura, el mismo 11 de septiembre de 1973, fue coartar la libertad de expresión mediante la instalación de censores militares en los medios de comunicación y el cierre y expropiación de otros medios. En algunos casos, personalidades destacadas de los medios como el cantautor Victor Jara, quien ejercía un cargo en TVN, resultaron víctimas de los primeros crímenes de lesa humanidad que los aparatos represivos que la dictadura perpetraría.

La dirigencia castrense tenía claro que una sociedad discordante podría echar para atrás todo intento de construir una nueva institucionalidad, por lo que decidió conformar una nueva base en el ideario ciudadano, mediante la instauración soterrada del corporativismo, basado en la idea de que un poder social sin intervención estatal alguna aseguraría un acatamiento sin crítica de las decisiones que tomase la dictadura respecto a la institucionalidad.

Nuestra educación fue el primer frente de este cambio. Después de todo, las nuevas generaciones debían ser el rostro claro de un nuevo comienzo. Se instauró una enseñanza bastante guiada por un patriotismo severo, estableciendo a las figuras históricas de nuestro país como figuras míticas, semidioses incuestionables que actuaron de forma honorable por el bien de nuestra nación, y que por tanto debíamos rendir de la misma manera que aquellos próceres en nuestro actuar constante. Fácilmente, cualquier persona podría hacer el ejercicio de crítica, pero la dictadura sabía que nadie estaba dispuesto a recibir los vapuleos por decir que O’Higgins, o Portales, o Prat, o Manuel Rodríguez habían cometido un ápice de error o eran personas como cualquier otra que en el momento dado hicieron lo que creían correcto.

Así, el concepto de una nación inquebrantable, guiada bajo la dirigencia de las Fuerzas Armadas, fue ganando adeptos a lo largo y ancho de nuestro país. Obviamente, era un misticismo severo para entorpecer la mirada pública frente a las revelaciones de las graves atrocidades que existían en nuestro país, y la poca preocupación social que existía con la ciudadanía. Pues, ante la carencia del Estado frente a una cuestión social o ante un desastre natural, existía una nueva herramienta útil: la resiliencia de la ciudadanía, entendida como “el chileno hijo del rigor”.

Los principios de la solidaridad operaban a toda máquina con ello, mediante campañas solidarias soportadas por las empresas y la ciudadanía para que, cuando la institucionalidad estatal no pudiese, fuera el mismo pueblo que se ayudase a sí mismo. Y a quienes criticaran aquellas campañas solidarias por acallar el hecho de que el Estado era quien debía hacerse cargo, eran tratados como parias, gente resentida, ajena al pueblo, comunistas.

Tras el fin de la dictadura, la naciente democracia no cambió la educación con la que se formaba a los jóvenes, pensando que los ideales corporativistas estaban bien para seguir conservando el sistema neoliberal con ciertos cambios.

Era necesario demostrar al mundo que Chile era un nuevo actor en el escenario mundial y para eso tenía que verse la casa ordenada. Es cosa de tomar un libro educacional de la época y compararlo con uno actual. El libro será diferente físicamente, tendrá una nueva editorial, nuevos gráficos, imágenes, e incluso parecerá más extenso, pero en lo curricular no hay nada nuevo entre un libro actual de enseñanza con uno de los años 90. Son los mismos contenidos y formas de establecerlos. Que en kínder haces la bandera chilena sobre un papel, que haces una oda a Prat para el 21 de mayo, que en septiembre todos los años te enseñan los bailes típicos, que el estudio de historia en la media dos años lo dedican a Chile y dos años al mundo, etcétera.

Gran equivocación, pues las condiciones en que crecieron las generaciones no fueron las mismas. Mientras la generación X fue forjada con epopeyas patrióticas e historias legendarias sobre sus orígenes, los millenials fueron forjadas por Taringa y El Rincón del Vago.

Internet había entregado una ventana crítica que permitía a las generaciones incipientes buscar información adicional para hacer sus tareas, y con ello, sin saberlo, conformar una base crítica lejos de la malla curricular. Cuando la revolución pingüina estalló en 2006, muchas personas quedaron afectadas con la represión, y prometieron romper el círculo. La generación Z, que encabezó el estallido de 2019, tuvo otro factor adicional: nació en un mundo post-9/11, un mundo multipolar que experimenta y critica al orden establecido de desayuno, y de almuerzo usa TikTok. Crecieron insertos en una Era de la Información, en donde la historia se ha transformado en una enseñanza tipo ágora, en un dialogo con el profesorado, integrado por ex-pingüinos del 2006 que cumplieron su promesa de romper círculos y se desligaron de lo curricular para enseñar estableciendo una construcción bajo una base crítica bien conformada.

¿Cómo se inició el estallido? Con un shitposting.

Una página de memes del Instituto Nacional, para llamar a la evasión por el alza de tarifas, publicó una serie de virales parodiando la situación del gobierno. Podrá sonar ridículo, pero así fue. El Liceo 1 agarró vuelo de la misma manera y atacaron al punto más pulcro, al punto más limpio y ejemplar, que unificaba a la ciudad de Santiago: el Metro.

Y es que ellos obviaban un hecho: sabían que ellos no estaban afectados, pero sus familias sí. Pero no lo hicieron con un afán de defenderlas, sino con un afán de criticar al gobierno por sus declaraciones, como el pedir que la gente se levantara más temprano para aprovechar tarifas bajas. Irónico que aquella declaración tan vapuleada por la derecha en 2007, en los inicios del Transantiago, era enunciada por esta misma en 2019 sin ningún escrúpulo para defender el maquillaje aprovechador del término de las vías exclusivas de transporte público esenciales que significaba Red. Ya no era cuestión de solidaridad, sino de crítica.

Los millenials se sumaron como si nada, pues compartían mismo lenguaje con los Z. Pero en eso llega inesperadamente la generación del baby boom. No sabían qué pasaba, y la juventud estableció diálogo. Ellos sorprendentemente se incorporaron. Habían visto revoluciones de esta clase en el pasado, y sabían de sus buenas intenciones. Quedaba estoica la generación X, hijos de los boomers, padres de millenials y zoomers, la que tenía los conceptos corporativistas establecidos directamente por la dictadura. Se resistieron hasta los primeros días tras el 18-O, cuando forzadamente tuvieron que discutir y se dieron cuenta de los afanes justos.

El chip corporativista caía de la manera más impredecible: en una conversación inter-generacional. Sentarse a hablar fue su fin. Así que no se sorprendan si hay intentos de recuperarlo.

Sebastián Sandoval