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Opinión

La política como ofensa

Por: Adolfo Estrella | Publicado: 05.09.2020
La política como ofensa |
La degradada “política de matinal”, compañera inseparable de la “política de tuit”, domina la escena. Esta política se ha convertido en un género televisivo más, superpuesto a las clases de cocina, los ejercicios de yoga, las predicciones del tiempo y los consejos de salud.

Tanto en física como en política, los espacios vacíos tienden a ser llenados. La apropiación mediática y frívola del término “socialdemócrata”, ignorando su contexto histórico de aparición, expresa más la orfandad de este significante, por abandono por parte de sus “dueños” originales, que desfachatez de Joaquín Lavín. La socialdemocracia hace muchos años que renunció a sí misma y se contaminó de neoliberalismo, dejando que su nombre, devaluado, significara cualquier cosa en el mercado de la política del espectáculo.

Aquello que ahora se llama “la política” es el resultado de la alianza perversa entre unos medios de comunicación sedientos de rating y una “clase política” desorientada, errática, con débil o nulo vínculo con aquellos que dicen representar, sobre todo por parte de la llamada “centro-izquierda”, pero, por eso mismo, dispuesta a vender su alma al diablo con tal de tener unos minutos de gloria en algunos de los decadentes escenarios mediáticos disponibles. Ambos se necesitan para sobrevivir: unos aportan “contenidos” y los otros, difusión.

La degradada “política de matinal”, compañera inseparable de la “política de tuit”, domina la escena. Esta política se ha convertido en un género televisivo más, superpuesto a las clases de cocina, los ejercicios de yoga, las predicciones del tiempo y los consejos de salud. ¿Qué es Joaquín Lavín? ¿Un político? ¿Un showman? ¿Un comentarista? ¿Un payaso? ¿Todo a la vez? Las mismas preguntas son válidas para Francisco Vidal. Cuando la política se confunde con entretenimiento gana el entretenimiento y cualquier semejanza de la política con alguna voluntad emancipadora es pura coincidencia.

Esto ha sido así desde que los propios actores institucionales, todos, aceptaron la conversión de la representación política en representación teatral. Entre re-presentar al demos y re-presentar una obra; entre verdad y fingimiento, entre vida y simulacro. Pero no se trata de las grandes representaciones clásicas sino de pequeñas operetas, farsas, parodias y, sobre todo, pantomimas y circos. Política-espectáculo manifestada, entonces, como política circense con todo el elenco de malabaristas, contorsionistas, ventrílocuos, titiriteros, trapecistas y, por supuesto, muchos payasos y equilibristas.

Una de las características de esto que llamamos “clase política” es su homogeneidad de fondo a pesar de su heterogeneidad de superficie. Cuando hablamos de ella nos referimos a un conjunto de individuos, incombustibles en su voluntad de poder, con serias deficiencias éticas, con nombres y apellidos y con ganas de reproducirse ad infinitum. Por supuesto que hay excepciones e incluso podríamos conceder que hay muchas, pero el peso del conjunto, el dominio de la estructura sobre las individualidades, anula el valor de las disidencias. Y sus comportamientos particulares no pueden escapar de la lógica general de conductas nefastas al interior de un conjunto endogámico.

Nos hubiera gustado que la diferencia izquierda-derecha marcara una distancia programática y ética infranqueable, pero desgraciadamente no es así. El Frente Amplio desperdició la oportunidad de una regeneración generacional que hubiera aportado inventiva e imaginación para acercar “la política” a “lo político”, diferenciándose del duopolio. No lo hicieron, se integraron a él y lo convirtieron, como era previsible, en un “tripolio” estéril. Resulta patética su insistencia ahora en la necesidad de “preparase para gobernar el país” cuando sus ideas, su organización y su arraigo social son primarios y precarios y su fraccionamiento tendente al infinito, por decir lo menos. Como todos, su existencia y supervivencia es un puro efecto mediático, por mucho que su “ala izquierda” reclame su “vinculación con los movimientos sociales”, desde su nacimiento.  Sus ganas de gobernar la han manifestado desde siempre y la mantienen aún, con arrogancia, después de demostrar ausencia de proyecto, lucha de egos mediocres, canibalismo político persistente, divisiones y subdivisiones eternas, ensalada de siglas partidarias y militancias numéricamente irrisorias. Un proyecto de trasformación no se construye llenando los discursos con “territorio”, “disputar”, “hegemonía”, “visibilizar” u otros clichés, que a estas alturas ya no dicen nada y no dan cuenta de los cambios en este país después de casi un año de turbulencias sociopolíticas, pandémicas y étnicas.

Decía Humberto Giannini que el mal, el daño, nace no de una eventualidad cualquiera que pudiera ocurrirnos y hacernos sufrir como la enfermedad, la muerte, un desastre natural u otros, sino aquel que “llega al mundo a causa de la voluntad deficiente de los otros, el mal que se hace y recae sobre alguien como ofensa”. La experiencia moral como conflicto es “la experiencia irreductible de la ofensa”.  El daño entendido como ofensa nace cuando los otros rompen el pacto dialógico implícito y explícito en la convivencia social y se comportan inmoralmente, cuando rompen por acción u omisión lo que beneficia a las mayorías, cuando imponen, con disimulo o abiertamente, sus intereses; cuando son actores directos o cómplices de situaciones de dominación. La política que se practica hoy ofende, hace daño, expresa una voluntad deficiente, es inmoral.

Los ciudadanos no estamos exentos de responsabilidad en esta tragicomedia: la principal es el acostumbramiento a la dominación, la servidumbre voluntaria; la aceptación de la presencia de impostores, tránsfugas, traidores y delincuentes como parte del paisaje natural de nuestra vida común; la aceptación de este Estado policial de iure y de facto. ¿Qué hemos hecho frente al destino trágico de los miles de presos y mutilados de la revuelta de octubre? ¿Frente a la impunidad de la represión? ¿Frente a la imposición del toque de queda? ¿Frente a la vergüenza del paro de camioneros? ¿Frente al boicot al plebiscito? ¿Frente a la resurrección de Longueira? La naturalización de la inmoralidad es el mayor daño que nos hacemos a nosotros mismos. El no ser capaces de dar el paso siguiente a la constatación de la ofensa; de no atacar la inmoralidad del abuso en sus raíces; de no poner la voluntad, la solidaridad, la organización y la imaginación para barrer con quienes dañan y ofenden.

La política de los políticos, de estos políticos aquí y ahora, los del espectáculo, por supuesto que no es la única posible. Esta es una versión degradada de “la” política. Es una visión y una práctica que no distingue entre “la política” y “lo político” y que entiende a la primera como una esfera autónoma, separada de la sociedad. Esta es una distinción que es necesario siempre refutar. La política es contingente, visible y retórica. Lo político es permanente, subterráneo y mudo. Lo político es la manera en que la sociedad se constituye, el modo de construcción de los vínculos estructurales que soportan el edificio social común. Los cambios sociales de verdad, los que afectan a la distribución del poder, los que promueven o sostienen las posibilidades emancipadoras, son los cambios en la esfera de lo político basal y no en la política piramidal.

La tarea política mayor es y será la reconstrucción del vínculo político entendido como parte constitutivo del vínculo social. El regreso a lo social politizado y organizado es la condición para la regeneración de la política. Si las izquierdas pretenden reconstruir exclusivamente la política desde el Estado, desde las instituciones formales y sus espacios mediáticos y, a lo más, “conectarse con los ciudadanos”, “escuchar sus demandas”, “representarlas” u otros eufemismos para expresar la diferencia y distancia con la sociedad, su proyecto está condenado al fracaso. Incluso si el proceso constituyente se reduce a ingeniosas campañas publicitarias, y no emerge de la conversación y de la organización ciudadana, será espurio y fácilmente apropiado por los oportunistas de siempre. Sólo la reconstrucción de la política desde una nosotridad ética, democrática, esencial e irrenunciable, augura alguna posibilidad de salir del marasmo, de esta “amargura de la historia” en la que nos encontramos; de reparar el daño, de resistir a la ofensa de esta política de cartón piedra.

 

 

Adolfo Estrella