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Opinión

No rías tanto, locura, ¡que lloras!

Por: Cynthia Rimsky y Betina Keizman | Publicado: 05.09.2020
No rías tanto, locura, ¡que lloras! Espantapájaros, caligrama de Oliverio Girondo (1932) |
Por qué del universo de escritoras, en las que hay varias best sellers autofigurantes, se escoge a las que integran Auch. ¿Es que esta organización social, al proponer 3 poetas y hacer una intensa campaña de promoción para que el Premio Nacional lo gane una mujer, se salió de control? ¿Cruzó algún límite, le pisó los callos a alguien o es peligroso que una autora cualquiera tenga un voto?

Betina, preparo el bancal para plantar las verduras del verano, de rodillas sobre un saco, arranco malezas, raíces, desmenuzo terrones. El contacto con la tierra me hace pensar en una relectura de los cuentos de Marta Brunet que hice el año pasado. Allí me encontré con Niú, el relato de la Brunet, y mi lectura fue distinta a la propuesta en el texto Cómo se construye una autora, de Lorena Amaro. No vi o vi más que “una venganza simbólica de Brunet, una demostración del conservadurismo del crítico, de cara a la desconcertante textualidad de una mujer”. La imagen que apareció al levantar mis ojos del texto fue la de un juego de máscaras en el que todxs estamos de alguna forma atrapadxs. Esta sensación va en línea con otro relato suyo, Locura, que transcurre en un baile de disfraces donde la protagonista adopta el de la locura, y que concluye con esta ambigua línea de diálogo: “No rías tanto, locura, ¡que lloras!”

A veces, con algunas lecturas formuladas desde la academia, tengo la sensación de que se resisten a la ambigüedad, la suspensión del juicio, el silencio, las contradicciones, las dudas, formas de comprender a través de los sentidos o de la imaginación; que ocluyen la diseminación, eliminan matices, descartan maneras oblicuas, formas de interrupción, lateralidades, merodeos. Recurren a marcos teóricos anteriores a la obra y que podrían ajustarse a muchas o a ninguna; se intenta hacerlas caber, aunque haya que cortarles una uña; es como si la academia hubiera perdido la “gracia” al leer. Por eso me extraña que una académica ponga tanto empeño en salir a pescar alevines cuando su propia casa zozobra.

Me pregunto por qué estoy quitando malezas y raíces de la tierra en la que habitan, en nombre de una huerta que intentaré hacer crecer artificialmente para alimentarme. Como compensación las pongo cuidadosamente en un balde que vacío en el compost donde, paradoja, volverán como abono. También de los textos de esta discusión, saco con cuidado las malezas: “debe ser obligación”, “se debe tener en cuenta la necesidad de”, “estamos obligadas a” “debiéramos”, “necesitamos tener”, “debemos ir mucho más allá”, “no podemos seguir”, “debemos trabajar…”. El balde se va llenando, voy varias veces al compost.

La molestia que siento no viene de la capacidad de la crítica para proponer nuevas miradas, sino de un tono judeo cristiano o anglicano, no lo sé, definitivamente religioso. Se me aparece Un cuarto propio, de Virginia Woolf: el austero comedor de las mujeres donde solo hay té, hace frío, las sillas parecen incómodas. Y el apoteósico salón de los hombres, con sus manjares, sus alcoholes, los maderos encendidos en la chimenea, los sillones de cuero mullidos, los cigarros… una escena suspendida sobre la exclusión… Mientras, en el salón femenino, la inspectora aconseja a las señoritas ante una famélica taza de té, cómo deben leer, qué deben leer, cómo deberán comportarse en la vida profesional, sin alardes, comedidas, trabajando mucho, sin alardear, ganando únicamente por sus propios méritos, en base a la constancia, el anonimato, el sacrificio…

Miro la tierra donde esperamos que crezcan los tomates y la albahaca para la ensalada, las berenjenas que irán a la parrilla junto con el pimiento y el ajo, el hinojo para comer con roquefort, manzana, pasas y miel… Definitivamente prefiero una mesa con alcoholes y manjares, un cuarto cálido, lujuriante o equivocado, perdido, pero de donde esté ausente la exclusión y la conciencia rectora.

También yo, Cynthia, estuve pensando en las necesidades, el placer y las obligaciones. En qué hacemos cuando hacemos cosas con palabras. Habrá similitudes, pero es muy diferente del trabajo con la tierra, con la cerámica, o el símil del tejido. Para empezar, siempre involucra a otros. Soy escritora y soy investigadora; escritorxs, investigadorxs y hablantes hacemos cosas con las palabras, interpretamos, narramos, entendemos, interrogamos, desconocemos o creamos mundos, pero también ordenamos, dudamos, sugerimos.

En las calles de Chile, durante el estallido social que se inició en octubre, se multiplicaron los carteles, los rayados en las paredes, hubo escrituras sin ortografía, hicieron su mágica aparición la impertinencia, el reclamo y la fiesta. Se escenificó parte de lo que se disputaba: el derecho a la palabra, cómo debe intervenirse y qué encarna hablar bien. En este caso, se trata de “escribir”. ¿Qué significa señalar a quienes escriben mal? ¿Es justo exponer en estas escritoras una ambición de reconocimiento y autopromoción que no es exclusiva de un grupo, que involucra también escritorxs y que de ninguna manera puede encasillarse, siquiera, en una conducta estrictamente generacional?

Los recorridos de trabajo y producción en la escritura son muy diversos, están las redes sociales, esa vitrina de “pase quién sea” con su sobredosis de histeria y narcisismo, pero también el carrusel de ferias y festivales por donde circulan escritores con un reconocimiento internacional que paga dividendos en el campo interno de cada país, o el circuito de congresos e invitaciones en que giran los académicos. El fenómeno tampoco es nuevo, Oliverio Girondo reinventó el marketing literario con ese célebre espantapájaros de casi tres metros de altura que promocionó su poemario por las calles de Buenos Aires. La declaración de principios del caligrama-espantapájaros es la siguiente: «Yo no sé nada / Tú no sabes nada / Ud. no sabe nada».

Betina, me acuerdo de un descolorido afiche evangélico que compré hace años en la Vega y que representaba por medio de dibujos infantiles, el camino del bien y el camino del mal; uno llevaba a la higuera de la abundancia y el otro a la hoguera. En los primeros días de debate me sorprenden los palmoteos en la espalda, tanta admiración, ninguna le desea mal a la otra; se felicitan porque la discusión se atiene a las reglas de la buena educación, un debate comedido, ejemplar. Al tercer día relucen los trapitos al sol, la inspectora saca a tres de las culpables adelante para mostrar ante el curso sus debilidades, se vuelve rabioso. No es distinto a lo que pasa en el país, aparece un cadalso en la red pública, se expone a dos por el nombre y no a la tercera, que está posicionada en el medio, se usan elogios para dividir, se forman patotas, amenazas, buenas alumnas publican textos de apoyo… El corsé revienta por la presión de las cuerpas que quisieran ser buenas y no pueden; la buena conciencia se ha trizado, como cuando se trizan las cosas, se pierden pedazos, hay un corte, sangre, sentimientos encontrados…

¿Para qué sirve un crítico?, Cynthia. ¿Es, como sugieres, un inspector que impone reglas y arrastra a algunas por las orejas fuera de la sala? ¿Un corto de vista que intenta cuadrar su lectura a un modelo, no muy diferente de un escritor que se sube al tren de los temas en boga? En todo caso, la crítica tiene un papel; activar nuevos sentidos y ponerlos en discusión, entender cómo cada obra funcionó en su tiempo, qué aires respiraba, favorecer una circulación de autores y lecturas independientes de lobbys comunicacionales y empresarios, en fin, aportar a un saber amplio y colectivo que no es exclusivo de los críticos, porque pertenece con el mismo derecho a los escritores y a cualquier lector apasionado.

El debate que corrió como reguero de pólvora por redes sociales y artículos sugiere, y merece celebrarse, que el prestigio que sostenía la prerrogativa del crítico para dirimir la calidad literaria se ha deshecho. El presupuesto de autoridad se pulveriza y el crítico renace desnudo, sin escudos ni privilegios. No se trata de trabajar la tierra, o tal vez sí, es difícil calcular el grado de humildad o de osadía que debiera conllevar, para quien quiera asumirlo, ese gesto crítico. Tampoco vendría mal una cuota de generosidad y de asombro. ¿Hablar de asombro es pueril donde sólo se admite un ejercicio de poder? Lo cortés, se dice, no quita lo valiente. Discutir si tal incipiente autor escribe bien es acaso equivalente a dirigir una diatriba aguda exclusivamente a autoras mujeres, o atreverse a sugerir que la narrativa de Brunet es aburrida, ni tan libertaria ni tan feminista, que a gatas supera la prueba del tiempo. Un planteo absurdo, porque en definitiva los modelos estéticos cambian, sometidos a los horizontes con que cada época evalúa escrituras “correctas” y estéticamente apreciadas. ¿Cómo consigue el crítico propiciar, desde su lugar, y en relación con otros (escritores, editores, instancias de premio), una literatura que no resulte empequeñecida, endogámica, ciega a la diversidad?

Betina, he estado haciendo trampa. Quién cavó los bancales no fui yo. Vino un joven gaucho que en tres horas soltó la tierra 32 centímetros hacia el fondo. A mí me hubiera llevado semanas, varios músculos, tendones y nervios de menos. Me pregunto si no es poner demasiado peso en las espaldas de las escritoras esta “necesidad de que el feminismo logre, más que la inserción de la escritura de mujeres (y habría que abrir, ya, de una vez, el debate a lo que ocurre con las creaciones LGTBIQ+), repensar el sistema literario: ¿queremos ‘rescatar’ la literatura, fenómeno burgués e ilustrado cuyas pretensiones de autonomía hoy revelan su rostro elitista y despolitizado? ¿Podemos pensar la institución literaria de otra manera y con ello, la misma noción de autoría, concepto atravesado de individualismo y dueñidad desde su comprensión a partir del siglo XVIII?”.

Por supuesto, los escritores, ni tontos ni perezosos, observan mudos y satisfechos con los manjares y los vinos sobre la mesa. Cuál es la intención de sacar a los escritores del problema y retar sólo a las mujeres. Las académicas saben que entre los narradores hay muchos, y cercanos, que forjan su carrera con libretitas llenas de contactos y otros métodos que ahora reprochan. No se trata de un descubrimiento, estas prácticas existen desde que el mundo es mundo. Pero son las escritoras –no ellos–, las que necesitan ser corregidas. Por qué una tarea titánica, necesaria, tendría que caer únicamente sobre la espalda de las mujeres. Imaginemos un futuro donde, tras numerosas y exhaustivas batallas, donde algunas incluso dejarán la vida, las escritoras consiguen “rescatar” la literatura del fenómeno burgués e ilustrado, ¿qué va a pasar con los escritores? ¿Van a volver a sentarse a la mesa con nuevas reglas, gratas, justas, inclusivas, sin haber perdido un solo pelo? Por último, que se lleven los retos y nosotras, la fiesta. ¿No es eso parte del feminismo?

Claro, Cynthia, el feminismo reclama por derechos e invita a reinventarse por fuera de imaginaciones estipuladas, homogéneas, con la posibilidad de avanzar sin tutelajes. Desde la otra esquina, el parámetro de la buena escritura reinstala una disputa anacrónica de espaldas a prácticas más difíciles de procesar, ¿Mario Levrero escribe bien? Pienso en la escritura de Elena Garro, que sus contemporáneos fueron incapaces de valorar, como si carecieran de la sensibilidad necesaria en la punta de los dedos. O Guadalupe Santa Cruz. ¿No hay otras preguntas que merecen su lugar? La crítica podría ser un remo que agite las aguas e interrogue a los contemporáneos desde múltiples perspectivas, sin solicitar un salvoconducto de reconocimientos previos ni exigir que la escritura calce en las líneas de un trabajo académico que insistentemente se pregunta por esto y no por aquello. ¿Acaso no fomentamos, tanto críticos como escritores, una homogeneización de temáticas y estilos que reducen el mundo de lo posible, incluso si esas temáticas son de nuestro gusto, laten bajo cierta urgencia y apreciamos sus registros de escritura?

Si se trata de escenas de lectura, de escritura y de vivir en el mundo, prefiero las niñas malas de Silvina Ocampo o las ventanas de la niña-adulta Nellie Campobello en una tarde de la revolución mexicana, jugando con las tripas del general Sobarzo y rogando, dios mediante, la llegada de nuevos muertitos. Elijo escenas que no enseñan, que confunden, que me inquietan. Tampoco reivindico estas preferencias, son las mías.

Betina, por más malezas y terrones que descubro en la tierra, nunca se terminan las preguntas. Por qué del universo de escritoras, en las que hay varias best sellers autofigurantes, se escoge a las que integran Auch. ¿Es que esta organización social, al proponer 3 poetas y hacer una intensa campaña de promoción para que el Premio Nacional lo gane una mujer, se salió de control? ¿Cruzó algún límite, le pisó los callos a alguien o es peligroso que una autora cualquiera tenga un voto?

Antes de repensar el sistema literario, rescatar la literatura del elitismo y la despolitización, pensar la institución literaria y la autoría individualista, saco de la tierra la tutela de las instituciones, del lenguaje religioso, de la austeridad moral, las raíces profundas de la buena conciencia. Las reemplazo por la nueva tierra que produjo el compost, viene con autonomía, desmesura, humor, dudas y deudas, desobediencia. Con una tierra así de rica, ¿tocaremos la gracia?

A veces, Cynthia, prefiero no saber. Me alegra nuestro pequeño intercambio, cura el desaliento, tan intenso cuando cae la noche. Desde hace unos días un sarpullido avanza por mi espalda. Me pasé crema. Dicen que las enfermedades de la piel explotan con el encierro. En esta crisis que nos ahoga, boca y nariz cubiertas bajo una mascarilla y dudando entre abrazar o no abrazar a los amigos, la urgencia por buscar formas de imaginación y expresión requiere de una pausa sin que se normen las ilusiones, tampoco los tonos narrativos o poéticos. Las cabezas bienpensantes, decía Garro. Si no es por todo, sino pa qué.

Cynthia Rimsky y Betina Keizman