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Opinión

El pacto roto

Por: Sebastián Sandoval | Publicado: 19.09.2020
El pacto roto |
¿Cómo es posible esperar que quieran dar justicia y reparación a las víctimas de la represión del estallido si ni siquiera han sido capaces de dar justicia y reparación respecto de las víctimas de la dictadura? ¿Es posible sentar un nuevo pacto social si ni siquiera se pudo consolidar bien el anterior?

La promesa de una generación entera era clara.

Después de 17 años, un gobierno democrático asumía las riendas del país, y las señales de la premisa que sostendría este nuevo orden institucional se podían ver hasta en lo más mínimo. Las autoridades que asumían estaban vestidas de ternos y corbatas mientras que las dictatoriales vestían de frac. Cuando Pinochet entregó los símbolos de la magistratura que tuvo de manera ilegal, cambiaron a quien comentaba la ceremonia. El Estadio Nacional, de ser un símbolo de vergüenza pasó a ser un símbolo de esperanza, una visión espiritual de los deseos de una generación que vivió el horror de la dictadura y querían legar un nuevo Chile a sus descendientes.

La promesa era clara: Nunca más. Nunca más nuestro país tendría que vivir la amenaza del terrorismo de Estado en cualquiera de sus formas. Nunca más nuestra ciudadanía tendría que temer que el monopolio de la fuerza fuese utilizado de manera desmedida y sin control.

Han pasado casi 11 meses desde que esa promesa se rompiese por parte de las mismas personas que la establecieron esperando que nuestra generación nunca tuviese que vivir aquel horror. Y la verdad no me sorprende que las cosas poco y nada hayan cambiado.

En el gobierno de Patricio Aylwin parecía que un rayo de esperanza surgía cuando el Presidente en cadena nacional, a raíz de las conclusiones del Informe Rettig, pedía perdón con lágrimas. Puedo imaginar al sólo ver ese registro la culpa que debió sentir en su fuero interno, una culpa merecida producto de su respaldo ciego a la dictadura durante sus primeros meses, que lo alejó de su hermano Andrés, férreo defensor de los derechos humanos, y que debió extenderse hasta el final de sus días. Pero ese rayo de esperanza tenía que transitar territorios oscuros.

Debido a los pactos establecidos en 1989, Pinochet seguía rigiendo como comandante en jefe del Ejército, y jugaría un rol importante al establecer afrentas continuas a la transición democrática, al punto de que surgió una filosofía de actuación estatal relacionada abiertamente con el principio maquiavélico de la razón de Estado, que hablaba de la “justicia en la medida de lo posible”. Mientras tanto, los parlamentarios, algunos en férrea concordancia con este concepto, otros para mantener protegida parte de su base electoral, decidieron imponer la “democracia de los acuerdos”.

Y es que enfrentar a Pinochet y a sus subalternos, en territorio donde ellos podían amenazar a la población y a la reconstrucción de la democracia, era una situación peligrosa y que sólo era posible de realizar en la medida de que existiera una suficiente fuerza institucional. Inclusive casos que no guardaban relación con los crímenes de lesa humanidad, como los “Pinocheques” (del hijo del dictador) terminaron con la invocación abierta de este principio. Ese era el nivel de tensión.

Sin embargo, los partidos políticos empezaron a ver una salida en la transacción con los grupos empresariales y demás esferas de poder. Después de todo, ellas fueron benefactoras de la dictadura, y era necesario contar con un apoyo símil frente a un proceso delicado. Algunos empresarios fueron reacios y siguieron colaborando abiertamente con las ramas castrenses en la ingeniería social del terreno político, como fue el caso de Ricardo Claro y el Kiotazo, pero para fines de la década de los 90 la mayoría estaba ligada con una posición política con representación en el Congreso, lo cual fortaleció el paso de los poderes del Estado frente a las ramas castrenses para la época en que se dio la detención de Pinochet en Londres.

La postrimería del gobierno de Frei Ruiz-Tagle y el inicio del gobierno de Lagos dieron muestra del impactante cambio de la lógica estatal frente a los hechos acontecidos. Había mucha más holgura y fortaleza de los aparatos para hablar y empezar a llevar a cabo procesos, pero con el surgimiento del Informe Valech, y los gestos de reconciliación que marcaron los primeros años del laguismo en el poder, se dio un improvisado punto final al proceso, especialmente con el surgimiento de la reforma a la Constitución en 2005, que eliminó la mayoría de los remanentes dictatoriales que ya no servían.

Con la idea de frente de consolidar una imagen país acorde a la de un país desarrollado, con tal de fomentar la inversión extranjera, el gobierno bajó la prioridad de los procesos post-dictatoriales, dejando todo a manos del mismo peso de la institucionalidad, con el mantra laguista de que “hay que dejar que las instituciones funcionen”. El Congreso, aun viendo que varios decretos leyes potentes de la dictadura seguían rigiendo, ni tocó el asunto. Si seguían funcionando bien, ¿para qué? Por supuesto, no me refiero a que funcionen para servir a la ciudadanía, sino que sirvan para los fines que los poderes del Estado estimen convenientes, incluso si estos son opuestos a la ciudadanía.

Las administraciones Bachelet y Piñera, aparte de tener los momentos de mayor represión ciudadana y de haber destapado los peores escándalos de derechos humanos en democracia, no hicieron mucho más. Momentos destacables son el cierre del Penal Cordillera, como un gesto de fortaleza/vendetta política por parte de Piñera contra los militares que lo molestaron en los 90 y que no sirvió de nada porque Punta Peuco aún existe; el intento (falso) de cierre de ese último centro por parte de Bachelet, quien prometió durante casi 4 años su cierre y a los 3 días intentó pasar el decreto como si nada, para ver si salía como si fuese algo casual; y el intento de derogación del Decreto Ley 2191, la “Ley de Amnistía”, que Bachelet anunció con bombos y platillos, pero que en verdad era un proyecto que ya llevaba años descansando en el Congreso, y que aún descansa ahí bajo el Boletín 4162-07, pues no les interesa derogar un decreto que los Tribunales Superiores ya no pescan, aunque sea aberrante que una legislación de ese carácter siga rigiendo.

Y aquí estamos hoy. Casi 11 meses después de que el presidente Piñera declarase la guerra a la ciudadanía, una guerra que desechó a los tres días cuando se dio cuenta de que nunca hubo una casus belli, pero que se vivió como un férreo quebrantamiento de la promesa de 1990. Una promesa ya desgastada, que sostenía a duras penas el pacto, tuvo su fin mediante la propia acción de quienes crearon esa promesa.

La acusación constitucional contra Piñera fracasó tras la negativa de la DC y un negociado del ministro Blumel con el Partido Radical. Al mismo Blumel ni se le ha tocado ante sus falsedades respecto a la investigación del caso de Gustavo Gatica, en que hasta organizaciones como Amnistía Internacional llegaron a conclusiones bien establecidas. Y estas mismas autoridades que se niegan a hacer acusaciones por réditos políticos, que no avanzan en derogar decretos leyes dictatoriales, algunas incluso que destacan a los represores, son las que hoy nos hablan de construir un nuevo pacto social y político frente a la situación acontecida, con nuevas caras que continúan ese legado paupérrimo.

¿Cómo es posible esperar que quieran dar justicia y reparación a las víctimas de la represión del estallido si ni siquiera han sido capaces de dar justicia y reparación respecto de las víctimas de la dictadura? ¿Es posible sentar un nuevo pacto social si ni siquiera se pudo consolidar bien el anterior? ¿Qué podemos esperar si en los documentos oficiales, Pinochet sigue siendo “Presidente de la República”? Para el Estado, nunca existió una dictadura, aún con los informes emitidos.

Las promesas pueden ser claras, pero si no se consolidan ¿qué sentido tienen?

Sebastián Sandoval