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De conversos e indiferentes

Por: Jaime Collyer | Publicado: 27.09.2020
De conversos e indiferentes |
A propósito de la serie danesa Borgen, dos cosas parecen ocurrir indefectiblemente con parte de la élite política casi en cualquier latitud. Una es su desplazamiento progresivo y calculado hacia el llamado “centro político”, aunque la mencionada etiqueta suele terminar encubriendo (como hoy ocurre con el rótulo de “socialdemócrata”) una majamama con todos en un mismo lodo revolcados y sonrientes, para que no se diga que son unos amargados. En esa deriva hacia el “centro político”, ese lugar tan cómodo y ambiguo, van asomando los múltiples conversos de hoy para sumarse juntos al baile.

Obra del guionista danés Adam Price, vuelve a ser exhibida en Netflix a algunos años de su estreno la serie Borgen, una de las sagas más envolventes de los últimos tiempos, considerada la réplica nórdica de la norteamericana The West Wing y que refiere el ascenso al cargo de Primera Ministra de Birgitte Nyborg, la nueva líder de un partido de centro-izquierda (ficción evocadora de varios partidos daneses, estando inspirada la propia Birgitte en la líder europeísta danesa Margrethe Vestager). Una agrupación que se va tornando progresivamente clave en la política local y sufre los altibajos y reflujos habituales en cualquier país democrático con un arco parlamentario sujeto al verdadero escrutinio de los votantes, no al financiamiento de los intereses empresariales en las sombras. Aunque de eso también hay en Borgen y es quizá la parte más esclarecedora o sincera de la serie, sugestiva de que en todas partes se cuecen habas ideológicamente falsas. No hace concesiones al juego de los héroes y heroínas inmaculados, poco creíbles a estas alturas para nuestro desencantado paladar contemporáneo.

En este sentido, permite comprobar algunas cosas habituales acerca del medio parlamentario en general y la clase política en sus rasgos cuasi universales, esa gente habitualmente monotemática, como se la retrata en Borgen, cuya versión del mundo acostumbra a reducirse a un vasto monólogo didáctico en que el tema fundamental suele ser el de ellos mismos, o a lo más sus correligionarios y antagonistas, un relato jalonado de sus gestos épicos en tal o cual momento de la historia patria.

A más de monocorde, una fracción de la especie política –preferentemente la que discurre, me parece, al centro o a la derecha del espectro ideológico– suele ser en extremo cambiante. Parte enarbolando ideales normalmente abstractos, impecables en su formulación, políticamente correctos y que engloban grandes esperanzas colectivas, para terminar rebajando poco a poco esos postulados emblemáticos en función de la praxis, las negociaciones y contubernios requeridos para permanecer en la tarima y los ajustes que acaban tergiversando las bellas formulaciones del inicio. En Borgen queda claro: Birgitte Nyborg parte siendo una Primera Ministra claramente matriculada con ideales ecologistas, feministas, igualitarios y hasta solidarios con el Tercer Mundo, buscando conciliar con esfuerzo esos objetivos ambiciosos con su vida familiar. Y, aunque el personaje encarnado por Sidse Babett Knudsen nunca deja de movilizar nuestra empatía con su causa, esta última se va tornando indefectiblemente oscilante, a medida que su estancia en el Palacio de Gobierno la va desgastando a ella y su familia y precisamente a su causa multiforme.

Tampoco se obvian, desde luego, a lo largo de la serie y sus tres temporadas, los giros doctrinarios que trae consigo la lucha interpartidista y también dentro del partido, a los cuales alude en cierto momento una frase certera de Winston Churchill empleada como epígrafe en uno de los capítulos: “Hay quienes renuncian a su partido para defender sus principios; hay quienes renuncian a sus principios para defender al partido”. Birgitte Nyborg no llega a esto último, pero sí ocurre que, de esos ideales del inicio, la atribulada y cada vez más flexible Primera Ministra doblegada a su propio maquiavelismo en expansión termina usando hasta a sus hijos con depresión, o a los cerdos de cría en Dinamarca, para sus fines políticos. Todo lo cual contribuye, extrañamente, a acercarnos al personaje, incluso a desear que sus maniobras menos presentables den frutos y resulten. Es quizá lo que consigue un guionista de altura como Price.

Todos sabemos de estas cosas, con mayor razón en los países tercermundistas, o si nos ha tocado en suerte una dictadura abyecta como la que tuvimos en este país. Todos hemos visto durante los últimos años a una parte de esa clase política local negociando groseramente sus conveniencias mutuas, fluctuando en sus acomodos, recortando sus hipotéticos principios de antaño, derivando a los directorios de empresas que han sido beneficiadas por su antigua gestión en el gobierno, financiándose con boletas truchas y donativos empresariales, recibiendo instrucciones del sector privado al legislar y así sucesivamente. Una oscilación sólo aparente en sus posturas, porque a ella parece subyacer un único fin apreciable: el de sostenerse a como dé lugar en sus escaños o en la tarima, y en los cargos que aún les falte sumar a su currículo.

Llevamos tiempo en esto. Por eso resulta extraña la reacción sorprendida de Carlos Peña en su columna dominical ante el despliegue de varios de estos personeros en un programa televisivo reciente donde lo único que faltó, se sugiere, fue que encarnaran al Tony Caluga dándose bofetadas con Cucharita (a riesgo de ofender con la comparación al Tony Caluga y Cucharita). De un tiempo a esta parte, Peña rasga vestiduras frente a la frivolidad de la élite, aunque no lo hizo con el mismo ímpetu frente a los estragos provocados, desde octubre, por las violaciones reiteradas a los derechos humanos de la fuerza pública. Sus rabietas de columnista son así selectivas. Es difícil comprender tanta irritación enfocada en lo que acaba de verse en pantallas, cuando en la calle ha habido muchos más motivos para que un columnista en su posición se sintiera consternado. O, cuando menos, dijera algo. ¿Será, por otra parte, tan distinto lo ocurrido en ese show televisivo a lo que viene sucediendo en esencia, y desde hace decenios, con las complicidades archisabidas entre la élite? ¿No ha sido todo, en estos años de componenda y transaca, un gran declive gradual de la función política en sus fines hipotéticamente elevados…?

A propósito de Borgen, dos cosas parecen ocurrir indefectiblemente con parte de la élite política casi en cualquier latitud. La una es su desplazamiento progresivo y calculado hacia el llamado “centro político”, aunque la mencionada etiqueta suele terminar encubriendo –como hoy ocurre con el rótulo de “socialdemócrata”– una majamama quizá parecida a la apreciable en esa chacota televisiva que enervó a Peña, con todos en un mismo lodo revolcados y sonrientes, que eso también es relevante: pasarlo bien en cámara, para que no se diga que son unos amargados. En esa deriva hacia el “centro político”, ese lugar tan cómodo y ambiguo, van asomando los múltiples conversos de hoy para sumarse juntos al baile. Y, a la par que Joaquín Lavín se proclama un socialdemócrata de nuevo cuño (o quizá de toda la vida, puestos a maquillar el propio pasado, también se puede hacer uno un lifting), José Miguel Insulza le presta ropa en Tolerancia Cero –aunque él dice que está diciendo otra cosa– y lo proclama una garantía mayor que el alcalde Jadue para la democracia. Así estamos, entonces. ¡Qué subespecie un poco obscena ésta de los conversos dentro de la propia casta!

En otra ocasión he mencionado la proclividad de las élites a congeniar cada vez más con el espíritu farandulero de la época, esa “cultura del narcisismo” conceptualizada por el sociólogo Christopher Lasch en su ensayo del mismo nombre. Donde señalaba, entre otras intuiciones reveladoras, que los primeros indicios de esa nueva cultura performática y adicta a la visibilidad comenzaron a emerger precisamente dentro de la esfera política. Y citaba como ejemplo el gesto de John Fitzgerald Kennedy de bautizar su administración como el reino de “Camelot”, luego de obtener la Presidencia luciendo su mejor perfil en los debates televisados contra Nixon. Toda la trayectoria de Kennedy fue, según Lasch, un ejercicio ante las cámaras, hasta culminarlo irónicamente con su propia muerte filmada en Dallas. Y los adversarios del establishment no se quedaron atrás en su despliegue escénico. El asunto se volvió de hecho endémico cuando hasta antiguas facciones radicalizadas de la época, como los Panteras Negras, comenzaron a difundir en tarjetas postales su imagen con el puño enguantado en alto y la boina negra caída sobre la frente, ataviados con campera de cuero y a veces incluso con una correa de balas cruzada en bandolera. Todavía hoy resulta posible adquirir esas postales en librerías de la Costa Oeste norteamericana.

Así comenzó todo. Un Presidente como Kennedy, con incidencia en el mundo entero, estaba dispuesto –como ocurrió durante la crisis de los misiles cubanos– a arrasar nuclearmente el planeta con tal de salvaguardar su propia imagen ante el adversario soviético. El narcisismo era una enfermedad de rápida propagación y en extremo contagiosa, y lo sigue siendo hasta hoy, en que se ha vuelto el espíritu rector de nuestra época. No debiera sorprendernos tanto, pues, el aludido despliegue televisivo de algunos de nuestros créditos locales. Hace ya medio siglo, los antiguos militantes de la negritud acudían a posar y hacerse una foto de estudio para alardear visualmente de su revolución. Hoy es el turno de Lavín y la comparsa adicional, gente siempre dispuesta a elevar el rating bajo las candilejas. Pronto vamos a tener que dejar una bolsa para el mareo cerca del televisor.

Jaime Collyer