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Opinión

Escazú y el gobierno de la letra chica

Por: Sebastián Sandoval | Publicado: 28.09.2020
Escazú y el gobierno de la letra chica | Foto: Sebastián Beltrán / AGENCIA UNO
La no-firma del Acuerdo de Escazú es sólo un ejemplo más de lo que se advierte con pruebas cada vez más contundentes: no existe una real voluntad de parte de la clase política transversal de generar un real cambio respecto a las condiciones sociales que vive nuestro país, de modo de conformar un nuevo pacto social, sino que se busca una renovación generacional de la clase. No existen compromisos serios, siempre debe existir algo debajo de la mesa para que se logren los consensos, algo que sólo perjudica a nuestra ciudadanía.

Una lamentable decisión es la que ha tomado el gobierno este lunes al negarse a firmar el Acuerdo de Escazú en base a un argumento de “pérdida de soberanía”. Lamentable, y un fiel reflejo de la falta de voluntad política post-estallido.

El Acuerdo de Escazú es un instrumento regional destinado a establecer un acuerdo vinculante a nivel latinoamericano respecto del Principio 10 de la Declaración de Río, que fija normativas respecto del acceso a la información y a la justicia ambiental. Dicha declaración, fijada en 1992, es un instrumento de “soft law”, es decir, no es vinculante jurídicamente, y por tanto no obliga a los países a adoptar lo que se establezca, lo cual este tratado viene a enmendar, específicamente sobre el principio comentado.

El proyecto tomó casi una década en definirse, y Chile jugó un rol preeminente en su formación, no sólo siendo Santiago el lugar donde la idea se sentó por primera vez en 2011, derivando en una declaración conjunta de países expresada al año siguiente para lograr una aplicación concreta del principio mediante un instrumento. Además, Chile ejerció la co-presidencia de la Mesa Directiva que gestó el instrumento, presentado en 2018 tras 4 años de trabajo. De ahí es que viene la sorpresa generalizada de muchos integrantes de organizaciones de la sociedad civil respecto de la no firma del acuerdo, mediante la posición establecida desde septiembre de 2018, cuando se inició el proceso.

Sin embargo, aparte de esa sorpresa generalizada, existen también dudas potentes sobre el razonamiento utilizado por el gobierno, que ha aducido una “pérdida de soberanía” como principal argumento para no firmar dicho tratado. El gobierno ahora ha dicho que su argumentación se basa en la mezcla del derecho ambiental con los derechos humanos, lo cual es falso, puesto a que el derecho ambiental ES una rama de los derechos humanos, incluida en la dimensión de derechos económicos, sociales y culturales, sin contar que el mismo gobierno ha fomentado medidas relacionadas con el asunto.

¿Entonces cuál es el real problema? Créanlo o no, es la imposibilidad de establecer letra chica.

En varias ocasiones, el gobierno ha aducido que, si existiese posibilidad de “establecer reservas” al acuerdo, estaría dispuesto a firmarlo. Esto, a raíz del artículo 23 del mismo, que fija la incapacidad de establecer reservas. Las reservas permiten que un Estado que desea formar parte de un tratado pueda establecer limitaciones sobre ciertas obligaciones que fije el instrumento, con tal de que estas no sean aplicables a dicho Estado. Sin embargo, Escazú es diferente en este aspecto, pues la intención del tratado es lograr cristalizar (es decir, consolidar) la costumbre jurídica de no formular reservas en tratados sobre temas ambientales, que se ha ido desarrollando con el paso de los años, con tal de generar compromisos serios por parte de los Estados firmantes.

Es aquí donde está la principal piedra de tope para firmar el acuerdo. Y es que el no poder hacer reservas impide que el gobierno siga teniendo un manejo sobre el desarrollo de la justicia ambiental en Chile, que ha sido lento, y en muchas ocasiones ha tenido retrocesos fuertes respecto a su dimensión social, no así con la económica.

Mientras los grandes grupos empresariales del país se han comprometido con el tiempo a suscribir regulaciones del “soft law”, como son los “Principios Rectores sobre las Empresas y Derechos Humanos”, con tal de mitigar los efectos de sus actividades en determinadas zonas, y el Estado se ha comprometido a desarrollar las actividades de extracción y producción de un modo mucho más sustentable, estas medidas sólo responden a una mirada económica, no a una social de cómo entendemos el derecho ambiental. Y aquello tiene lógica en cuanto se mira desde una perspectiva que busca incentivar las inversiones dentro de un país tradicionalmente sostenido en base a una economía extractiva y productiva, y que considera a varias de estas actividades como “el sueldo” del país, como sucede con la Gran Minería del Cobre.

Desarrollar medidas como Escazú, si bien fomentan el buen ejercicio democrático al confrontar las opiniones de grupos minoritarios con la posición mayoritaria, no terminan siendo un ejercicio inteligente cuando se trata del desarrollo económico, pues dichas confrontaciones terminan ralentizando procesos al establecer contrapesos que evitan que la inversión llegue rápidamente.

Si se da un mayor nivel de acceso a la información y a la justicia ambiental, las comunidades afectadas podrían tener mayor posibilidad de confrontar posiciones frente a las empresas, lo que derivaría en que proyectos demoren más tiempo en consolidarse, por lo que el Estado prefiere mantener una balanza inclinada hacia desarrollar la esfera económica en cuanto al derecho ambiental, y mantener un control en cuanto al desarrollo de lo social. Para el Estado, es mejor que los tiempos jueguen a favor de este, para fomentar la llegada de inversiones, aun si esto ha de requerir que la sociedad se vea en desmedro, pues el pensamiento es que esta se va a beneficiar de los ingresos en algún grado.

Escazú representa una limitante a ese control pues, si el Estado se hace parte, esto significará que nuestra legislación interna deberá ajustarse sí o sí, al no existir una posibilidad de hacer reservas, ante lo cual una desobediencia por parte de alguno de los poderes del Estado generará que las comunidades afectadas puedan elevar el reclamo ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, entidades que han sido altamente criticadas en el pasado por este gobierno, como sucedió en la vergonzosa declaración del 11 de abril de 2019, ante la CIDH. En eso cabe la supuesta “entrega de soberanía” que aduce como mantra el gobierno.

Del mismo modo, como en Chile no existe una definición clara sobre la situación jerárquica de los tratados internacionales, debido a que la Constitución no se encarga de subsanar dicha situación, la jurisprudencia ha establecido, en base a la discusión doctrinaria, que en casos de conflictos entre normativas locales y tratados internacionales sobre Derechos Humanos estos últimos han de tener mayor peso. Por tanto, lo que se establezca dentro de Escazú tendría predilección en caso de generarse algún conflicto de esa clase.

La no-firma del acuerdo es sólo un ejemplo más de lo que ya varios expertos, a un año del estallido social, están empezando a advertir con pruebas cada vez más contundentes: no existe una real voluntad de parte de la clase política transversal de generar un real cambio respecto a las condiciones sociales que vive nuestro país, de modo de conformar un nuevo pacto social, sino que se busca una renovación generacional de la clase. No existen compromisos serios, siempre debe existir algo debajo de la mesa para que se logren los consensos, algo que sólo perjudica a nuestra ciudadanía.

Aun existiendo la posibilidad de adhesión tras el cierre del proceso de firma, es improbable que el gobierno haya de dar un giro tan colosal en su perspectiva. Pues, como siempre, parece ser que es necesaria una letra chica para poder comprometerse. ¿En qué nivel eso es un real compromiso, más aún cuando se trata de algo tan delicado como el medioambiente, en un país que está sufriendo y seguirá sufriendo cada vez más los embates del cambio climático?

Nunca antes había quedado tan clara la intención política de seguir complaciendo a las esferas de poder.

Sebastián Sandoval