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Opinión

Los infiltrados

Por: Rodrigo Mayorga | Publicado: 27.10.2020
Los infiltrados Loreto Letelier, vocera del Rechazo |
Ser descubiertos –como en el caso del cabo de Lo Hermida– es considerado un fracaso de la misión encomendada. No ocurre lo mismo con los infiltrados de la democracia: su acción provocadora no sólo incita a otros a “cometer el delito” que se busca incitar, sino que a la vez les trae ganancias personales. Convertidos en trending topics, y sus nombres y rostros reposteados una y mil veces gracias a la ola de indignación que han generado, estos agentes provocadores reciben a la vez mayor visibilidad y reconocimiento.

“Claro, pa’ los profesores qué fácil es: hago una hora de clases de Zoom desde mi casa y me tiro las pelotas el resto del día y me siguen pagando igual”, planteó ex candidata a diputada de la UDI, y autoproclamada vocera del Rechazo, hace algunos días en su canal de Youtube. Pocos días antes, el medio CIPER había revelado que un vecino de la población Lo Hermida, conocido por planear ataques a comisarías y promover diversas acciones de violencia, era en realidad un cabo de Carabineros actuando de encubierto. ¿Tienen ambas noticias alguna similitud o punto en común que las conecte?

La respuesta es sí. Ambas son evidencia del papel que juegan los infiltrados en nuestra sociedad actual.

Los infiltrados, si bien presentes en la historia de la humanidad desde tiempos lejanos, llegaron a ser recurrente como mecanismo estatal recién en la Francia del siglo XIX. Agents provocateurs –agentes provocadores– se les llamaba en ese entonces, un nombre ciertamente más expresivo que el que hoy usamos, porque el agente en cuestión no tenía como misión sólo infiltrar un grupo u organización, sino que, sobre todo, incitar a sus miembros a cometer crímenes para así permitir acciones policiales en su contra. A diferencia del espía, el objetivo principal del infiltrado no es recolectar información sobre el o los investigados. Por el contrario, su culpabilidad se asume a priori: el incitarles a cometer el delito no es más que una forma de producir la evidencia que se requiere para probar este presupuesto. Pero aquellos que forman parte de los sistemas de Inteligencia de un Estado no son los únicos infiltrados que existen en nuestra sociedad actualidad. Mucho más a la vista, están también aquellos que se han infiltrado en nuestra democracia.

Encubiertos bajo principios como el de la libre expresión, los infiltrados se comportan de modo tal que sus actos sólo contribuyen a destrozar las condiciones necesarias para que este principio –y la vida democrática en su conjunto– pueda sostenerse. Como buenos agentes provocadores, lo hacen para incitar a otros –a los que han sido infiltrados– a hacer su “trabajo sucio”. ¿Qué otra reacción más que la indignación de miles de docentes podría haberse previsto ante las ofensivas palabras de la ex candidata a diputada, lanzadas además poco antes del Día del Profesor y por la misma persona que alguna vez planteara que era un sinsentido pedir educación gratuita y de calidad porque esta ya existía en Youtube?

La indignación es sin duda comprensible, pero en la pradera siempre seca de las redes sociales su transformación en violencia vehemente es fácil de prever. La interacción completa no sólo debilita nuestra democracia y cohesión social, sino que la infiltrada queda en la posición de acusar, rápidamente, que la responsabilidad ha sido de quienes han reaccionado ante su legítima “libertad de expresión”. Clases de ello dio en estos días otra de estas agentes provocadoras que, luego de burlarse de un joven lanzado por un carabinero al río Mapocho durante una manifestación, se justificó alegando que su “sarcasmo” sólo había pretendido causar reproches en su contra, para así dejar en evidencia a sus agresores. La lista de provocadores podría continuar por un buen rato. Algunos incluso han alcanzado en esto mayores niveles de sofisticación, como un ex candidato presidencial de la extrema derecha que de tanto en tanto pide a sus seguidores enviar memes contra sus adversarios políticos, ofreciendo incluso premios por ello.

El problema con los infiltrados de la democracia se acrecienta por un factor que los diferencia de aquellos de los sistemas de Inteligencia policial. Estos últimos buscan realizar sus acciones en las sombras y pasar lo más desapercibidos posibles; ser descubiertos –como en el caso del cabo de Lo Hermida– es considerado un fracaso de la misión encomendada. No ocurre lo mismo con los infiltrados de la democracia: su acción provocadora no sólo incita a otros a “cometer el delito” que se busca incitar, sino que a la vez les trae ganancias personales. Convertidos en trending topics, y sus nombres y rostros reposteados una y mil veces gracias a la ola de indignación que han generado, estos agentes provocadores reciben a la vez mayor visibilidad y reconocimiento. En tiempos donde las encuestas y los matinales son capaces de elevar o derribar candidaturas, la exposición se vuelve un recurso político valioso, y un enorme incentivo para que estos infiltrados de la democracia lleven a cabo acciones cada vez más indignantes y polémicas.

Este tipo de infiltrados es uno de los principales peligros que enfrentan hoy nuestras democracias. Peor aún, parecieran dejarnos en un callejón sin salida: incluso aunque no caigamos en sus provocaciones, denunciarlos aumenta su exposición y, por ende, sus incentivos para seguir provocando. Buscar silenciarlos, por otra parte, implica utilizar armas peligrosas para nuestra democracia (armas, además, que estos mismos infiltrados han demostrado ser capaces de usar, si acaso llegan a estar a su disposición). En ese escenario, la mejor opción que tenemos es asumir que la democracia es un juego que, por sus reglas, está siempre en riesgo de ser destruido desde su propio interior, y comprender la responsabilidad que ello conlleva para quienes nos llamamos demócratas. Esta implica no acallar a estos infiltrados –no “cancelarlos”, para usar un término más de moda–, pero sí empezar a ignorarlos. No dejar de defender aquello que agreden directamente con sus provocaciones –como la valoración del trabajo docente o la importancia de la defensa de los derechos humanos–, pero hacerlo sin pronunciar los nombres de estos agentes provocadores ni dándoles mayor exposición. Ante la oportunidad que se nos presenta de un proceso constituyente único en la historia de nuestro país, dejar de amplificar el ruido que causan estos infiltrados es nuestra responsabilidad como ciudadanos, sobre todo si queremos que las voces que se escuchen y dialoguen sean las todos y todas quienes creemos en la democracia.

Rodrigo Mayorga