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Opinión

La transición de nunca acabar

Por: Jaime Collyer | Publicado: 20.11.2020
La transición de nunca acabar | Gonzalo Blumel y Javiera Parada
El último capítulo en esta comedia que aún no cesa, de deserciones y transfuguismo estelarizados por la casta política, es la proclama de la chica Parada a favor de Blumel y de su propia afinidad en germen con cosas como Evópoli, cáete de espaldas. Vivir en Chile equivale hoy a morirse un poco de asco a diario, pero además a ir de un sobresalto a otro.

En los años 90, solía pedirse –cuando no exigírseles– a los narradores locales que escribieran la “gran novela de la dictadura”, una petición demasiado ambiciosa para una audiencia que ya entonces comenzaba a desertar de la lectura y no llegó siquiera a leer novelas como Estrella distante de Bolaño, El desierto de Franz o La burla del tiempo de Electorat, tres entre otros muchos empeños de abordar desde diversos ángulos y de manera fragmentaria el asunto. Era mucho pedir, la gran novela de la dictadura: no había ya ni siquiera un gran público lector, la dictadura había dejado tras de sí un páramo arrasado, donde quienes antes leían a Franz Fanon o Peter Weiss, a Sartre o Foucault, preferían ahora a Paulo Coelho y no parecían igual de interesados en esa obra ciclópea por la que clamaban los cultores del lugar común o la frase repetida en público.

Parecía, esa petición altisonante y reiterada, un equívoco en sí misma. Lo que haría falta, pocos años después, sería la gran novela de la transición, un fresco literario que diera cuenta de las grandes deserciones que hemos presenciado en estos tres decenios largos de Concertaciones, Nuevas Mayorías, pactos de silencio entre las partes, complicidades espurias entre la centro-izquierda y la centro-derecha (el centro parece la incógnita que se repite y queda por despejar en cada ecuación) y, claro, los negociados en forma, si total la torta alcanzaba para casi todos. Se diría que nunca mejor dicho, lo de un fresco literario, cuando de hablar de esa transición se trata, de la que sus propios gestores y los que la rentabilizaron decían que era un ejemplo para el mundo entero. Tenían razón: un ejemplo de sevicia y ambición sin fondo; un paradigma de cómo se puede negociar sucesivamente la estructura institucional de un país para que una pequeña porción de sus empresarios y presuntos representantes políticos se quede con buena parte de la misma torta, a la vez que proclama su devoción por la libertad económica y, bueno, también por la libertad política, qué tanto les costaba en su retórica autocomplaciente.

En esos mismos años iniciales, había ya suficiente experiencia acumulada y evidencias poco favorables acerca de las manipulaciones a que daba lugar cada nuevo proceso de democratización histórica cuando era conducido por ex personeros del Antiguo Régimen o gente con una agenda oculta. Se decía que eran empeños interesados y que sus respectivos protagonistas buscaban propiciar el gatopardismo y sus propios intereses, o favorecer a la parentela, a los amiguetes y asociados. La “desnazificación” de Alemania, por ejemplo, conducida por el ocupante norteamericano y sus obsesiones de la Guerra Fría, derivó entre otras cosas al blindaje de antiguos colaboradores del nazismo, ahora escurriéndose en los directorios de las grandes empresas de la RFA o en sus nuevos servicios de seguridad. O la transición española, otro ejemplo, conducida por antiguos franquistas reconvertidos en demócratas, en colusión con socialistas renovados. Un proceso que pasó por la desindustrialización sectorial de España, arrojando a miles de españoles a la cesantía en los 80, y hasta tuvo, al alero de los gobiernos de la transición, a grupos paramilitares ilegales para neutralizar a ETA, sin olvidar el desfalco masivo del erario español por algunos de sus personeros más destacados, buscados luego afanosamente por la Interpol.

La palabra transición rimaba, en este sentido, con componenda, con transaca, con “traición”, mucho antes de que nuestra propia transición a la democracia comenzara a discurrir. Y Chile, fiel seguidor del modelo que hoy seguimos sufriendo, no decepcionó a quienes buscaban envilecerlo de manera irremediable con sus recetas económicas. Muy pronto pasó, como se ha reiterado hasta la saciedad en estos días, a ser a su vez un preclaro ejemplo de una transición que acabó de traicionar los sueños y expectativas de todos quienes habían enfrentado a la tiranía y luchado por reconstruir la institucionalidad democrática.

Transición igual traición, parecía la consigna implícita, negociada poco después de que la gente acudiera a depositar su voto en favor del NO. Era, por cierto, el talante y el espíritu dominantes en aquellos años iniciales, cierta propensión a darse vuelta a tiempo la chaqueta. Antiguos derechistas que hasta habían participado en instituciones de la dictadura se declaraban ahora demócratas de toda la vida, cultivaban la amistad cívica con la izquierda renovada y se mostraban oportunamente asqueados ante el reguero de sangre dejado a su paso por el Mamo Contreras. Y antiguos izquierdistas, algunos que habían sido sumamente “ultrones” y recalcitrantes, preferían ahora proclamarse gente de orden, aplastaban por inanición a la prensa de izquierda, renegaban de su propio y antiguo “guerrillerismo” y contribuían a fundar con sus nuevos compadres neoliberales el gran telón de fondo amarillo en que todos bailarían la conga durante los últimos decenios, repartiéndose, claro, las utilidades del caso.

El último capítulo en esta comedia que aún no cesa, de deserciones y transfuguismo estelarizados por la casta política, es la proclama de la chica Parada a favor de Blumel y de su propia afinidad en germen con cosas como Evópoli, cáete de espaldas. Vivir en Chile equivale hoy a morirse un poco de asco a diario, pero además a ir de un sobresalto a otro, sin acabar de sorprenderse con este país atenazado por la derecha ultramontana, la otra derecha más resbaladiza y sonriente, y sus compañeros de viaje de la izquierda dorada, renuentes a dejar atrás las candilejas o desaparecer de los salones en que se han cuoteado el poder durante años.

Cuando uno ya creía haberlo visto casi todo, a Insulza apoyando tangencialmente a Lavín en cámara, a Auth burlándose socarronamente de sus electores pretéritos, a Harboe y el PPD ventilando cada tanto el hedor de sus componendas en el Senado, a la incombustible Mariana Aylwin postulándose ahora a constituyente, a esa luminaria incomprendida que es Patricio Navia superar sus propias marcas de originalidad (correlacionando, por ejemplo, la posición desfavorable en las eliminatorias mundialistas con la vocación constituyente de los países en competencia), cuando, en fin, estas y otras incidencias del acontecer nacional nos sugerían que más abajo no se podía ir o caer, ahí está de nuevo Javiera Parada, una especie de símbolo por propia opción de la nueva izquierda caviar, incorporándose a la tarima para demostrar lo contrario: Chile siempre puede ir más a fondo, descender un peldaño adicional, marcar nuevos récords de oscilación de la clase política en su espectáculo inagotable.

Es la renuncia a la verdad histórica que la llamada intelligentzia de palacio hizo en estos años, hasta llegar a este momento histórico en que ni siquiera fue ya capaz de denunciar a tiempo, desde su sitial por lo demás intocable, el cegamiento de adolescentes en las calles o el encarcelamiento de esos mismos jóvenes desde hace varios meses. Peor aún: hasta contribuyó con sus leyes espurias a esas arbitrariedades. Y es una renuncia a las antiguas aspiraciones de cambio social, que hoy se traduce en el empeño de seguir construyendo bajo cuerda una transición 2.0, equivalente a seguir envileciendo a este país mientras se pueda; en que la componenda entre las cúpulas es propuesta, por esa misma élite inagotable, como el precio a pagar por la estabilidad y gobernabilidad del país. Es una falacia adicional: no habrá estabilidad, ni menos gobernabilidad, mientras se siga desatendiendo la voz de los ciudadanos o esos rostros tan afines al podio sigan creyendo que pueden direccionar o desmovilizar, con sus volteretas en público, a la ciudadanía deseosa de un cambio irrenunciable en nuestra historia.

Jaime Collyer
Escritor.