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Opinión

A un año de ser brigadista

Por: Paula Sierra | Publicado: 21.11.2020
A un año de ser brigadista |
Vamos camino al metro a dejar a una compañera, el resto seguimos juntas. En eso nos piden ayuda, volvemos a repartir mascarillas, bicarbonato y nos metemos a la entrada de un edificio para curar la herida de un perdigón que no llegó a su blanco: estaba en el pómulo, había un par de ojos con mucha suerte. Es un alivio saber que una cara ensangrentada tiene ambos globos oculares indemnes. Vuelven las ganas de llorar por los que no pueden contar lo mismo, por esos mismos por quienes no pudimos hacer mucho más que tapar y trasladar.

A veces tengo pocos recuerdos, prefiero pasar de largo para poder avanzar; otras necesito saber por qué hoy estoy acá en una vida tan distinta a la que hubiera programado hace un año. Se me mezclan los días y los recuerdos, pero algunos momentos parecen no irse y vivirse de nuevo en cada noticiario, en cada testimonio nuevo.

Llamar al Seba, coordinar horarios, contar insumos, pasar a la farmacia, inventariar, pasar lista, armar mochilas, volver a pasar lista, hacer grupos, salir a la calle, no temer, siempre a la pared, no morir como Mufasa, curaciones, bicarbonato, limón, repartir mascarillas, esconderse, ordenarnos, coordinarnos, tomar datos, contener y ser contenido, respirar hondo, barrido, sobrevivir, planificar y volver, llegar a la sede, pasar lista, avisar que estamos bien, repartirnos, volver a tu lugar seguro, ducharte para sacarte la rabia, la impotencia, el miedo que no te permitiste sentir, quedarte con el agradecimiento, el compañerismo, la esperanza de que todo esto valga la pena.

En llegar a la plaza te vas encontrando, reconociendo, entregamos algunas mascarillas cuando aún no eran parte oficial de cualquier vestimenta, rociar un poco de bicarbonato, empezar a pensar para donde avanzar, éramos pocas. Llegamos al bandejón central de la Alameda para mirar juntas, vemos pasar gente corriendo, llorando y gritando: algo nuevo pasaba… Pasan los de verde por el lado, llega la confusión, algo de humo y pica, pica, pica; escucho el grito de mi compañera y casi como eco se replica en el mío: nos habían rociado de gas pimienta. Nos agarramos de las manos, recordamos quién tenía la leche de magnesia y apósitos, nos contuvimos, nos calmamos y repetimos una a las otras las instrucciones que antes habíamos dado a otros: no desproteger los ojos, limpiar y no desesperarse. Nuevamente comprobábamos que el delantal blanco no era suficiente, esto era premeditado y el potencial daño inminente. No estábamos seguras, dudo que alguna vez lo volvamos a estar mientras estemos de lado contrario a quienes nos gobiernan.

Ya más tranquilas nos damos cuenta de que nos rodean: nos protegen, nos escoltan con escudos hacia lugar seguro, nos dan las gracias, por estar ahí, por resistir. Vuelve a tener sentido nuestro propio escudo, nuestro propio símbolo, el de la resistencia.

Logramos juntarnos con el resto de los compañeros en nuestro pequeño rincón, empiezan a llegar los heridos: sacamos perdigones mientras tomamos datos para hacer denuncias, no queremos impunidad, queremos poder seguir a nuestros pacientes, a nuestros compañeros. A ratos tenemos que parar para ayudarnos entre nosotras, los gases no perdonan, en eso llega el caballero de siempre a darnos agua y dos señoras sacan de la cartera un montón de vendas para donárnoslas, nos vuelven a dar las gracias.

Las horas pasan y empieza a oscurecer: viene la barrida. Viene el momento más violento del día, donde no importa quién seas, no importa por qué estás ahí, las calles son suyas y ellos se dan el derecho de barrer contigo, con las mismas armas que compraron con lo que pudieron pagar el hospital que falta en tantos territorios, las pensiones, nuestra propia educación. Lo primero que hacemos es contarnos, ver que estemos todos bien, ver cómo resistiremos hoy que nos arrinconen como ratas en nuestra esquina, ahí estamos, sin ver, pero escuchando los perdigones y lacrimógenas, salen colores y olores nuevos, no sabemos qué químico sacaron esta vez o cómo podemos tomar muestras, como podemos comprobar que nos quieren dañar a este nivel. Gente de todas las edades corre a nuestro alrededor y trata de entrar al perímetro de nuestro puesto delimitado por un cordel, dejamos entrar a dos niños y una señora mayor, nuestras sicólogas los contienen, el resto mira delante con brazos arriba esperando estar a salvo.

Lo estamos; estamos todas bien. Ahora recogemos todo y esperamos poder convencer a los verdes de pasar por donde tienen cercado. Me saco la mascarilla y pongo mi mejor cara de palo, la taquicardia la llevo igual, el sudor frío, los puños apretados por la rabia: soy médica, como si fuera un súper poder nos escoltamos en que somos personal de ayuda, así lo dicen los tratados internacionales, aunque a este gobierno eso no le importe.

Vamos camino al metro a dejar a una compañera, el resto seguimos juntas. En eso nos piden ayuda, volvemos a repartir mascarillas, bicarbonato y nos metemos a la entrada de un edificio para curar la herida de un perdigón que no llegó a su blanco: estaba en el pómulo, había un par de ojos con mucha suerte. Es un alivio saber que una cara ensangrentada tiene ambos globos oculares indemnes. Vuelven las ganas de llorar por los que no pueden contar lo mismo, por esos mismos por quienes no pudimos hacer mucho más que tapar y trasladar.

Seguimos. Dos amigas nos paran para que ayudemos a una que lleva una tela agarrada por alambres en una de sus piernas. Buscamos un lugar seguro y con cuidado destapamos, tenía un desforramiento: cortes de todos los tejidos hasta casi el hueso. Lavamos y respiro hondo. Mis compañeras están conmigo, podemos hacerlo, nuestras nuevas amigas no van a ir a un centro de salud y somos quienes podemos hacer algo ahora. Establecemos roles, soy la única con formación médica, pero me rodean puras tremendas. Lavamos y empieza la sutura por capas, en eso se asoma un vecino y nos pregunta si necesitamos algo, nuestra paciente grita “Una nueva constitución”, reímos, lloramos, nos emocionamos.

Asimismo, el reciente 25 donde volvimos a recordar ese momento, en la cuneta, iluminándonos con linternas, entre compañeras, sintiendo que cualquier riesgo vale la pena, que somos infinitamente privilegiadas, que da lo mismo llegar a un auto con ruedas reventadas a la sede cuando la militancia te había regalado con quien formar una brigada, que no hay miedo cuando te das cuenta que lo que se puede perder es tan poco en comparación a lo que estamos ganando, que con estos pequeños gestos ponemos nuestro grano de arena en el lado correcto de la historia.

Paula Sierra
Médica feminista, Consejera Política Nacional de Revolución Democrática.