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Opinión

Fin de año

Por: Jaime Collyer | Publicado: 13.12.2020
Fin de año Año Nuevo en el cementerio de Talca |
En este año pandémico, poco propicio a las evaluaciones positivas que cada uno haga en el Año Nuevo, quizá se evidencie a ratos esa proclividad fatalista y circular de los orígenes: la noción un poco esclavizante de que todo vuelve sobre sí mismo; por ende, el virus del Covid muta; por ende, el confinamiento no acabará nunca, nos moriremos encerrados.

Dicen los especialistas de la salud mental que, al concluir el trajín anual y aproximarse el Año Nuevo, todos derivamos, querámoslo o no, a la introspección y solemos hacer una revisión íntima de lo que ha sido nuestro año personal en cuanto a logros, a nuestros afectos primordiales y también a nuestros proyectos en curso, o los que habíamos programado para el año transcurrido antes de que éste transcurriera. Una revisión técnica, digamos, de nuestros anhelos alcanzados y nuestras expectativas cumplidas. O a la inversa: de lo que no llegamos a concluir y las esperanzas que vimos frustradas sobre la marcha. A esa revisión tácita, se añaden las fiestas y ágapes que se multiplican alrededor, aun en pandemia: lo comido y lo bailado sigue nutriendo el alma nacional en estas fechas, y esa vocación fiestera exacerbada suele traer consecuencias adicionales, uno se satura de tanto comer y meterle bebestibles al cuerpo y acostumbra a llegar al fin de año con el cuerpo sumamente estropeado, algo que tal vez contribuya a la melancolía que nos viene al hacer el mentado balance. Mucho copete y mucha ingesta lípido-grasosa, un problema adicional a la revisión psicológica en sí.

A mí el tema del balance me toca por partida doble, digamos, ya que vine al mundo un primero de enero, una fecha en extremo exótica para nacer, que suele generarme percepciones disímiles. A ratos, parece que el asunto pasara merecidamente inadvertido; a ratos al contrario y parece que anduviera todo el mundo euforizado con el acontecimiento, abriendo botellas de champaña a destajo. Obviamente, es lo primero, la champaña multitudinaria es una coincidencia. La fecha en sí me sugiere igual varias cosas de interés. Como la idea de que mi madre andaba quizás de parranda la noche anterior a mi irrupción y eso mismo favoreció que me arrojara sin más dilaciones hacia la luz, con tanto cola de mono como me estaba llegando por la placenta. Preferí mejor salir de allí, aunque fuera por anticipado. No es fácil, en cualquier caso, esto del balance anual por partida doble. Mientras el resto de la especie anda, de ser cierto lo que proponen los especialistas, haciendo una evaluación de sus logros y frustraciones, a mí me toca además la crisis adicional del viejazo inminente o en curso. Complicado.

El tema fundamental para todos sigue siendo igual, según creo, el del tiempo, ese goteo que discurre implacablemente y, como se sabe, en un solo sentido, cuando menos en nuestra concepción occidental del calendario. Había, en esta vena, una diferencia esencial entre las nociones del tiempo y el calendario que los europeos trajeron consigo y las de los pueblos originarios. La idea del tiempo sustentada por los europeos era lineal, indefinida, progresiva, de menos a más, acumulativa, pero a la vez decreciente en lo individual: cuanto más tiempo acumulamos sobre nuestros hombros, menos nos va quedando a cada uno. En cuanto a las nociones dominantes entre los aztecas y mayas, ellos hablaban de un tiempo circular y un ciclo que volvía indefinidamente sobre sí mismo, y sus calendarios adoptaban, precisamente, esa forma circular, definida por un eterno retorno, como un uroboros, la serpiente que se devora a sí misma por la cola.

El calendario europeo era una saeta proyectada al futuro, ávida de dar en el blanco con sus propias hazañas y pretensiones, que no siempre coincidían con las de los pueblos originarios (pocas veces, en rigor). El calendario mesoamericano, en cambio, era una rueda que giraba incesantemente sobre su eje, en la que el tiempo pretérito y lo ya sucedido se reiteraban ad infinitum. Lo cual parecía en principio muy cómodo: lo que ya había ocurrido seguiría ocurriendo, era por ende predecible. Pero era, a la vez, una concepción teñida de un determinismo suicida, es lo que dice Todorov, y que contribuyó no poco al desconcierto de esos pueblos ante el invasor europeo, y a una resignación fatalista ante su arremetida: según esa idea circular, la gente barbada llegada de los mares había estado antes allí, y en algún momento debía volver, para reinar sobre los lugareños. Y así, en fin, seguiría yendo y volviendo en el curso de los siglos.

Se parecía todo a lo que tan prodigiosamente narra Borges en su cuento Los teólogos, donde se mencionan, entre otros herejes fantasiosos, a los “monótonos”, una gente que afirmaba la circularidad insoslayable del mundo, entendido como un eterno retorno en que todo se repetía sin cesar. Su mayor representante era, en el relato borgiano, un tal Euforbo, combatido por Juan de Panonia, el protagonista tan ortodoxo del propio cuento: “El teólogo encargado de impugnar los errores de los monótonos”, dice el narrador de la historia, “fue (previsiblemente) Juan de Panonia; su docta y mesurada refutación bastó para que Euforbo, heresiarca, fuera condenado a la hoguera. Esto ha ocurrido y volverá a ocurrir, dijo Euforbo. No encendéis una pira, encendéis un laberinto de fuego. Si aquí se unieran todas las hogueras que he sido, no cabrían en la Tierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije muchas veces.

Difícil saber hoy cuál fue la ganancia o pérdida de la América originaria con esa contabilidad obsesiva de los europeos y su ambición de cronometrarlo todo al dedillo. Un hábito que evolucionó desde su vocación por rentabilizar cada segundo de la Conquista hasta la premisa de “El tiempo es oro”, formulada luego por Benjamín Franklin en el contexto de la colonización anglosajona. ¿Cómo sería nuestra percepción de las cosas, de la vida vivida y nuestra vida futura, si algo de esas concepciones originarias hubieran subsistido al fondo de nuestras mentes? ¿Y no será que subsistieron, de hecho, en algún grado y perviven hasta hoy en nuestra forma de estructurar el tiempo, en los ritos sociales y el trabajo, las fiestas, la vida en pareja, o hasta en nuestras creencias…?

En este año pandémico, poco propicio a las evaluaciones positivas que cada uno haga en el Año Nuevo, quizá se evidencie a ratos esa proclividad fatalista y circular de los orígenes: la noción un poco esclavizante de que todo vuelve sobre sí mismo; por ende, el virus del Covid muta; por ende, el confinamiento no acabará nunca, nos moriremos encerrados.

No hay, así y todo, que desanimarse: con los europeos llegaron, además del calendario lineal, los virus impredecibles que diezmaron a la población local, pero esa población consiguió sobrevivir, multiplicarse de nuevo, preservar su propio acervo cultural, librarse gradualmente del fatalismo que en primera instancia la doblegó. No hay mal que dure cien años, dice otro proverbio directamente alusivo al tiempo, o a ciertos avatares del calendario ante los que solo nos queda ser pacientes, con esa vocación impasible que sugería y sugiere tan sabiamente el Tao Te Ching.

Jaime Collyer
Escritor.