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Opinión

La teología política y los enemigos de la democracia

Por: Francisco Martín Cabrero | Publicado: 25.12.2020
La teología política y los enemigos de la democracia |
Se decía que la grandeza de la democracia consistía en que era capaz de acoger dentro de sí a sus propios enemigos. Lo cual, dicho así, hasta pueda parecer que suena bien, pero sucede que los enemigos de la democracia no dejan de serlo por moverse políticamente dentro del espacio democrático, y ello porque ni el hábito hace al monje, como se sabe, ni el hecho de ser tolerado hace a nadie tolerante, ni tampoco la aceptación de las reglas de juego de la democracia convierte en demócratas a los enemigos de la democracia.

Se dice Constitución porque constituye, claro está, pero, a su vez, faltando ese algo que antaño poseía sin merma el don o el poder de otorgar la constitución (un dios, un rey o algo otro), el acto constitutivo de lo constitucional encierra hoy un círculo vicioso de difícil salida, pues a la postre lo que constituye debe también ser constituido. En filosofía se trata del problema del fundamento de los primeros principios, algo que ha hecho correr ríos de tinta al fin cristalizados en libros que acumulan polvo en forma de tiempo en bibliotecas olvidadas. Ernesto Grassi, tal vez el mejor discípulo de Heidegger y hoy tan denostado en Chile por haber impuesto en sus clases un modelo de enseñanza de la filosofía que no podía prescindir de la lectura directa de los textos, decía de los primeros principios que debían ser “puestos” o “des-velados” no por la ratio sino por el ingenium. Algo, pues, que tenía que ver con lo indemostrable que se muestra a través de la potencia de la fantasía o del coraje y valor de la ficción. Algo, además, que alejaba la filosofía que él proponía para nuestro tiempo de la filosofía hegemónica de la modernidad europea y que, en ese alejamiento que él mismo sentía como sustantivo (y que a algunos de sus críticos chilenos, como Rivano o Giannini, por ejemplo, pareció insuficiente), iba a buscar entre los márgenes y pliegues de la historia oficial un quehacer filosófico cónsono a la inventio –cosa que, como se sabe, encontró en el vario humanismo de los latinos.

Ficción les pareció a muchos en su tiempo, sobre todo por el indudable sabor y estilo literarios que la acompañaban, aquella proclamación nietzscheana de la muerte de Dios. Y sin embargo pronto quedó claro que con ella se ponía en evidencia el problema filosófico y político de la modernidad tardía, que es también el de la postmodernidad y en cuyas secuelas estamos: el de compatibilizar la señalada ausencia de fundamento con el despliegue epocal y social de los efectos de la secularización. De la época a la sociedad o sociedades secularizadas hay sólo un paso muy breve, como se muestra en las obras de algunos de sus mejores intérpretes: Vattimo, Derrida, Rorty, Lyotard, etc. No se trataba sólo de hacer compatibles ambos problemas, sino de buscar una misma solución a su común raíz. Es claro –lo es hoy y lo fue entonces– que la política de la época secularizada ha seguido pensándose y ejerciéndose desde el horizonte de esa teología política de la que Schmitt fue infatigable paladín e intérprete. El problema de fondo fue, y es, que la teología política se pensaba, y se piensa, desde las categorías propias de las teologías monoteístas secularizadas, y por ese camino, como han mostrado las postguerras que siguieron a la II Guerra Mundial, como mucho se llega a formas de democracia en las que se juega la relación con lo otro desde la idea –grandiosa sin duda– de tolerancia. Eso, como mucho. De donde se sigue que la idea de democracia que se ha ido imponiendo en el mundo globalizado lleva consigo una suerte de cortocircuito que intenta resolver con la educación y las buenas maneras del –por eso mismo– muy abusado principio de tolerancia.

No son pocos, en efecto, los diseños o estructuras de democracias que se siguen inspirando al noble ideal de la tolerancia o que tienen a la tolerancia en el horizonte que las envuelve. Pero el problema subyace, porque lo que se tolera en esa forma democrática son poderes que en propiedad mienten tolerancia y en fondo a sí mismos se piensan y quieren como absolutos, como antaño los dioses únicos de los monoteísmos imperantes en la historia occidental. Es decir, y simplificando mucho: se trata de una forma democrática que organiza la convivencia de lo diverso en el respeto que se pretende –do ut des– de los demás a nuestro propio culto (secular y secularizado). Ese respeto se regula desde la idea de tolerancia, pero queda implícito el problema de cómo dentro de cada culto lo que rige es la fe en el propio dios único ahora secularizado en forma de ideología o de mercado o de lo que sea que sean las formas post-ideológicas que en el nuevo milenio están haciendo saltar los goznes de la vieja política. La cuestión ha tenido hasta ahora una propaganda favorable: se decía, por ejemplo, que la grandeza de la democracia consistía en que era capaz de acoger dentro de sí a sus propios enemigos. Lo cual, dicho así, hasta pueda parecer que suena bien, pero sucede que los enemigos de la democracia no dejan de serlo por moverse políticamente dentro del espacio democrático, y ello porque ni el hábito hace al monje, como se sabe, ni el hecho de ser tolerado hace a nadie tolerante, ni tampoco la aceptación de las reglas de juego de la democracia convierte en demócratas a los enemigos de la democracia.

Conviene no olvidar que los enemigos de la democracia trabajan con una estrategia que mira hacia el fracaso de la democracia –su eventual defensa será siempre ocasional y contingente a la dinámica de ese fin último. Cómo pueda, pues, defenderse la democracia de sus enemigos –es decir, de quienes desde su interior y en su espacio y con sus reglas de juego actúan políticamente en aras de fines que ya no son propiamente democráticos, o que esa forma democrática de carácter variamente liberal no podría aceptar como fines propios de lo democrático– es hoy un problema que ha dejado de ser simplemente teórico y recorre las agendas políticas de no pocos países europeos, por ejemplo y por paradójico que pueda parecer. Es decir: a la postre donde más parece haberse trabajado en el desarrollo práctico y en los avances concretos de la democracia es donde ésta muestra su mayor debilidad con la aparición de formas perversas o morbosas de democracia capaces de alterar su primigenio y fundamental sentido. En ellas, como se ve hoy fácilmente en Europa, los enemigos de la democracia condicionan de manera importante los gobiernos de los Estados. Por no hablar, como se decía antes, de esos otros Estados que se llaman democráticos como si bastara el nombre para efectivamente poder serlo.

¿Y entonces? ¿Es éste acaso el último estadio de las democracias liberales, con sus enemigos en el gobierno y en camino hacia su fracaso, o cabe pensar, o más bien esperar, que el juego político de la alternancia devuelva la democracia en condiciones de poder contrarrestar las alteraciones de sentido anti-democrático que sus enemigos hayan podido llevar a cabo? ¿Sería eso cuanto cabe esperar, es decir: una suerte de nueva dialéctica entre amigos y enemigos de la democracia en seno al espacio democrático? ¿No sería posible pensar de otra manera y sacar a la democracia de la senda estrecha y cada vez más peligrosa que le marca en nuestro tiempo la teología política?

Poder pensar de otra manera ha sido el leitmotiv que en el siglo pasado atravesó de cabo a fin lo mejor de la renovación de la filosofía. No se trataba sólo de los temas o de los argumentos, sino de los modos y de las maneras. La trampa de la teología política para la democracia está en su dependencia del monoteísmo, en la intrínseca dificultad –tal vez imposibilidad– de articular dentro de sí distintos horizontes monoteístas que a la postre sólo pueden entenderse a sí mismos con carácter absoluto y de manera antagónica a los demás: hay en ellos un límite intrínseco o un punto extremo que vuelve intolerable la tolerancia que la democracia les requiere.

Conviene notar, además, que en el debate de la teología política el positivismo evolucionista ha sido una suerte de convidado de piedra o de residuo en el que acaso ya no se creía, pero proyectaba aún sus efectos sobre los discursos. Considerar, como se hacía y a veces sigue haciéndose, al monoteísmo como un estadio sucesivo que conlleva un progreso respecto del politeísmo es algo que hoy ya no puede en modo alguno seguir sosteniéndose sin contravenir el espíritu del tiempo y su mandato. En efecto, las nociones de evolución y progreso han sido modificadas de manera sustancial y no sería fácil hoy encontrar antropólogos o filósofos de la política que expliquen aún los fenómenos religiosos con mentalidad positivista. De donde se sigue la propuesta o el intento de pensar la democracia como politeísmo, es decir: no como el lugar capaz de desplegar la idea y la praxis de la tolerancia para poder hacer convivir a los monoteísmos (monoteísmos que, por serlo, no pueden renunciar a su pretensión hegemónica), sino como el lugar en el que son los mismos dioses los que configuran (o los que se configuran con) el espacio cívico. No se trata de volver a la theologia civilis que condenaba San Agustín, sino de buscar y encontrar en nuestro camino hacia adelante y como superación crítica de la verticalidad de la teología política, no tanto el politeísmo de los antiguos, cuanto la forma horizontal del politeísmo secularizado que acaso nos reclama hoy la democracia del futuro.

De los mitos de la antigüedad greco-romana acaso nos quedó el recuerdo de un conflicto permanente que enredaba los destinos de los hombres y los dioses: dioses cercanos que tomaban partido en las humanas cuestiones y daban batalla o hacían el amor y hasta tenían descendencia con los mortales. Menos visible resulta hoy, en cambio, la forma social de todo aquello, sobre todo cuando se piensa, o sin pensar se acepta, que el cristianismo vino a poner orden en aquella confusión y en aquel desorden. Y, sin embargo, a nuestros ojos desencantados de hoy –desencantados no tanto de la inventio cuanto de la ratio– acaso no parezcan ya confusión y desorden, sino que, además, pudiera parecerles que en ello precisamente empiezan a mostrarse las virtudes de aquel espacio del politeísmo olímpico como vías de desarrollo de nuestra democracia actual. Es obvio que el pluralismo que exige nuestro tiempo se declina mucho mejor desde la forma secularizada del politeísmo que desde la teología política que predomina en los discursos de las filosofías políticas más en boga. Baste pensar, por ejemplo, que en este caso no hace falta apelarse a la introducción de un principio de tolerancia, pues tal proceder está ya de suyo implícito en los mismos entresijos del espacio público que el politeísmo configura. En él no se trata de la guerra o conflicto entre los distintos dios-único de los monoteísmos, con lo que comporta a efectos de teología política el ser o querer ser dios único, sino de una guerra o conflicto que busca prevalecer de manera contingente y sobre todo sin negar la legitimidad de los dioses ocasionalmente derrotados: habrá consecuencias, claro es, pero en modo alguno el prevalecer de unos sobre otros reviste nunca el carácter de absoluto que la teología política esconde siempre con la renuncia aparente (o llámese tolerancia) a la hegemonía del dios único.

Del constitutivamente intrínseco espacio plural del politeísmo puede, pues, sacar la democracia una muy útil enseñanza de cara al futuro que nos espera: que la teología política no es de necesidad la lógica implícita de la democracia liberal. De donde se sigue en modo claro que no siempre el logos fue superación del mythos y que la escritura constitucional de hoy no debería prescindir de los caminos que puedan abrirse en el repliegue de la teología política hacia formas actuales de theologia civilis. Por ese camino, por ejemplo, sería mucho más fácil poder recuperar –y no sólo tolerar– de modo cívico y constructivo las religiones ancestrales y las cosmovisiones de los pueblos originarios y hacer que su contribución pueda abrir caminos nuevos en la declinación de la democracia. Porque la democracia no es nunca –desde luego– un resultado alcanzado, sino una meta que se desplaza como el horizonte mientras se avanza en su camino.

Francisco Martín Cabrero
Profesor titular en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Turín.