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Opinión

Una educación sin ética carece de calidad

Por: Roberto Pizarro Contreras | Publicado: 05.02.2021
Una educación sin ética carece de calidad | Agencia Uno
Una persona ética no es solo una persona más reflexiva o racional, porque es capaz de ver sus errores y repararlos. Es también un mejor ciudadano porque, por ejemplo, no se centra solo en su propia ganancia y se pregunta qué tanto se debe a un modo diferente de mirar la realidad y a los demás, aun cuando eso pueda privarle de ganancias individuales en el corto plazo.

Después de haber recorrido todas las entradas en el buscador sobre columnas en educación, no encontré una sola línea que, en lo que toca a calidad, incorporara el concepto de ética. Mi diagnóstico es triste: ¡la ética es la guinda de la torta! Es algo que se considera implícito en toda discusión; algo aburrido que hay que sacar a la palestra de cuando en cuando, pero que no está a la altura de otros temas nacionales (léase economía, ciencia, política, transformación digital, etc.). Tristísimo, pues la ética apela a nuestras más íntimas convicciones acerca de lo valórico. Me permito a continuación dos ejemplos odiosos, pero despabiladores.

  • Un(a) periodista que, en lugar de ser frontal, decide comportarse condescendiente en sus preguntas a una autoridad que considera injusta, por mucho que se esfuerce por endurecer la voz para lucir osado ante su audiencia. Y lo hace no porque crea que debe “respeto” a todo el mundo, sino porque, de no hacerlo, pondrá en riesgo su empleo y sus finanzas. Prima, pues, en este caso, un impulso personalista. Lo más valioso es la situación personal en desmedro de la verdad comunicacional del periodismo.
  • Un(a) empresario(a) que públicamente dice defender la libertad de las personas, pero en su círculo íntimo trata a ellas como “la masa que no piensa”. En este caso, tenemos como valores principales la mentira piadosa (aparentar ser gentil sin serlo) y la superioridad del propio juicio sobre el de aquellas personas que no tienen una situación favorable dentro de la sociedad (estudios universitarios, cargos importantes y propiedades que le aseguren la sobrevivencia, etc.).

Más allá de si uno está de acuerdo o no con esas valoraciones de las cosas, lo que importa aquí no es meramente reconocer a qué valores adhiero o la vara con la que mido las situaciones –es decir, lo moral–, sino reflexionar la racionalidad de esa adherencia. A esto se llama “ética”. La ética es una reflexión sobre lo moral (los valores que tenemos como programados por defecto). En otras palabras, yo no puedo alegar sin más (“¡Pucha, así es como yo siento que es correcto hacer las cosas!”), sino que debo ser capaz de mirar en perspectiva ese sentimiento y someterlo a crítica con el fin de ver si esas valoraciones son correctas de cara a otros valores míos o los de un tercero. Pero no se malentienda, porque no se trata de un contraste flojo ni de una reflexión de un solo día. La ética es una observación de mis valores en el tiempo y mi apertura a entender otros esquemas valóricos y eventualmente adoptarlos aboliendo los que tengo.

Si resulta que, después de confrontar honestamente mis valores a otros existentes, sigo adhiriendo a ellos, quiere decir entonces que son los más correctos para mí en mi actual fase de desarrollo humano; de lo contrario, he descubierto unos nuevos que me permiten una nueva y diferente valoración de las cosas. ¿Qué es lo que más valoro y con qué prioridad? ¿Dios? ¿El dinero? ¿La libertad? ¿La solidaridad ciudadana? ¿Tener pareja? ¿El estatus? ¿El poder? ¿Mi vanidad? ¿Descubrir la verdad o hacer prevalecer mi opinión aun si no es verdadera? ¿La naturaleza y el medioambiente? ¿La fama y los likes en las redes sociales?

¿El periodismo dice la verdad y qué periodismo en específico la dice? ¿Son buenos los ingenieros que construyen obedientes, sin preguntarse sobre la legitimidad de su construcción y el interés al que sirven? ¿Puede la ciencia ser mala en algún sentido (como inducir la creencia de que son verdades infalibles la teoría de la selección natural, el Big Bang o la absoluta determinación neurobiológica de la mente)? ¿Basta con que tenga un empleo o debería buscar también un modo de retribuir a la sociedad que, en parte, me hizo posible en tanto que ser humano? ¿He sido lo suficientemente valiente para ser lo que quería ser o me dejé llevar por los miedos (como el ingeniero que toca guitarra cansado en sus ratos libres y que estudió ingeniería porque se dejó llevar por la opinión extendida de que el arte no vale la pena al no ser rentable)? ¿Soy un ciudadano con opinión verdaderamente formada y que la hace valer en el espacio público, o bien, un mero engranaje de la maquinaria social que critica cada tanto para desahogarse?

Todas estas preguntas son éticas. Apelan, insisto, a nuestras más íntimas creencias (a veces nos las da a conocer por primera vez). No son fáciles, porque hacen temblar nuestras pilastras valóricas. Pero he ahí lo hermoso: en la medida que somos capaces de renovar la óptica (no sin sufrimiento mediante), podemos enmendar el rumbo. Y después de haberlo sopesado mucho, yo, en lo personal, estoy completamente convencido de que nunca es tarde para iniciar la reparación, pero también de que mientras más temprano se nos enseñe esta capacidad menos habrá de lo que lamentarse.

Y es por esto que es tan relevante la ética en educación. Su tratamiento en este ámbito es importante porque ella va decantando progresivamente con los años y no basta un cursillo cuando se está terminando la universidad (a veces este ni existe en las mallas curriculares). Se necesita una ética que impregne toda la formación del ciudadano chileno. No es lo mismo que un maestro de primaria y secundaria enseñe a nuestros jóvenes a mirar las cosas desde la perspectiva de sus compañeros y deshacerse de los prejuicios que trae arraigados desde el hogar, que pedir esto a un(a) universitario(a). Simplemente porque este ya tiene la mente infestada de prejuicios de los que no pudo deshacerse oportunamente y, por lo tanto, le resultará más difícil cambiar de parecer (es, digamos, más soberbio); y si realiza el ejercicio bien, lo hará, en general, porque se aprendió mecánicamente la regla ética que subyace a su tarea y la ejecuta de forma correcta para obtener una buena calificación.

Si a alguien todavía no le convence la importancia de la ética, plantéese esta cuestión: ¿qué ejemplos de antiética he visto en mí y cuáles en los demás? Si empiezo a escupir más rápido ejemplos de antiética de los demás –como creo que ocurrirá– verá que la cuestión no es baladí: cuestionamos más las valoraciones (y los actos que estas sustentan) de los demás más que las nuestras. Una persona ética no es solo una persona más reflexiva o racional, porque es capaz de ver sus errores y repararlos. Es también un mejor ciudadano porque, por ejemplo, no se centra solo en su propia ganancia y se pregunta qué tanto se debe a un modo diferente de mirar la realidad y a los demás, aun cuando eso pueda privarle de ganancias individuales en el corto plazo. Dentro de una institucionalidad liberal-democrática esto es fundamental y una de las garantías para un crecimiento orgánico de la sociedad.

Si a todos se nos enseñara la ética desde la más tierna infancia, nuestras posiciones además serían menos irreconciliables y no hablaríamos de igualdad y libertad como antítesis ni elementos que se configuran dentro de esferas de pensamiento diferentes. No hablaríamos dogmáticamente de esos términos, enojándonos no tanto porque hay quienes contravienen la significación que tenemos de ellos, sino más bien porque carecemos de un argumento poderoso para dar sustento a nuestra pretendida racionalidad.

Los profesores poseen más poder del que creían y tienen mucho por hacer aún. Me temo, sin embargo, que el desafío, al igual que el del filósofo contemporáneo que se aplica al estudio de la ética (una rama, por cierto, de la filosofía), es de presentar todas estas cosas de forma entretenida y no haciendo uso de los recursos teoréticos habituales. En lugar de citar a Aristóteles o Kant, de hablar de “axiología”, por ejemplo, cítese estos términos a los alumnos al final, para redondear la clase. Antes háblese mejor de Lady Gaga, del personaje de la película o el videojuego en línea, de la transformación tecnológica del ser humano. Quien se embarca en la enseñanza de la ética debe asimismo preguntarse cómo es más ético emprender el relato. De otro modo, la audiencia verá la presentación como otro set soporífero de diapositivas y, por muy interesante y fundamental que sea la cuestión ética, de nuevo no tendrá ningún efecto y pasará de largo; seguirá además sepultándose en la montaña de papers técnicos e ilegibles del humanismo contemporáneo.

Roberto Pizarro Contreras
Magíster en Filosofía de la Universidad de Chile.