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Opinión

La democracia: un pedestal vacío

Por: Adolfo Vera | Publicado: 20.03.2021
La democracia: un pedestal vacío |
En el 18/O se inicia también una suerte de “estallido estético”: las representaciones que regulan la aparición del espacio común (en lo fundamental en la ciudad como espacio esencial de la polis) son fuertemente intervenidas, transformadas, cuestionadas, reapropiadas por medio de la danza, los graffitis, las canciones, los ritmos, los textos que se escriben en diversos soportes o se declaman, con el fin de “mostrar” y “hacer aparecer” un “daño”, una violencia fundamental que, en un momento dado, los signos con los que se expresa la representación cometen en contra de la soberanía popular, que es la llamada a “gobernar” en una democracia.

La democracia, entre otras cosas, puede ser definida como aquel régimen en el que las representaciones entran en conflicto. La representación misma –entendida como el fenómeno moderno crucial en la definición del socius– es fuertemente tensionada por la soberanía popular, que es la matriz de sentido de la democracia; si bien en la modernidad esta soberanía es por lo general mediada por un agente externo a ella misma (un régimen político, las instituciones, los políticos profesionales, los expertos), los movimientos sociales, las revueltas, y ante todo las revoluciones modernas, pueden bien definirse como un desgarro de esta especie de velo simbólico y por ende cultural que es la representación.

Se ha insistido bastante, y con justa razón, en cómo desde el estallido chileno de octubre de 2019 se ha instalado en Chile un verdadero conflicto de las representaciones; se trata, en este sentido, de un movimiento intensamente democratizador, en el que la soberanía popular busca desestabilizar radicalmente el sistema de representaciones existente. Se trata de la esencia de la política, según Jacques Rancière: el reparto de lo sensible, la redistribución de lo que, en un momento dado, puede ser visto y oído, tocado y, en general, percibido (ya que lo que percibimos como un mundo dado u objetivo, no es más que el resultado de este reparto que funda a lo político). Es por ello que en el 18/O se inicia también una suerte de “estallido estético”: las representaciones que regulan la aparición del espacio común (en lo fundamental en la ciudad como espacio esencial de la polis) son fuertemente intervenidas, transformadas, cuestionadas, reapropiadas por medio de la danza, los graffitis, las canciones, los ritmos, los textos que se escriben en diversos soportes o se declaman, con el fin de “mostrar” y “hacer aparecer” (y aquí seguimos otra vez a Rancière) un “daño”, una violencia fundamental que, en un momento dado, los signos con los que se expresa la representación cometen en contra de la soberanía popular, que es la llamada a “gobernar” en una democracia. El momento carnavalesco del estallido (que ha sido tan poco entendido por los comentaristas de los medios oficiales, quienes se han concentrado ante todo en la “violencia” entendida como una suerte de entelequia) refiere ante todo a aquello. Las mutilaciones oculares con que la policía, según los organismos internacionales de derechos humanos, reaccionó sistemáticamente en contra de los manifestantes de ese daño, cuya expresión buscaba redefinir el reparto de lo sensible, tienen aquí un simbolismo particularmente macabro: se trata no sólo de impedir que se modifique el estatuto de lo visible, sino lisa y llanamente de impedir que algo así como lo visible exista, cegando a los manifestantes. El arte aquí cobra su verdadero sentido político: ya no como parte de una institución autónoma (la institución-arte) sino como medio privilegiado del hacer-común.

Como se sabe, en este conflicto de las representaciones, que retrotrae el análisis a las viejas disputas (de inicios de la era cristiana) entre inconoclastas (quienes negaban la posibilidad de representar a la divinidad) e iconódulos (quienes afirmaban dicha posibilidad, y que finalmente triunfarían en Occidente), la escultura pública del general Baquedano, obra de Virginio Arias e inaugurada en 1928 en la ahora renombrada Plaza de la Dignidad, ha jugado un rol central. No es necesario entrar aquí en los múltiples simbolismos de esta escultura, sobre todo en relación a la historia del personaje representado, sino en el significado profundo que su remoción posee en lo que respecta al nuevo “reparto de lo sensible” que se está efectuando en nuestro país.

Se trata del espacio público más importante del país, el lugar donde los simbolismos cívicos nacionales, de un tiempo a esta parte, han congregado a las masas para su conmemoración o festejo. Y ahora, en el centro de ella, hay un pedestal vacío. Una escultura pública no es necesariamente un monumento, pero adquiere monumentalidad debido a su importancia simbólica; es el caso, qué duda cabe, y desde mucho antes del 18/O, de la escultura de Virginio Arias. Ahora se ha convertido en un anti-monumento. Esta noción, creada por el artista alemán Jochen Gerz, refiere a la ocupación del espacio público por una obra (escultórica o arquitectónica) que no es impuesta por la institucionalidad política o estatal, sino consensuada por una determinada comunidad (con la que el artista trabaja previamente y que es, en tal sentido, co-creadora de la obra) y que, a su vez, busca no imponerse visiblemente: cuestiona ante todo la noción de “pedestal”, que desde la antigüedad clásica refiere, en arquitectura, a una elevación de la escultura por sobre el mundo de lo humano o civil. Es por ello que el anti-monumento de Gerz trabaja con la noción de desaparición y borradura como partes esenciales, en nuestra época, de la política. De hecho, cuando a Gerz se le han encargado esculturas públicas del tipo tradicional (tendientes a la monumentalidad) lo ha hecho problematizando de manera radical dicha imposición institucional: es el caso del “Monumento contra el fascismo” encargado por la ciudad de Hamburgo y creado con la artista Esther Shalev, y que consiste en un obelisco que progresivamente se iba hundiendo hasta desaparecer completamente y quedar sólo como una placa a ras de suelo, proceso que se produjo entre los años 1986 y 1992.

Si retomamos, para terminar, la tesis de Claude Lefort según la cual la democracia es el régimen en el cual el “núcleo del sentido” está vacío, a diferencia de los otros regímenes donde ese núcleo o centro está siempre lleno (por el cuerpo del rey en la monarquía, por la tradición y la sangre en la aristocracia, etc), fundándose entonces su lógica en un continuo vaciamiento del sentido que se le ha dado a ese núcleo o matriz (de donde emanan todos los simbolismos sociales), podemos afirmar que ese pedestal vacío, que hoy por hoy puede verse en la Plaza de la Dignidad, no es otra cosa que un anti-monumento a la democracia que en Chile, desde octubre de 2019, el pueblo buscar recuperar. Por su parte, el gobierno ha cercado el pedestal, lo que evidencia de modo prístino cuál es su idea de la “democracia”.

Adolfo Vera
Director del Doctorado en Estudios Interdisciplinarios de la Universidad de Valparaíso.