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Opinión

Un abismo controlado

Por: Jaime Collyer | Publicado: 11.04.2021
Un abismo controlado |
La pandemia es grave y eso es indesmentible, pero bien puede ser que ella tenga, a la vez, esta faceta seudo heroica que nos ha hecho sentir, desde hace ya más de un año, al borde del abismo, incluso cuando sepamos que es, y sigue siendo, un abismo controlado. Un abismo del que aún esperamos ver el fondo.

Persiste una cierta ambigüedad en esto de la pandemia, fruto quizás de lo imprevisto en su aparición y lo imprevisible de su desarrollo hasta aquí. Una condición que no ha variado mucho con el tiempo: cada tanto resurge la urgencia, los casos aumentan en varias latitudes, las cifras letales suben proporcionalmente. Con los asistentes a mis talleres de cuento, que dicto por zoom, hablábamos hace poco de todo esto, en testimonios, los de varios de ellos, de por sí interesantes, puesto que varios residen en otros lugares y países, como Gran Bretaña o España.

Con la proximidad del calor y la época estival, los españoles parecen haberse relajado de nuevo, fieles además a su vocación gregaria. En un país donde hay un bar de tapas cada dos o tres cuadras, parece impensable que la gente permanezca indefinidamente encerrada o confinada de manera irrestricta. Si hay que morir, morimos, viene siendo quizás el lema (“Yo mi cerveza me la tomo en el bar, no me jodan…”).

Otra tallerista que vive en Inglaterra señalaba que el Reino Unido ha sido más respetuoso del confinamiento, cuando menos desde que su Primer Ministro echó pie atrás en su estrategia inicial de dejar que el virus proliferara hasta conseguir inmunidad de rebaño y, en el camino, se infectó él mismo. En su vena calvinista y un poco individualista, la Gran Bretaña privilegia –según mi alumna– el acatamiento ordenado de las normas y disposiciones, así que, si toca encerrarse, la gente por lo general acata y se encierra. Son cosas de cada país, dice ella, y algunas de ellas parte de su alma y sustrato cultural más profundo. Así que deben ser, piensa uno, en cierta forma innegociables.

Todo esto me recuerda al anciano italiano ese que apareció en un célebre video viralizado en las redes el año pasado, en el cual el octogenario, porque lo era claramente, avanzaba a tranco lento por la vereda de una ciudad arengando a la gente encerrada en sus casas a que no siguiera encerrada y les hiciera honor a los jóvenes caídos en la resistencia durante la guerra, como para refrendar la misma propuesta: si hay que morir, morimos, qué tan grave puede ser. A fin de cuentas, como decía el griego Epicuro, cuando la muerte sobreviene, uno ya no está ahí. Ese viejo lindo y un poco desquiciado, el italiano, que no llevaba mascarilla alguna y solo se hacía acompañar de una bolsa de la compra en su mano fuera del abrigo, se convirtió en mi héroe durante un buen rato. Todavía lo sigue siendo, aunque luego esta preferencia me fue impugnada por mis conocidos. Viejo loco, decían, a estas alturas debe estar en alguna UTI de Italia. Prefiero, por mi parte, imaginar en secreto que sobrevivió y anda todavía por ahí alegando, pero quién sabe.

Sea como sea, la información y posturas de los especialistas y expertos siguen siendo ambiguas y a ratos desconcertantes. Unos insisten en la gravedad de la epidemia y la necesidad de actuar responsablemente. Un amigo médico que también asiste a mis talleres lo confirma sin estridencias, fiel a su actitud ponderada. Aun así, persisten y proliferan declaraciones de epidemiólogos que señalan que, incluso habiendo pandemia, el confinamiento es una medida inútil o que no sirve de mucho. Una posición que sigue ganando adeptos y suscita otras dudas e interrogantes. ¿Son más significativas las cifras de contagio y muerte con el Covid-19 que con otros cuadros, como por ejemplo la influenza? La respuesta es o parece ser desde todo punto de vista que sí, afirmativa. Lo que también es claro es que los países en que el sector público no había sido desmantelado por los tahúres neoliberales han respondido mejor al asunto. También los que aprovecharon el que era desde siempre un sector público decente y se enfocaron en preservar a los ancianos y poblaciones de riesgo, como fue el caso de Suecia.

El tema es si vamos a seguir encerrados mucho más o deberemos habituarnos a coexistir con el virus y sus mutaciones, quizá forzados a vacunarnos todos los años. O cuando menos vacunar a los sectores más propensos, algo parecido a lo que venía ocurriendo con la vacuna de la influenza. Para reforzar la sensación de alarma, algunos traen a colación la muerte de varias figuras conocidas a raíz del virus, pero ese es también un dato a analizar con cautela. Por dolorosa e irreparable que nos resulte la muerte de Tomas Vidiella, el actor había ya cumplido 83 años y convengamos que 83 años es una edad bastante habitual de muerte entre la porción masculina del mundo. Quiero decir que el Covid precipitó el asunto, en el caso del actor, pero quizá hubiese ocurrido de todas formas en torno a estos años, siguiendo el curso y derrotero natural de la vida… y la muerte.

Aun cansados como estamos de la pandemia, aun atrincherados en lo económico y sabiendo que muchísima gente se ha desplomado en lo laboral y sus mecanismos de subsistencia, hay una épica subrepticia que todos hemos vivido y sentido con el asunto: una sensación de heroísmo en familia y en los medios de comunicación, en las redes sociales, que esperaba por todos para canalizarse y ser exprimida con una alegría un poco retorcida. Roland Barthes, el eminente analista francés de la cultura contemporánea, decía en su libro Mitologías algo parecido. Proponía que el ciudadano medio (el pequeño burgués, decía él) suele anhelar secretamente una pizca de heroísmo y épica en su triste vida de todos los días, pero siempre que sea un riesgo controlado, que le permita sentirse heroico y a la vez salvarse, seguir con su rutina. El ejemplo más curioso que ponía él era el del striptease: el varón medio de la burguesía solía acudir a los bares donde había striptease para sentir, en la contemplación de ese cuerpo femenino al alcance de sus ojos, que estaba en presencia de lo dionisíaco y pecaminoso, que era, él mismo, una bestia al acecho de sus presas. Después pagaba el copete, se despedía de los amigos y se iba en el Citroen a su casa a tratar de no despertar a su esposa al meterse a la cama.

La pandemia es grave y eso es indesmentible, pero bien puede ser que ella tenga, a la vez, esta faceta seudo heroica que nos ha hecho sentir, desde hace ya más de un año, al borde del abismo, incluso cuando sepamos que es, y sigue siendo, un abismo controlado. Un abismo del que aún esperamos ver el fondo.

Jaime Collyer
Escritor.