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Clases de cocina

Por: Jaime Coloma | Publicado: 02.05.2021
Clases de cocina |
La política de la cocina fue tomando fuerza y los cambios se hacían a partir de los que sabían de verdad lo que nos convenía a todos. La “chusma querida” estaba tranquila, tenía su opio dosificado, una buena línea de crédito y la extrema pobreza estaba oculta y contenida gracias a la caridad de algunos privados. No había de qué preocuparse.

La cocina es ese espacio privado de la casa donde nos juntamos a preparar lo que luego se servirá a nuestros comensales. De ahí deriva ese dicho “ojos que no ven corazón que no siente”, dando a entender que mientras no sepamos cómo se preparó algo podremos comernos ese plato aunque sus ingredientes sean de dudosa reputación o definitivamente estén malos. Se puede también preparar un veneno o algo que nos haga mal pero que parezca delicioso y sepa sabroso. La cocina viene a ser un lugar importante que nutre y alimenta o daña y envenena. Interesante resulta pensar que es también en este lugar dónde muchas y muchos establecen esa idea de hacer la comida con amor, entendiendo, que este abstracto ingrediente dará un elemento extra de buena fe y energía a aquello que se nos da. Otra cosa a considerar es que no todo lo sabroso nutre ni nos hace crecer fuertes y sanos, de hecho puede que muchas veces algo que nos parece rico sea incluso dañino para el crecimiento y la salud o nos desarrolle una suerte de adicción que sólo nos enferme lentamente sin que nos demos cuenta. Si lo pensamos bien, el acto de cocinar no es menor y muchos restaurantes y picadas como una forma de transparencia dejan ese espacio a vista y paciencia de sus comensales.

No es de extrañar entonces que se utilice esta imagen (la de la cocina) para referirse a aquellas negociaciones que se hacen a espalda de una ciudadanía aletargada y medio zombie que aún no entiende la importancia de participar en actos que pueden beneficiar a la mayoría y establecer esa diferencia radical entre un país que efectivamente progresa y uno que está lleno de edificios altos y con harto espejo. La vuelta a la democracia se hizo efectivamente en la cocina. Se preparó una forma de terminar con la dictadura cívico militar a partir de un “plato” que higienizó todo lo que se había vivido desde el golpe de Estado ese 11 de septiembre de 1973 en adelante, hasta el plebiscito del SI y el NO. Se nos dijo que habíamos logrado, de manera democrática, responsable y civilizada volver a la ansiada, valga redundancia, democracia; los medios de comunicación siguieron con sus lineamientos editoriales y también aportaron su pisca de sabor con un relato sustentado en la entretención y la información distanciada y “objetiva”. Por su parte, los chefs, la mayoría hombres, hacían y deshacían el plato fuerte: una sociedad híper endeudada, consumista, individualista y competitiva que, a costa de tener televisores, autos y ropa de marca poco a poco y sin notarlo, se iba empobreciendo cultural y materialmente.

La política de la cocina fue tomando fuerza y los cambios se hacían a partir de los que sabían de verdad lo que nos convenía a todos. La “chusma querida” estaba tranquila, tenía su opio dosificado, una buena línea de crédito y la extrema pobreza estaba oculta y contenida gracias a la caridad de algunos privados. No había de qué preocuparse.

Lamentablemente, de pronto algo nos hizo mal, nos dolió la guata y tuvimos que revisarnos. Los chefs, no entendían, si todo estaba tan rico y nadie se había quejado hasta entonces, y los que podrían haberlo hecho estaban callados o escondidos. Algo había fallado y no se habían dado cuenta al hacer la receta qué había sido. Se habían olvidado de los ingredientes que ocupaban y su obsolescencia, las cosas cambian, las ideas cambian y lo que resultaba grato en un momento después puede dejar de serlo. Se olvidaron de otra cosa importante: estaban ocupando a cocineros criados en la dictadura o habiendo sido parte de ella. Se olvidaron que esos cocineros no eran queridos y que, por mucho que se tratara de lavar su imagen, el daño era más profundo y tarde o temprano saldría a la luz.

Hoy nos espantamos de que exista la cocina y confundimos espacios. Establecemos la errónea idea de que la visita de la presidenta del Senado, Yasna Provoste, a La Moneda sea parte de esta particular forma de hacer política. Lo hecho por ella no es cocina: es de cara al país y está ampliamente cubierto, la negociación/conversación se amplió a la CUT y, hasta donde entiendo, se está viendo como seguir enfrentando la situación actual, la crisis financiera, sanitaria y, ojalá, de salud mental. El problema que no se ve ni dice es otro: es que los interlocutores, si bien han sido elegidos democráticamente, ya no están validados por una amplia mayoría y ahí la situación se complica, se enrarece el “plato” y su sabor asquea. ¿Qué se puede hacer frente a esto? La verdad, ahora poco y nada, sin embargo en el futuro cercano, mucho. Podemos cambiar ingredientes, oxigenar la política, como me dijo alguna vez un amigo abogado y profesor de constituyente; involucrarnos todos y todas, fortalecer la democracia entendiéndola como lo que es y, sobre todo, no dar cabida a negacionistas que, habiendo sido parte de la dictadura o no, siguen validando crímenes de lesa humanidad, justificándolos y, de manera privada o pública, sintiendo que algo así es lo que le hace bien a una sociedad.

Cocinar es delicado y, aunque puede hacerse en privado, debería siempre mostrar qué estamos comiendo y cuáles son los ingredientes que ocupamos en el plato a servir. Nunca más el clásico come y calla de antaño, donde se nos daba un menú muchas veces poco adecuado para la mayoría de los hambrientos invitados, mientras a otros se servía alguna exquisitez que satisfacía su insaciable glotonería.

Jaime Coloma
Licenciado en Estética, magíster en Comunicación. Panelista de televisión.