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Líderes de opinión

Por: Jaime Collyer | Publicado: 10.05.2021
Líderes de opinión |
Desde Bonvallet a Jiles, ha habido una suerte de deslumbramiento colectivo con sucesivos “gurúes” que seducen a la audiencia con lo que parecen sus preferencias valóricas más arraigadas y subjetivas, casi siempre revestidas de un tono juicioso y de su presunta sensatez, pero que no necesariamente enarbolan argumentos muy rescatables, a veces ni siquiera argumentos. Es la hora de la demagogia a destajo, propiciada por las redes sociales (Umberto Eco dixit) y la noción narcisista de “estar en vitrina” o “estar vigente”.

Se ha vuelto un hábito en los últimos años lo de hacer el loco un rato en la televisión, o despacharse cada tanto algunas declaraciones altisonantes en la prensa, y después pasar por caja, o directamente al Parlamento. Un hábito alimentado por la transición y ahora llevado al paroxismo, según parece, por el confinamiento, que ha reducido a muchísima gente a nutrirse preferentemente de la televisión y sus monstruos (parafraseando a Goya, hoy el sueño de la televisión produce monstruos). Se explica así, con seguridad, la llegada sucesiva al Parlamento de entidades tan convocantes en su día, desde el magnetismo hipnótico de las pantallas, como Andrea Molina, Florcita Motuda, varios actores que desertaron hace años de su vocación por las tablas para pasarse a la gestión municipal, y, cómo no, Pamela Jiles. Fue una tendencia que muy posiblemente se inauguró con las agregadurías culturales del primer gobierno de la transición, cargos que parecían destinarse a la vez a figuras mediáticas antes que a las surgidas del ámbito diplomático –lo que no es, a fin de cuentas, tan raro en el caso de las agregadurías culturales– y parece culminar hoy en las encuestas de valoración de figuras públicas que sitúan en la línea de largada, incluso como presidenciables, a Jiles y Julio César Rodríguez. A este paso, vamos directo a una Convención Constitucional de puros famosos, futuros gobiernos surgidos del people meter y parlamentos en que seguirán brillando infinidad de esas estrellas mediáticas. Más que formar “grupos de presión” para negociar con algunos ministros o subsecretarios, habrá que llevar entonces a los clubes de fans a su despacho, y la negociación servirá además para pedirles autógrafos o chasconearlos en grupo, como hacen las groupies con sus ídolos. Y si el ministro no quiere recibirnos, bastará con que sus asesores, siguiendo el ejemplo de Elvis, anuncien por la megafonía del lugar que “el ministro ha abandonado el edificio».

Las ciencias sociales han evidenciado desde siempre cierta dificultad para aislar las causas del liderazgo, la razón de que surja en determinadas circunstancias, muchas veces de inestabilidad o de amenaza a la comunidad donde surge. ¿Qué hace que ciertos hombres y mujeres den un paso al frente cuando el resto permanece quieto o incluso amedrentado? Aun más: ¿qué provoca que, una vez dado ese paso adelante, algunos individuos sean seguidos por el resto y lo contagien, alentándolo a imitarlos y seguirlos? Difícil pregunta, y no menos difíciles respuestas, para explicar los liderazgos carismáticos o incluso los racionales.

Visto como se vino el panorama mundial en años recientes, resulta hoy difícil prever, o hasta evitar, el surgimiento de liderazgos que apelan a cuestiones emotivas activadas de manera bien calculada para remecerlas o dar justo en el clavo con lo que la audiencia espera oír. Ocurrió con consecuencias nefastas al promediar la pasada centuria, con la banda de criminales que en la Alemania nazi se hizo con el poder. Recuerdo, al respecto, algo que me comentó alguna vez una amiga argentina, cuya veracidad nunca he corroborado, pero que sonaba igual muy persuasivo. Era la idea de que Goebbels, el gran manipulador de masas al servicio de Hitler, resolvió situar siempre al líder sobre un estrado bastante más alto que el de sus audiencias multitudinarias, de manera que estas se viesen obligadas a mirarlo hacia arriba y doblar el cuello, postura en la que, hipotéticamente, se dificultaría el flujo sanguíneo normal hacia el cerebro. Cuesta creer que el horror del nazismo y sus derivados se debieran solo a eso, pero deja igual pensando. Tal vez sea lo que hoy nos ocurre, que nos volvemos más lerdos cuando vemos como hipnotizados a esa gente en la pantalla que repite su mensaje y nos deja reducidos a una suerte de trance en que ya no pensamos con claridad.

Los liderazgos de la era audiovisual y tecnotrónica (de las pantallas y las redes sociales) oscilan, quizá por esta cualidad irreflexiva que cultivan de manera intrínseca, entre extremos de cierta blandura o dureza apreciables en la opinología circulante. Liderazgos blandos serían, por ejemplo, el de Cristián Warnken en su columna mercurial, donde nos convoca semanalmente a la sensatez. Su carácter blando es, con todo, afín a cierta distorsión. Por ejemplo, cuando sugiere el origen de la violencia política vivida en los últimos tiempos en el país o incluso en la escena global y menciona a Nelson Mandela como caso ilustrativo de la moderación que brindan (o debieran brindar) los años y las canas, la edad y sus enseñanzas, comentando el brillo y la audacia demostrada por el líder sudafricano al salir de prisión al cabo de varias décadas y propiciar la reconciliación nacional, dejando de lado –dice el columnista– al “otrora joven violento e indignado”. Esta frase evidencia la trampa del razonamiento, cuando menciona solo la violencia y furor del joven insurrecto encarcelado decenios antes, pero omite mencionar la violencia impuesta por un sistema abyecto de segregación racial y la violencia más específica que supuso el gesto de encarcelarlo. Aparte de atribuir la violencia a Mandela y obliterar curiosamente la de sus carceleros del apartheid, se la postula como algo que discurre en abstracto, como un gesto de rebeldía adolescente un poco inmotivada. Son formas de razonamientos que se remontan bastante hacia atrás en el tiempo. Cuando los europeos arribaron al Nuevo Mundo, calificaban de “hostiles” a los pueblos originarios que se resistían a su dominio (y a su violencia) y de “pacíficos” o “amistosos” a los que se les sometían. La violencia es siempre del color interesado con que se la mire.

Los liderazgos de opinión duros son menos dulces y más extremos, como las intervenciones públicas que llamaban a reprimir con energía y desde el primer momento la efervescencia gatillada en octubre del 2019, o hasta llegaron a sugerir –fue el caso de Marinovic–, en alguna opinión al vuelo en las redes sociales, que en el mundo desarrollado la policía no solo hubiera cegado a los manifestantes, sino que los hubiese eliminado directamente a tiros (me pregunto qué países del mundo desarrollado serían esos que había visitado  la opinante).

Desde Bonvallet a Jiles, ha habido una suerte de deslumbramiento colectivo con sucesivos “gurúes” que seducen a la audiencia con lo que parecen sus preferencias valóricas más arraigadas y subjetivas, casi siempre revestidas de un tono juicioso y de su presunta sensatez, pero que no necesariamente enarbolan argumentos muy rescatables, a veces ni siquiera argumentos (a secas, sean rescatables o no). Es la hora de la demagogia a destajo, propiciada por las redes sociales (Umberto Eco dixit) y la noción narcisista de “estar en vitrina” o “estar vigente”. Un mundo en que el mensaje puede venir teñido de clichés y lagunas entre sus frases, que opera como un criterio de autoridad con solo que se mencione como fuente del mismo a alguna personalidad afamada y supuestamente prestigiosa. Un antiguo experimento de psicología social mostró a ciudadanos norteamericanos medios una frase muy radical de Thomas Jefferson. A una parte de la muestra, se le dijo que era de Jefferson; a otra, que era de Lenin, el líder bolchevique. La misma frase fue exaltada por los que pensaban que era de Jefferson y denostada por los que la creían de Lenin. El humano es, ya se sabe, un animal social, aunque buena parte del tiempo, no demasiado racional.

Jaime Collyer
Escritor.