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Opinión

El desbloqueo

Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 17.05.2021
El desbloqueo |
Así, los años 90 mismos se articularon en torno a estos dos bloques, como si viviéramos al interior de una guerra fría neoliberal. Entre ellos había algo más que una distribución equitativa del poder, sino que compartían el diagnóstico de una época; uno en la que la sociedad civil debía permanecer desmovilizada, apática y sin ningún afán disruptor ni ideológico, puesto que lo que estaba en juego era, nada menos, la estabilidad política y el progreso económico.

 Son muchos los análisis que, con justicia, podrán ser desarrollados desde ahora en adelante a propósito de las históricas elecciones del reciente fin de semana. Seguramente se fugará mucha tinta y en buena hora. Probablemente sean todas estas reflexiones, incluida esta columna, apresuradas, rapaces en su afán de diagnosticar lo que acabamos de ver y experimentar como país, pero, ciertamente, hay un par de relatos que podrían comenzar a ser caligrafiados.

Después de lo vivido, hay algo en lo que todas y todos deberíamos coincidir, y esto más allá de pertenecer a cualquier bando (si es que queda alguno): Chile se “des-bloqueó”. Pongo el guion para acentuar la desarticulación de un fenómeno que, en Chile al menos, duró 25 años (el binominal, por ley, se acaba en 2015, no obstante en términos fácticos su operatividad no dejó de ordenar ni repartirse las ganancias electorales en equilibradas dimensiones hasta ayer), y que sistematizó y categorizó lo que se entendió por política al tiempo que determinó el campo en disputa por el llamado poder.

Lo anterior es un fenómeno mayor. Por décadas en nuestro país las elecciones venían definidas de antemano, era uno/a u el otro/a, nunca alguien más. Si eras de la Concertación –o sus derivados posteriores como quiera que se llamasen– o de la Alianza por Chile –o sus derivados posteriores como quiera que se llamasen– la carrera por un puesto en el Congreso, las alcaldías, o la misma Presidencia de la República aseguraba, cuando menos, llegar segundo/a. Esto era la dinámica y lógica de los bloques y no era otra cosa más que una planificada y regulada política estructural que aseguraba el “balance” y la gobernabilidad a largo plazo; evitando las disidencias, monitoreando las diferencias y gestionando cualquier movimiento lateral que amenazara la estabilidad del muy bien concebido “nuevo orden” post-dictadura o, digámoslo con todas sus letras, de la Transición; ese artefacto creado a la medida para proteger una democracia descalcificada en sus orígenes y que se obligó, voluntariamente, a ser disciplinada en torno a la figura de Pinochet quien, con mayor o menor intensidad, definió casi toda la década de los 90.

Así, los 90 mismos se articularon en torno a estos dos bloques, como si viviéramos al interior de una guerra fría neoliberal. Entre ellos había algo más que una distribución equitativa del poder, sino que compartían el diagnóstico de una época; uno en la que la sociedad civil debía permanecer desmovilizada, apática y sin ningún afán disruptor ni ideológico, puesto que lo que estaba en juego era, nada menos, la estabilidad política y el progreso económico. Aparecieron en masa los malls, las tarjetas de crédito para la clase media que comenzó a vivir en el infierno del endeudamiento, la farándula y sus sintéticos tentáculos, la estupidización, las aseguradoras para todo tipo de riesgos ficticios y en donde la lógica del consumo, tal como lo señala Tomás Moulian en su Chile actual: anatomía de un mito –el único libro de los 90 que se atrevió a decir lo que verdaderamente venía ocurriendo– nos consumió.

Todo esto nos hizo delirar, creernos felinos en el ecosistema de las superpotencias económicas a nivel mundial y superiores en todo orden en el concierto de las empobrecidas sociedades latinoamericanas que veían cómo este jaguar, hambriento de libremercadismo y consumología, llegaba para devorarse lo que se le cruzara. Lo anterior venía acompañado de números, por supuesto. En los 90 Chile no dejó de crecer entre el 4 y el 6% y la región y el planeta nos miraba como un fenómeno, una excepción higiénica y ponderada dentro del “basural” del tercermundismo.

Lo que no se sabía es que dentro de este animal se venía gestando un malestar enorme que llegaría, en algún momento, a cobrar lo que por décadas se ocultó tras la fachada del exitismo neoliberal y la estética de país hiper-competitivo. Nos referimos a esa incuantificable masa de chilenas y chilenos a los que, en algún momento, les cayó la ficha y comenzaron a despertar de una larga siesta de campo donde el somnífero fue la desideologización y el consumo, ese matrimonio tan fiel como definitivo que cuadró los márgenes de acción de la sociedad chilena. Y se despertó después de 30 años. Entre medio murió un dictador, la derecha y la Concertación se repartieron el poder a diestra y siniestra, tuvimos un mochilazo, el movimiento estudiantil del 2011 hasta llegar al 2019 y al histórico octubre.

Desde entonces, y progresivamente, Chile comenzó a des-bloquearse. Paulatinamente el desacuerdo se enfrentó a la institucionalidad del consenso y empezó el acorralamiento a la clase política y ésta tuvo que responder, aleteando como pudo, pero tuvo que responder. Y vino el plebiscito, y el 2020 ganó el Apruebo y arremetió con tal fuerza el margen, aquel que no se abanderaba ni militaba en los bloques, que terminó por desarticular 30 años de historia de distribuciones y repartijas.

Hoy, con 37 escaños para la Asamblea Constituyente, la derecha no alcanza el tercio que frenéticamente buscaba para frenar todo lo que pudiera frenar, y la lógica guzmaniana, finalmente, llega a su fin. Lo que fue la Concertación con sus 25 cupos se aleja aún más de ese delirante tercio que permite la gestión del poder y los bloques, tal como los conocíamos y, si eran de hielo, comienzan a derretirse después de tres décadas. Irrumpen de esta manera los independientes con más de 40 escaños (no olvidar los 17 que fueron reservados para los pueblos originarios) quienes serán, deslindandose de los tradicionales bandos, quienes, realmente, van a poder de manera determinante levantar o bajar el pulgar en cada una de las materias que se discutan en la Constituyente.

Parafraseando al filósofo italiano Gianni Vattimo, cuando la política se vuelve autorreflexiva se vuelve posmoderna. Algo de esto tiene este momento histórico. Si la política es lo que se mueve por fuera de los márgenes institucionales y ésta, entonces, se hizo consciente de sí misma, pues arrasó con 30 años de historia, y lo que despunta y se vislumbra es una comunidad democrática que puede verse densificada, robustecida por el desbloqueo y la sana diferenciación. Riesgos siempre hay, pero no hay duda que el desbloqueo expresa, con fuerza de época, otro Chile.

Javier Agüero Águila
Académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.