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Opinión

Del voto migrante a las nuevas ciudadanías

Por: Fernanda Stang | Publicado: 28.05.2021
Del voto migrante a las nuevas ciudadanías |
En 2020 las organizaciones migrantes levantaron su voz ante la exclusión del padrón para votar en el plebiscito del 25 de octubre, y lograron revertir la medida. No se corrió la misma suerte respecto de la posibilidad de ser candidatos, para lo que es requisito estar nacionalizado, es decir, renunciar a la categoría de no-nacional. Este tipo de situaciones remiten a un asunto de fondo muy importante: que en una comunidad política existan miembros excluidos del acceso igualitario a derechos por su nacionalidad (a ser votado en este caso específico, pero a todos los derechos en general) debiese considerarse tan arbitrario como que lo estén por su pertenencia étnica, color de piel, género, orientación sexual, clase social, u otra categoría.

Mucha tinta ha corrido desde el lunes dedicada a análisis más o menos generales de los resultados de las elecciones del pasado fin de semana. Algunos sacan cuentas alegres, otros las han vivido como una derrota, con más o menos dignidad. No es mi campo de trabajo, ni el objetivo de esta columna, hacer ese análisis político. Mi propósito, como migrante e investigadora de los procesos migratorios, es llevar a la discusión constitucional un tema que ha quedado invisibilizado con todo el revuelo político post-electoral: las migraciones internacionales, obviamente. Porque los migrantes queremos ser parte de la conversación y el debate público no sólo por abordajes criminalizantes o por el espectáculo deliberado de las expulsiones.

Tres aspectos de este tema me interesa poner de relieve: el voto migrante, la consideración de la migración en la nueva Constitución que elaborarán los convencionales elegidos este 15 y 16 de mayo y, en relación con ello, las nuevas prácticas políticas y ciudadanas de las que los migrantes somos parte. Sobre el primer punto, el voto migrante, se han azuzado hace tiempo, tanto de derecha como de izquierda, ciertos fantasmas en torno al voto de las personas migrantes, y han circulado imaginativas fake news al respecto. El más reciente de estos fantasmas es el que se ligaba al creciente número de migrantes venezolanos que han llegado en el último tiempo al país, y que en teoría podrían “derechizar” los resultados. Llama la atención que, desde la otra vereda, se agita un fantasma parecido pero para desanimar un voto más orientado a la izquierda: el de “Chilezuela”. Hace unos años se recurría a una estrategia semejante para impedir el voto de los chilenos en el exterior; se decía que, como estos emigrantes estaban vinculados a la comunidad de exiliados, se trataba de un voto de izquierda, lo que actuó como barrera para permitir el ejercicio de ese derecho, que al fin se logró sortear en 2017.

La realidad es que los migrantes representan una escasa proporción del padrón nacional (2,8%), y han tenido una relativamente baja participación en las elecciones de los últimos años (13,1% en las municipales de 2012, frente al 43,3% de los nacionales; 19,2% en las presidenciales de 2013 y 2017, frente al 49,5% y 47,2% de los chilenos, respectivamente; aún no hay cifras para las dos últimas elecciones). Específicamente respecto del caso de los venezolanos, las noticias falsas que circulan obvian el hecho de que, para que un extranjero pueda votar en Chile, debe tener cinco años de “avecindamiento” y, dado el carácter reciente de esa migración, la cantidad de personas de este origen habilitadas para votar no es muy significativa (el 2% del total de extranjeros, 10.260 personas); los grupos más numerosos son peruanos (36%), colombianos y bolivianos (12% cada uno), que además no necesariamente son los más participativos, categoría en la que caen, de entre los 10 grupos más numerosos en el padrón, los uruguayos, alemanes y argentinos, en ese orden.

Pero, más allá de estas cifras, dado que el ejercicio del derecho al voto puede considerarse un indicador de integración de la población migrante, debiésemos aspirar a aumentar esas cifras de participación, y no lo contrario. En esa línea, en 2020 las organizaciones migrantes levantaron su voz ante la exclusión del padrón para votar en el plebiscito del 25 de octubre, y lograron revertir la medida. No se corrió la misma suerte respecto de la posibilidad de ser candidatos, para lo que es requisito estar nacionalizado, es decir, renunciar a la categoría de no-nacional. Este tipo de situaciones remiten a un asunto de fondo muy importante: que en una comunidad política existan miembros excluidos del acceso igualitario a derechos por su nacionalidad (a ser votado en este caso específico, pero a todos los derechos en general) debiese considerarse tan arbitrario como que lo estén por su pertenencia étnica, color de piel, género, orientación sexual, clase social, u otra categoría (y cito a Juan Carlos Velasco en esta idea).

Esas exclusiones le hacen un flaco favor a la construcción de una democracia real, y radical, y por lo tanto es un tema que no debiese estar ausente de la discusión que se genere en la Convención Constitucional, y esto es parte del segundo punto al que quería referirme: la consideración de la migración en la nueva Constitución. En ese sentido, es crucial que los derechos que se consagren en el nuevo texto constitucional se garanticen a todos los habitantes del territorio nacional. La consigna en este caso debiese ser “por el derecho a residir con derechos”, parafraseando la conocida expresión de Hannah Arendt: “el derecho a tener derechos”. La conformación de la convención que surgió de las elecciones del fin de semana hace pensar que este debate es posible, y que también en esta línea la nueva carta fundamental chilena podría ser ejemplar.

Por último, las últimas elecciones dejaron un mensaje contundente: las prácticas políticas y ciudadanas han estado experimentando un cambio profundo en estos años y el “estallido social” fue la más reciente y acabada expresión de ello. La dirigencia territorial de diversas luchas, las voces del movimiento feminista, y de otros movimientos sociales, son claras expresiones de esa metamorfosis, y también parte importante de sus causas. No digo nada nuevo con esto, pero quiero agregar un punto que sí puede serlo: las personas migrantes han hecho un aporte significativo a esa transformación de las prácticas ciudadanas y políticas, y de una manera que excede con creces el ejercicio del derecho al voto.

Investigando dirigencias sociales migrantes en los últimos años, me ha tocado observar procesos de organización por demandas de extranjería, pero también por derechos que van más allá de ese ámbito: por la vivienda y la ciudad, por el acceso a la educación, a la salud, y por la sobrevivencia, sobre todo en estos duros tiempos de precarización pandémica. Excepto las de extranjería, esas demandas no distinguen entre nacionales y no nacionales, sino que interpelan al Estado como pobladores, o habitantes del territorio. En esas experiencias de organización y lucha, estos migrantes, en tanto no son considerados “ciudadanos plenos”, desafían y transforman lo que significa ser ciudadano, lo que significa la política, y las prácticas que lo traducen. Es este complejo ensamblaje de actores el que ha estado protagonizando este proceso de cambio; las y los migrantes han sido parte de él, y deben ser parte también de la nueva Constitución que nos demos: la ética democrática lo exige.

[Las reflexiones que se exponen en esta columna surgen del trabajo en el marco del proyecto Fondecyt N° 3190674 «Migración, precariedad y ciudadanía: de las tácticas de subsistencia a las estrategias de lucha»]
Fernanda Stang
Doctora en Estudios Sociales de América Latina. Del Centro de Investigación en Ciencias Sociales y Juventud (CISJU) de la Universidad Católica Silva Henríquez.