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Boric

Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 14.06.2021
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La pregunta puede parecer algo escandalosa, pero en rigor no lo es: ¿cómo se pasa de ser el líder de la Izquierda Autónoma, alegando el relato más radical posible y contra cualquier forma de institucionalidad, a ser ahora candidato a Presidente, es decir a la estructura más formal y absolutamente institucional que existe en las democracias liberales? Desde mi punto de vista no hay nada de vergonzoso en todo este desplazamiento. Gabriel ha seguido la ruta de muchas y muchos que han experimentado las mismas mutaciones. Su camino biopolítico es muy representativo de un cierto estándar histórico que se adhiere a trayectorias inicialmente outsider para entrar, posteriormente, en las reglas del juego de las instituciones formales.

No arriesgo mucho ni exagero si digo que no recuerdo haber visto sonreír a Gabriel Boric, y si así ha sido, seguro me sobran dedos de una mano. Su rostro siempre es de una extrema concentración, de un ceño fruncido, adusto y permanentemente atento para dar la respuesta justa e inteligente para la que se ha preparado, estudiado y asesorado. Es, quizás, en su estética política al menos, la versión reformateada de un líder de izquierda de los 60 ó 70 (evidentemente con todo lo que significa ser joven y político en el siglo XXI), es decir, de una seriedad pasmante que deja traslucir el hecho de que no vino a la política a pasear ni a perder el tiempo. Para él la política misma es un asunto de calibre grueso y no una jugarreta para simplones/as atolondrados/as que divagan y naufragan en las prédicas sin fondo ni contenido.

En esta línea, su agudeza en el discurso, siempre acompañada de alguna cita a un/a filósofo/a, poeta, político/a pretérito/a o lo que le sea útil para reforzar este mismo relato, es la expresión de un sujeto político híbrido, a medio camino entre la intelectualidad orgánica de antaño (MIR-MAPU, por ejemplo) y el twitter, ese artefacto sin substancia pero radicalmente influyente que reemplaza los grandes discursos a las masas por 280 caracteres altamente manipulables, y que precisan a la política en el ecosistema de la instantaneidad. No es imprudente decir que su figura responde a una suerte de estética posmoderna o, más bien, que es el resultado de La condición posmoderna, por citar el título del famoso libro de Jean-François Lyotard de 1979. Esto, ciertamente, no le quita complejidad ni densidad al personaje, todo lo contrario, lo potencia y lo define como un actor muy relevante en los asuntos de la polis. Seamos justos: Gabriel no es solamente un político serio, sino “en” serio.

De descendencia croata y catalana (Boric Font), Gabriel es el representante de una suerte de élite patagónica, local. Estudió en el British School de Punta Arenas y posteriormente Derecho en la Universidad de Chile. En esta universidad descubre lo que será para él su vida y su obsesión: la política. Empieza, en 2008, por formar parte de la “Izquierda Autónoma” –movimiento creado, en gran medida, para quitarle la hegemonía histórica de la FECh al Partido Comunista–, después, en 2009, es presidente del Centro de Estudiantes de Derecho y senador universitario por el estamento estudiantil entre los años 2010 y 2011. Finalmente, representando a la lista “Creando Izquierda”, logra la presidencia de la FECh ese mismo 2011, derrotando a Camila Vallejo que iba por la reelección en representación del PC. En ese año, igualmente, se desata en Chile una de las mayores movilizaciones estudiantiles de la historia, y Boric emerge como una de las figuras más rutilantes de la “Confederación de Estudiantes de Chile” (Confech), logrando notoriedad y entrando derechamente en la arena pública.

Hasta aquí su trayectoria era más o menos coherente. Siempre a la izquierda de la izquierda, su discurso se caracterizaba por vapulear lo que oliera a neoliberalismo, tradición y formalidad. Era, en esta dirección, un dirigente estudiantil que tenía todo a disposición para organizar su radicalización: en primer lugar, un tiempo histórico en el que las instituciones y todo lo que rozara al Estado comenzaba a fraguar su decadencia; el típico discurso contra la dictadura y a la posterior transición a la democracia; la crítica brutal y acérrima a la mercantilización de la educación; la capacidad de generar masa ideologizada y políticamente activa fuera de la institucionalidad formal, en fin. Gabriel tenía los ingredientes, los mezcló y, a través de una suerte de auto-mayéutica –esto es, en el decir platónico, descubrir verdades a través de la interpelación de un otro, pero, en este caso, de él mismo– se impone como una suerte de mesías veinteañero que llegaba al mundo y a la historia para enrostrar verdades sin filtro alguno; verdades conocidas, ciertamente, no decía nada nuevo pero más bien, hasta ese momento, reveladas únicamente por intelectuales y no por un individuo que atravesaba su pubertad política. En este punto hay que entender que no es lo “que” dice lo que resulta relevante, sino “cómo” lo dice, con el desparpajo y el anti-cálculo propio del frenesí de la juventud cuando siente y resiente que está ocupando un lugar en la historia.

Pero todo llega a su fin; hay tiempos, más bien temporalidades que la odisea política exige toda vez que decidimos emprender el viaje. Entonces paulatinamente Gabriel Boric comienza a graduar, a bajar un par de cambios y entrar en una velocidad más moderada. De a poco deja de ser el veinteañero soñador y radicalizado para ingresar en una suerte de templanza dinámica y en una ubicuidad mucho más ponderada que se alejaba diametralmente de su rol como dirigente estudiantil. Se da cuenta de que la universidad, la calle y la manifestación, entornos que le resultaban idóneos y en donde sus más extremas pulsiones políticas tenían sentido y espacio, no funcionaban cuando de disputar el poder, el poder en serio y en primera división, se trataba.

En 2013 entra al Parlamento como diputado por el distrito 60, abandonando, por más que lo renegaba, su rol como actor principal en los movimientos sociales y adecuándose, entonces, al juego formal impuesto por la institucionalidad. Entró como independiente, es cierto, es decir sin someterse al binominalismo, sin embargo, y desde entonces, Boric ingresa en una etapa de su vida política donde la radicalidad absoluta queda en el olvido, y en la que lo que se avizora es un progresivo proceso de transformación que lo lleva, ahora, a ser un agente institucional que asume la práctica estatutaria de la política tradicional.

Quizás, y como decía el célebre príncipe de Talleyrand en el siglo XVIII: “Un arte importante de los políticos es encontrar nombres nuevos para instituciones que bajo sus nombres viejos se han hecho odiosas al pueblo”. Gabriel llega al Parlamento con la intención de renovar la rancia tradición, asumiendo y discurseando, desde el principio, una suerte de odiosa y virginal forma de hacer política que lo hacía, a su juicio, excepcional y alejado de cualquier práctica viciosa típica de los/as demás políticos/as que lo circundaban. Hay que decir que esto también lo moderó, asumió errores que él mismo denominó “de juventud” y que lo tienen (haciendo todo lo que en su vida estudiantil jamás pensó hacer y a lo que le dirigía, más bien, su más brutal desprecio) como pre-candidato a la Presidencia de la República.

La pregunta puede parecer algo escandalosa, pero en rigor no lo es: ¿cómo se pasa de ser el líder de la Izquierda Autónoma, alegando el relato más radical posible y contra cualquier forma de institucionalidad, a ser ahora candidato a Presidente, es decir a la estructura más formal y absolutamente institucional que existe en las democracias liberales? Desde mi punto de vista no hay nada de vergonzoso en todo este desplazamiento. Gabriel ha seguido la ruta de muchas y muchos que han experimentado las mismas mutaciones. Su camino biopolítico es muy representativo de un cierto estándar histórico que se adhiere a trayectorias inicialmente outsider para entrar, posteriormente, en las reglas del juego de las instituciones formales. Pensemos nada más en gran parte de la agónica Concertación que, en un segmento significativo, estaba constituida por “héroes” revolucionarios de los 60 y los 70 que, sin mayores complejos, se hicieron parte de las negociaciones transicionales, coronando en un sólo y mismo gesto al salvaje neoliberalismo que nos sumió en el consumo y la banalidad por tanto tiempo.

Boric no es peor que ellos. Al menos sigue –dentro de los márgenes de maniobra a los que ahora debe someterse y que no son los de su añorada juventud– insistiendo con una posición algo más atingente a los tiempos. Es cierto, el estallido social de 2019 no lo consideró como un sujeto impulsor de las transformaciones que se buscaban; por el contrario, lo acusaron de traidor y hasta lo escupieron en la cara. Es verdad que salvó a Piñera haciéndose parte del famoso “Pacto por la Paz” celebrado entre cuatro paredes y que recordó las añejas y viciadas prácticas de la derecha y la Concertación, y que a su vez podría interpretarse, probablemente, como un insulto para todo lo que alguna vez representó.

Sin embargo, pienso que en el fuero interno de este inteligente y cada vez más experimentado joven político había y hay algo de mayor alcance que está fijado en su entrecejo siempre adusto y concentrado del que hablábamos al principio de esta columna y que, quizás, lo logre algún día: ponerse la banda presidencial y transformar su vida en un libro notable. Yo lo titularía, sin ningún tipo de ironía: De Boric a Boric: la aventura de una desradicalización.

Javier Agüero Águila
Académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.