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Déjalos morir

Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 28.06.2021
Déjalos morir Pandemia en Haití |
Toda vez que festejamos nuestra sobrevivencia también celebramos la muerte de alguien más. Son dos gestos a la vez desplegados en una misma y única temporalidad. Es la trágica y fúnebre fiesta a la que nos invita el capitalismo. En nuestro país vacunas sobran. Lo que no hay por ninguna parte ni laboratorio que pueda inventarlo es el antídoto contra la indiferencia y el consentimiento asesino.

Hace unos pocos días en el diario académico norteamericano The Conversation, la doctora María de Jesús, destacada investigadora de la American Universtity con sede en Washington D.C., entregaba los resultados de un estudio a nivel mundial que mostraba datos, cuando menos, escandalosos (sino escalofriantes). Este trabajo señalaba que solamente el 1% de las personas pertenecientes a los países más pobres del planeta habían sido vacunadas. Sólo por dar algunos ejemplos: Benín ha adquirido 203 mil dosis de Sinovac, lo que le permite vacunar al 1% de su población; Honduras, en la misma línea, 1 millón 400 mil dosis de AstraZeneca, que alcanza para la vacunación de un 7% de sus habitantes; y Haití, con 461.500 dosis donadas, puede vacunar únicamente a algo más del 4% (hablamos, en los tres casos, de un stock disponible sólo para la primera dosis). En el polo contrario, Estados Unidos ha adquirido 1.200 millones vacunas contra el Covid-19, lo que equivale a 3,7 dosis por persona. Otro ejemplo es Canadá, que cuenta con 381 millones de dosis, lo que implica que cada canadiense podría vacunarse cinco veces. Los datos hablan por sí solos, pero ameritan una reflexión algo más allá de lo puramente cuantitativo.

¿Es que alguna vez pensamos que la vacunación a nivel mundial no reproduciría la clásica e histórica dinámica en la que los países más ricos sobreviven anclándose en las espaldas de los países más pobres? Si en algún momento esto fue así, es decir, si inicialmente percibimos que el virus –en tanto nos homogeneizaba a todos/as los/as habitantes del planeta, haciéndonos del mismo modo vulnerables– llegaba precisamente para igualarnos de cara a una pandemia que no respetaba procedencia, origen étnico, condición de género, en fin, pues nos equivocamos. Esta idea de humanidad “una” de cara a la muerte se acabó cuando comenzó el proceso de venta de las vacunas, y los laboratorios, discrecionalmente, entregaron los conteiner mesiánicos al mejor postor.

Entonces el mundo despertó de su etérea idealización viniéndose abajo como un frágil dominó que, nuevamente, nos llevó al lugar típico de la auto-salvación y la indolencia por la vida humana, propio e histórico de las superpotencias en todos los tiempos y todas las épocas. Se abrieron, de esta manera, obscenamente las billeteras de los países poderosos para comprar todas las vacunas posibles habidas y por haber, sobre-acumulando dosis, guardando en sus pobladas despensas lo que incluso no les era necesario y expresando, en este único y solo gesto salvajemente acumulativo, lo que siempre ha perseguido el capitalismo más brutal: el diseño de un mundo que debe ser estructuralmente desigual, favoreciendo la organización de un sistema que se sostiene sobre la base de quien tiene más poder adquisitivo y reserva de capital. Todo esto a expensas de la muerte en masa de un enorme número de seres humanos.

Quizás pueda resultar razonable que un Estado específico quiera proteger a su población de este virus que de “buena persona” no tiene nada, y hacerse de las jeringas redentoras para evitar la reproducción mortal, sin embargo, no hay sentido de lo humano cuando estos mismos estados acumulan frenética y ciegamente, sin mirar el rostro de esos otros países que, a causa de su pobreza y marginalidad respecto el orden creado, ven como el Covid-19 arrasa diariamente con cientos de miles, poblando a sus geografías nacionales de cadáveres, contribuyendo a la multiplicación exponencial de los duelos y teniendo que acudir a la macabra creatividad de improvisar tumbas de cartón en las calles de Guayaquil o Delhi, por ejemplo.

Es lo que el filósofo Marc Crépon denomina “el consentimiento asesino”, del cual, por cierto, todos somos cómplices silenciosos. Efectivamente consentimos, una vez que nos vemos vacunados y sentimos la seguridad de que el virus, cuando menos, no nos meterá bajo tierra y biodegradará nuestro ensamble de carne y hueso y que el problema, entonces, está resuelto, consentimos. Pero, tal como señala Crépon, no consentimos cualquier cosa, sino que el asesinato, la desaparición, la muerte, el exterminio, el dolor y la pesadilla de quienes no tuvieron la billetera repleta para comprar el antídoto ni abarrotar la despensa de “víveres” (en el sentido más literal de la palabra “vivir”). Si yo y mis más cercanos nos salvamos, que el mundo se transforme en un océano de muertos daría lo mismo. En este sentido la vida es auto-gestión, es hacia sí y sin el otro, sin los/as otros/as que, desde la pesadilla de su inexorable muerte, ética y políticamente, nos increpan. Así, y después de que los laboratorios comenzaran la oferta, el coronavirus no viene más que acentuar la deshumanización de un mundo estremecido por la muerte y de la que damos cuenta, solamente, una vez nos toca.

En nuestro país, lugar donde el triunfo del individualismo y la racionalidad neoliberal ha coronado probablemente más que en ninguna otra parte del planeta, más del 80 % de la población ha sido vacunada con la primera dosis y una 64% cuenta con una o dos dosis de la vacuna. ¿Deberíamos sentirnos orgullosos de nuestro proceso? Por cierto, sobre todo por la heroica acción del personal de salud al que, efectivamente, hay que restarlo de esta indiferencia mortífera y radical, puesto que ellas/os mismas/os arriesgan diariamente sus vidas por la de los demás, haciendo carne el pensamiento de Emmanuel Levinas cuando sostiene que “yo soy responsable del otro en la medida en que es un mortal”.

¿Pero cuán responsables somos nosotros, los que no somos héroes de nada ni salvamos a nadie, de la muerte del otro? ¿Cuán asesinos/as somos toda vez que celebramos con champagne la segunda dosis sin reparar en que el margen del mundo –es decir, a los que ni siquiera se les permite soñar con la primera– caen por cientos de miles y seguirán cayendo? Siempre Levinas tuvo la razón, no obstante, el capitalismo y su brutalidad han impedido que esa misma razón pueda entenderse como una práctica cotidianamente humana: “La muerte del Otro me afecta en mi identidad como un yo responsable… constituido por una responsabilidad imposible de describir. Es así como soy afectado por la muerte del Otro; ésta es mi relación con su muerte” (Levinas).

Toda vez que festejamos nuestra sobrevivencia también celebramos la muerte de alguien más. Son dos gestos a la vez desplegados en una misma y única temporalidad. Es la trágica y fúnebre fiesta a la que nos invita el capitalismo. En nuestro país vacunas sobran. Lo que no hay por ninguna parte ni laboratorio que pueda inventarlo es el antídoto contra la indiferencia y el consentimiento asesino.

Javier Agüero Águila
Académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.