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La siutiquería grecolatina

Por: Maximiliano Salinas | Publicado: 01.08.2021
La siutiquería grecolatina |
En 1959, afirmó una revista católica santiaguina: “Tiene nuestro pueblo los vicios típicos del antiguo indígena: flojo, borracho, ladrón, tiránicamente patriarcal, supersticioso”. Para escapar de tales vicios, se recomendó la disciplina ejemplarizadora del Cuerpo de Carabineros de Chile. ¡Vaya manera de civilizar la barbarie! La dictadura militar de 1973 fue en términos políticos algo de la resolución imaginada en 1959. Fue el impresionante regreso colonial a la negación de la vida indígena. Volvimos a la colonización de la España austríaca y borbónica. Podía hasta oírse, como un fantasma, la voz airada de las autoridades monarquistas durante la época de la Independencia de Chile: “¡No degeneréis de vuestro origen! ¡Sed españoles!”.

Durante 500 años, y como un ejercicio de dominación colonial, se quiso imponer en América y Chile la siutiquería grecolatina. Concebir que el principio histórico de la civilización tenía sus exclusivos y privilegiados orígenes en la mítica Antigüedad grecorromana. Nosotros sólo podíamos ser los herederos de tan original y escogido nacimiento. El régimen colonial español enseñó a ver dónde estaba el orden y donde el desorden de la historia. El orden era el escenario instalado por la Antigüedad grecolatina y el imperio romano; el desorden, el mundo mapuche. En 1805, poco antes de la Independencia, un escritor monarquista enseñaba acerca de Pedro de Valdivia y Lautaro: “Su indigno paje Lautaro, a quien había criado con tanto regalo y caricias, fue el traidor aleve que pasándose al campo de los araucanos los animó a seguir la batalla” (Francisco Javier Ramírez, Coronicón sacro-imperial de Chile, 1805). La vida indígena, traidora, inmanejable, era para el autor colonial un mundo de culebras, culebreado, un enredo de adversidades anticatólicas. La Virgen Inmaculada contra Aillavilu, “que significa nueve culebras”.

La República no logró zafarse del imperio colonial en el mundo de las ideas y las representaciones cognitivas y culturales. El orden republicano fue iluminado con el faro de la Antigüedad clásica, con sus historiadores, filósofos, políticos y militares. Así lo seguía siendo en Europa y en Norteamérica con sus ideales cívicos e intelectuales desde el siglo XIX. José Victorino Lastarria hablaba en una revista santiaguina de “los araucanos y otros pueblos bárbaros que, sumidos en la ociosidad y en la ignorancia, gustan de alimentar en perpetua actividad sus pasiones mezquinas, porque es lo único que los distrae del tedio de su inactividad” (El manuscrito del Diablo, 1849). Benjamín Vicuña Mackenna denunció en el Parlamento chileno, entre 1868 y 1876, a los mapuche como “nuestros enemigos” (E. Bradford Burns, La pobreza del progreso. América Latina en el siglo XIX, 1990). El ideal civilizatorio grecorromano llegó hasta el pensamiento militar a fines del siglo XIX: “Las repúblicas de Grecia y de Roma se formaron, desarrollaron y arribaron a la grandeza que tuvieron merced a sus armas. Ellas sacaron con sus armas a pueblos inmensos de la barbarie para darles civilización” (Roberto Silva Renard, “El Ejército”, Revista Militar de Chile, 1892). A poco andar, se supo hasta donde alcanzó su espíritu civilizador de las armas contra los obreros pampinos en Iquique en 1907. El economista francés Jean Gustave Courcelle Seneuil le enseñó a Diego Barros Arana, su discípulo liberal, que sin la civilización grecorromana “no seríamos más que miserables salvajes” (carta del 6 de diciembre de 1873). Así se entiende la predisposición anti mapuche del autor de la Historia General de Chile. El derecho indígena, por su parte, no tenía nada qué ofrecer. Otro historiador nacional, esta vez conservador, dijo sin arrugarse en 1955: “Su aportación resulta en conjunto insignificante” (Jaime Eyzaguirre, Historia del Derecho).

Los mestizos y las mestizas heredaron de muchas formas, sin embargo, las costumbres y el modo de vida de los pueblos indígenas. Para los intelectuales blancos esto no fue nada auspicioso. Se conformaron con creer que la clase alta criolla podría transformar y elevar sus bajos niveles de vida. Chorreando cultura de arriba para abajo (Fernando Campos Harriet, Historia constitucional de Chile, 1951). En 1959, afirmó una revista católica santiaguina: “Tiene nuestro pueblo los vicios típicos del antiguo indígena: flojo, borracho, ladrón, tiránicamente patriarcal, supersticioso”. Para escapar de tales vicios, se recomendó la disciplina ejemplarizadora del Cuerpo de Carabineros de Chile. ¡Vaya manera de civilizar la barbarie! (Andrés Cox, «Ausencia de Chile», Mensaje, 77, 1959). La dictadura militar de 1973 fue en términos políticos algo de la resolución imaginada en 1959. Fue el impresionante regreso colonial a la negación de la vida indígena. Volvimos a la colonización de la España austríaca y borbónica. Podía hasta oírse, como un fantasma, la voz airada de las autoridades monarquistas durante la época de la Independencia de Chile: “¡No degeneréis de vuestro origen! ¡Sed españoles!” (Diego Navarro y Villodres, obispo de Concepción, Carta pastoral, Lima, 1814).

El espíritu que anima el presente histórico de Chile busca deshacer el pesado, cargante, exclusivismo cultural que hizo de nosotros una sociedad colonial. Sin premura y, sobre todo, con harta paciencia y todavía más esperanza, nos disponemos a reconocernos en dignidad de otro modo con todas y todos, entre todas y todos. Sin verdades privilegiadas ni resentimientos. Despojándonos de las pedanterías seculares que nos volvieron ciegos a la humanidad que estaba a nuestro lado. Reconstruimos una humanidad más rica en este siglo que echamos a andar. No sólo necesitamos una nueva mente, sino un corazón bueno, generoso. Como dijo Nicanor Parra en 1991: “Doy x inaugurado el siglo XXI / Fin a la siutiquería grecolatinizante” (Nicanor Parra, Mai mai peñi. Discurso de Guadalajara, 23 de noviembre de 1991).

Maximiliano Salinas
Escritor e historiador. Académico de la Facultad de Humanidades de la USACH.